Woodstock

Más que leer, siguen oyéndose los homenajes a Woodstock, uno de los íconos culturales del siglo pasado. Cuando yo lo descubrí, fines de la década setentera, el Festival de Woodstock ya era una leyenda que noveles rockeros como yo, reverenciábamos con fervor.

Eso se ponía de manifiesto cada año en las épocas de vacaciones escolares. La ausencia de clases era propicia para prepararse al rito que significaba asistir cada febrero al cine Orrantia para ver la película de Woodstock: dejarse crecer el pelo, prepararse con el pantalón palazo y los zapatos de taco alto, entre otras indumentarias para sintonizar con la película. Ya en la sala del cine, luego de largas colas para adquirir una entrada, empezaba esa ceremonia casi religiosa donde todos nos alucinábamos estar en el Condado de Sullivan y ser parte del medio millón de personas que asistió al festival, aunque nosotros creíamos que estaba todo el mundo.

Con los primeros acordes de Richie Havens empezaba el delirio: todos cantábamos, gritábamos, aplaudíamos y hacíamos retumbar el piso de madera de ese viejo cine limeño. La presencia de Santana era el clímax total. Con su Soul Sacrifice y los humos raros que ya nublaban el ecran, todos nos sentíamos en el cielo. Aún dentro de mis años infantiles, yo veía a Carlos Santana como un dios y en especial a Chepito Arias el batero que, según las leyendas que nos contábamos en esos años, era el niño prodigio al que todos queríamos imitar.

Con Joe Cocker y su With a litlle help from my friends venía la calma y entendíamos todo el romanticismo que animó esos años: Vietnam, Mayo del 68, el hipismo y su filosofía de Haz el amor y no la guerra. Además, mientras escuchaba embelesado los ronquidos de Cocker, yo tenía que aceptar, humildemente, que The Beatles no eran insuperables; es más, que algunos de sus temas sonaban mejor en los arreglos y voces de otros. Terminaba esa sesión mística con The Who, Ten Years after y el eminente Jimi Hendrix.

Así, cargados de rock, regresábamos a casa, y ahora sí dispuestos a someternos a la rutina de fin de vacaciones: cortarnos el pelo, desempolvar el plomizo uniforme único, retornar a clases, etc. …hasta el próximo año, de nuevo esperar fines de febrero y nuevamente asistir jubiloso a otra función de Woodstock que, siendo la misma película, la encontrábamos siempre diferente a la del año anterior (las ventajas de no vivir sometidos a la dictadura de la imagen, como ahora).

De mi contacto personal con Woodstock ya han pasado una treintena de años. La fecha original de ese festival ocurrió ya hace cuarenta; sin embargo, sus imágenes y su trascendencia continúa vigente y, fundamentalmente, su música. Oír esos temas como si fuera ayer y ver que sigue gustando a nueva gente, nos ayudan a entender porqué esos enfermos como decía mi abuela son en realidad clásicos, eternos. Me alegra no haberme equivocado en seguirlos con fervor.

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