Detrás del matricidio
Si bien todos esos elementos son ciertos y que podrían servir de postre para varias especulaciones psicoanalíticas o policiales, también es cierto que detrás de esos matricidios se esconde, creemos, un problema más grave: el de aún invisibilizada, pero cada vez más preocupante violencia familiar que existe en nuestra sociedad.
Los datos sobre violencia familiar y sexual nos colocan a la cabeza del ranking internacional. Nosotros, los arequipeños, no escapamos de ese vergonzante privilegio, pues, según el Mimdes, con más de veinte mil casos ocurridos en estos dos últimos años, ocupamos el segundo penoso lugar en temas de violencia familiar y sexual en nuestro país después de Lima. Es decir, cada vez hay más familias que han olvidado que ese es el campo privilegiado para el culto a la afectividad, protección y amor del ser humano, y en lugar de eso se han convertido en campos de batalla (los datos demuestran que el riesgo que una mujer muera en su casa es siete veces mayor que fuera de su hogar).
Y no podía ser de otra manera, pues recordemos que a nuestros históricos males de exclusión y desigualdad, principal impulsor de familias desestructuradas, tenemos un pasado reciente atravesado por la violencia política; es decir, somos una sociedad postconflicto, que aún no reconoce al diálogo y búsqueda de consensos como los principales instrumentos de acuerdo. Aquí, mayormente, las decisiones se imponen y si es con un estentóreo ¡carajo!, mejor.
Esa es la triste realidad en la que viven miles de familias en nuestro país; por tanto, el matricidio ocurrido esta semana no debería tomarse como un tema aislado y mediático regodeado por la morbidez pública, sino que debería obligarnos a reconocer que ese ya es un tema de salud pública que hay que atender o en todo caso reactivar con acciones como la puesta en marcha de la segunda etapa del Plan Nacional Contra la Violencia Familiar y Sexual que, justamente, tiene el Mimdes, pero que parece dormir el sueño de los justos. Como muchas cosas en nuestro país.