Presentación de Romance para un reino que fenece
Buenas noches. El autor que nos convoca esta noche para hablar de su más reciente producción es, ya se ha dicho, profesor universitario de una especialidad que lo convierte en una persona áspera frente a los alumnos: metodología de la investigación. En otras palabras, él enseña a los futuros sociólogos no sólo a investigar sino a pensar sistemática, lógicamente; es decir, la única forma seria, sensata de construir sueños y luego materializarlos para que sean socialmente útiles. Creo que esa es una tarea harto difícil en una masa juvenil y estudiantil que, sumado a su afiebramiento hormonal, mayoritariamente ha adoptado como ideología de vida la futilidad, el consumo desenfrenado, el culto narcisista y la glotonería hedonista. Es decir, mientras Julio en las aulas les propone pensar y soñar, pero soñar con técnica, lógica y razón, los jóvenes, sus alumnos, se empeñan en la desorientación, en no saber qué quieren y mucho menos no saber a adónde ir. Por eso es que Julio Fuentes, y no peco de infidente al decirlo aquí, es un profesor poco querido por los alumnos.
Ahora, para hablar con propiedad esa no es sólo una característica de los jóvenes, pues quienes vienen estudiando el fenómeno de la postmodernidad saben que esa es ya una particularidad de la gran mayoría de la sociedad contemporánea, y para comprobarlo una vez mas, sólo hay que revisar una de las grandes causas de la actual crisis financiera y económica mundial: la codicia desmesurada, el mirarse sólo el ombligo y no pensar o recordar que somos humanos en la medida que reconocemos al otro.
Pero no nos hemos reunido a hablar de eso, sino a comentar Romance para un reino que fenece, título que de por sí marca un giro en la producción académica del autor que nos ha tenido acostumbrados a libros densos de teoría metodológica y propedéutica de las ciencias sociales. Algunos títulos que refrendan eso, de los que me acuerdo, están los de Metodología de investigación cualitativa y cuantitativa, de teoría sociológica urbana, de metodología de estudios, etc.
Como decía, el nuevo libro de Julio Fuentes más que sociológico el título nos invita a creer que se trata de un libro literario e incluso poético. Esa una novedad en un académico como Julio Fuentes que, pensando también en su trajinar político e ideológico, se ubicaba dentro de lo que la teoría sociológica contemporánea llama la perspectiva sistémica; es decir, aquella línea teórica que ve la realidad social determinada por los sistemas o estructuras. Dentro de ese enfoque, los grupos humanos y mucho menos el individuo puede hacer algo, pues la sociedad estaría determinada por leyes estructurales autónomas de cualquier ser humano o bien manipuladas por una minoría en contra del resto de la población. En la jerga sociológica, esta visión es también conocida como funcionalista o estructuralista.
Es cierto que dentro de ese enfoque o escuela se hayan instalados nuestros clásicos, aquellos que le dieron estatuto formal y oficial a la sociología, nuestra disciplina científica; es decir, allí ubicamos a Weber, Marx, Durkheim, entre otros. Pero también es cierto que esa sociología se estancó al pecar de grandilocuente y hablar de hombres muertos; de actores que pertenecen a escenarios antiguos o que están dejando de tener presencia, como los partidos, las clases sociales, los sindicatos, las revoluciones, etc. La sociología sistémica prácticamente dejó de lado a los hombres vivos: los nuevos actores sociales, los movimientos regionales, los migrantes, los innovadores, los académicos, los nuevos ricos y los nuevos pobres; Grupo 5, La teta asustada, Iron Maiden; los enamorados, los resentidos y un largo etc.; es decir, el mundo de lo cotidiano, el latido de la vida diaria.
Allí es donde aparece la otra perspectiva de análisis de lo social que es conocida, en nuestra jerga, como la sociología fenomenológica, interaccionista o etnometodológica, aquella perspectiva nacida justamente por el interés de la vida cotidiana, por esa convicción que los las personas y grupos pueden construir sus propias biografías sin seguir los dictados del sistema. Allí ubicamos otra veta interesantísima para el trabajo sociológico como Mead, Schutz, Berger, Luckmann, Goffman y otro largo etcétera.
Y es allí, justamente donde se ubica esta última obra de Julio Fuentes. Es decir, de sus anteriores obras ampulosas que buscaban transformar el mundo, Julio ha descendido, en el buen sentido de la palabra, a un trabajo más introspectivo, vivencial, casi íntimo, tomando como sujeto a un distrito tradicional y clásico en la historia de nuestra ciudad, pero que él la ve en su fase otoñal, agónico, mortecino. Nos referimos a Yura.
Ahora, debo confesar que a Julio no lo veo tan convencido de usar el enfoque etnometodológico para analizar la vida íntima de Yura, pues se sostiene, en dos pilares para mi contradictorios, pues por un lado se apoya en un viejo trabajo sobre la situación de la vida obrera inglesa del sistémico Federico Engels y, por el otro en las reflexiones de Juan Pablo II sobre la importancia de analizar la vida y el espíritu popular de las sociedades. Creo que yo hubiese preferido como marco doctrinal, como lo titula el autor, a Mijail Bajtin, aquel crítico literario ruso que, a pesar de la intolerancia estalinista que lo obligó a vivir en las pérdidas comarcas de las estepas soviéticas, escribió un deslumbrante libro sobre Rabelais. Yo lo hubiese preferido porque en ese libro, La cultura popular en la edad media y el renacimiento, convertido hoy en todo un clásico de las ciencias sociales, Bajtin nos cuenta como los carnavales de la edad media son usados como los espacios favoritos de los sectores populares para dar una respuesta desvergonzada, irreverente, ferozmente sarcástica, a los patrones establecidos de la moral y la belleza; patrones culturalmente construidos desde arriba y que no hacen más que separar y jerarquizar a las razas, a las clases y a los individuos.
Según Bajtin, la cultura popular, al expresarse, no mira sobre el hombro; al contrario, todo lo iguala y lo confunde, fulminando así, aunque sea temporalmente, los prejuicios y las distancias. Pero no hay que remontarnos hasta Bajtin para entender esto, pues nosotros también tenemos a nuestro gran Vallejo quien ya había señalado que todo arte genial viene del pueblo y va hacia él. Bueno, no voy a seguir comentando el canon teórico o doctrinal que ha usado el autor para esta obra, pues, en todo caso, como bien lo sabemos los que escribimos, investigamos y a veces publicamos, esa es una cuestión, muchas veces, de gustos y preferencias.
Hablando de gustos y preferencias y ya centrándonos en el cuerpo del libro, lo que más me ha gustado es justamente el capítulo que le da título a la obra: Romance para un reino que fenece. Allí, en veinte páginas, creo yo, está el sumun del libro, pues Julio, cual diván psicoanalítico, se desnuda emocionalmente para confesarnos lo que Yura significa para él. ¿Y qué significa? Su confesión nos dice que Yura es el centro del amor iluminado con la luz de los recuerdos. Y vaya que amores y recuerdos en esas veinte páginas hay muchos, pues con las disculpas del caso, estribillo propio en el hablar del autor, Julio pide un minuto para contarnos desde los camiones Rosario, El Rubí, El Santa Elena, etc. hasta del hediondo Hernán Salas Fuentes y del adobo de la María Cabez’ y cuche, pasando por La Estación, los Baños, La Calera que era protegido por los perros Gago y Chaullón; , las jabonerías del Padre Olaguivel, el hospicio Edibuttel, la Pensión Ojeda, a Irmita La sacristana que junto a las beatas rezaban a la Inmaculada:
Salve, salve cantaba un yureño
y en el cielo una voz repetía
¡Yura¡ ¡Sólo tú¡, ¡sólo tú¡
En medio de esos recuerdos y amores, Julio también se proyecta a la actualidad, y nos describe, casi poéticamente, como es que Yura ha ido perdiendo su hermosura para caer en lo que ahora se llama Ciudad de Dios y que viene estrangulando sus llocllas, sus cerros y laderas. Es más, con esa suplantación están sucumbiendo los Benaventes los Butrónes, Cáceres, Calderónes, Riveras, Salas, Sánches y Torrelis para ser sustituidos por los Cutipas, Huayhuacuris, los Llactahuamanis, los Sactasucas, y Huacacunis.
Me parece que por allí va la percepción de agonía que el autor trasmite con el título del libro. Es decir, Yura está en estado catatónico porque sus nuevos actores no tienen raíces, no saben del pleito del Alejandro H con el Chivo Valencia, no aliviaron sus males con el curandero Rubén o la Tía Rosa Pataycuche que sanaron al Tuerto Isaías o a Juanito pescuezo´dealao. Sus nuevos actores ni siquiera saben recitar Solo un jaloncito de orejas te lo da mi amor y la gloria del señor.
Ese diagnóstico cargado de añoranza, está también ilustrado con una serie de fotos donde el autor nos presenta, justamente, a esa Yura gloriosa y hermosa, no la actual. Respaldan esas ilustraciones el glosario, toponimias y apodos de los yureños o lo que queda de ellos, con una breve biografía de los grandes personajes que parió esa tierra o que, como el autor, se enamoraron de ella.
Pero no todo es añoranza o nostalgia, pues en sus reflexiones finales, el autor hace un llamado a las autoridades y sus nuevos actores para que ese lánguido distrito reaccione urgentemente a través de un plan de ordenamiento y desarrollo integral, aprovechando sus aún existentes recursos y, principalmente, por la oportunidad que se crea a partir la construcción de la carretera interoceánica.
Ojalá la invocación que hace Julio sea escuchada. Caso contrario aquel ferviente rezo de las beatas yureñas que decía:
Padre nuestro que viajas por esta fortuna del amor y del silencio
Hágase tu voluntad en el cielo como en la tierra
dándonos hoy el mote nuestro de cada día
¡Pero no jodas a Yura¡
Porque si un día a Jesús, has consolado,
Ël, en el cielo, seguro que nos pondrá a tu lado.
Per secula seculorum Señor.
Aquel rezo, decía, habrá caído en saco roto; es decir, de no recibir atención inmediata, Yura, quedará jodida.
Gracias