Felicidad a la peruana
La primera es que debemos recordar que nosotros los peruanos no proclamamos nuestra felicidad tan fácilmente, pero sí nuestro orgullo, tal como lo reza el famoso vals del Chato Raygada, casi nuestro segundo himno nacional (tengo el orgullo de ser peruano y soy feliz); es decir, el orgullo antecede a nuestra felicidad, o en todo caso, la felicidad depende de nuestro orgullo que está basada en haber nacido en este lugar de ricas montañas, hermosas tierras, risueñas playas, etc.
Para nosotros, ser orgullosos no es sinónimo de soberbia y mucho menos un pecado cristiano con el que nos envanecemos rechazando a nuestros semejantes. Para los peruanos, sentirnos orgullosos de nacer y vivir aquí es una virtud, al extremo de creer que estamos rodeados de maravillas naturales e históricas que sólo pueden explicarse porque “Dios es peruano”. Es decir, un etnocentrismo extremo que explica nuestra huachafería, el mayor producto de exportación cultural hecho aquí.
Pero otra lectura de nuestra supuesta pobreza felicitaría, según Forbes, es saber cómo es que los americanos han valorado el concepto de ese estado de ánimo. Es decir, de qué felicidad estamos hablando, pues si se trata de la felicidad aristotélica, aquella que nos señala que el camino a la felicidad es la autorealización, el logro de todas las metas que cada uno de nosotros nos planteamos, como una ruta o programa de vida, entonces definitivamente saldremos con un saldo en contra y no solo hay que creerle a Forbes con su 25%, sino que esa cifra se incrementaría considerablemente.
Entre nosotros los peruanos el concepto de felicidad no es tan aristotélico; difícil en un país irregular, inseguro y anómico como el nuestro. Nuestro concepto de ver, buscar y vivir la felicidad es más estoico y epícureano; es decir, somos los reyes de la pichanga; de la creatividad informal, de las eternas fiestas nacionales para no laborar; sacavuelteros en todo, principalmente de las normas; es decir, la transgresión que viene desde arriba y se expande en toda la sociedad nacional es sinónimo de gozo.
Pero entre nosotros la felicidad también tiene ese componente cínico producto de nuestra heredad colonial que se traduce en la cultura del palo encebado; es decir, sentir el placer de ver a otro, paisano, vecino o amigo derrumbarse, no ascender poniéndole el cabe para que se caiga; o del deporte favorito del peruano (y principalmente de nuestros políticos) que es echarle la culpa al otro, nunca nosotros mismos; o también la de jugar con fuego nuestro futuro apostando o confiando por aquel que sin descaro muestra su cinismo y pillería. Por eso es tan natural entre nosotros experimentar cada lustro esa sensación y gozo al vacío que nos amenaza cuando apostamos por el más trapacero, el más indigno. En resumen, aquí se sufre, pero se goza; o mejor; no importa si ganamos o perdemos, igual chupamos.
Curiosa forma pues de experimentar la felicidad que tenemos los peruanos. Es más este próximo veintiocho celebramos la fiesta nacional en un país que aún no encuentra su nacionalidad o en todo caso la niega al no querer reconocer su multidiversidad, su multinacionalidad. Es decir, este veintiocho es la fiesta de la nación criolla, de aquella que se fundó desconociendo las raíces andinas y amazónicas, las autenticas. Sólo desconocer eso, nos ha traído muchos problemas en nuestro proceso de construcción nacional y para muestra están los casi doscientos años de sacrificios, muertos y heridos inútiles por no reconocernos a todos como peruanos.
Pero valga esta ocasión de un nuevo aniversario patrio para recordar que detrás de la fiesta también están las obligaciones o tareas pendientes que ayuden a cambiar nuestros referentes simbólicos para sentirnos verdaderamente orgullosos y mucho más felices de ser peruanos por haber nacido en esta hermosa tierra del sol, pero una felicidad saludable que se exprese en una vida digna para todos.