Woodstock
Con los primeros acordes de Richie Havens empezaba el delirio: todos cantábamos, gritábamos, aplaudíamos y hacíamos retumbar el piso de madera de ese viejo cine limeño. La presencia de Santana era el clímax total. Con su Soul Sacrifice y los humos raros que ya nublaban el ecran, todos nos sentíamos en el cielo. Aún dentro de mis años infantiles, yo veía a Carlos Santana como un dios y en especial a Chepito Arias el batero que, según las leyendas que nos contábamos en esos años, era el niño prodigio al que todos queríamos imitar.
Con Joe Cocker y su With a litlle help from my friends venía la calma y entendíamos todo el romanticismo que animó esos años: Vietnam, Mayo del 68, el hipismo y su filosofía de Haz el amor y no la guerra. Además, mientras escuchaba embelesado los ronquidos de Cocker, yo tenía que aceptar, humildemente, que The Beatles no eran insuperables; es más, que algunos de sus temas sonaban mejor en los arreglos y voces de otros. Terminaba esa sesión mística con The Who, Ten Years after y el eminente Jimi Hendrix.
Así, cargados de rock, regresábamos a casa, y ahora sí dispuestos a someternos a la rutina de fin de vacaciones: cortarnos el pelo, desempolvar el plomizo uniforme único, retornar a clases, etc. …hasta el próximo año, de nuevo esperar fines de febrero y nuevamente asistir jubiloso a otra función de Woodstock que, siendo la misma película, la encontrábamos siempre diferente a la del año anterior (las ventajas de no vivir sometidos a la dictadura de la imagen, como ahora).
De mi contacto personal con Woodstock ya han pasado una treintena de años. La fecha original de ese festival ocurrió ya hace cuarenta; sin embargo, sus imágenes y su trascendencia continúa vigente y, fundamentalmente, su música. Oír esos temas como si fuera ayer y ver que sigue gustando a nueva gente, nos ayudan a entender porqué esos enfermos como decía mi abuela son en realidad clásicos, eternos. Me alegra no haberme equivocado en seguirlos con fervor.