De aquí a 25 años
Este mundo será una realidad en 25 años, y es posible visitarlo hoy. Tomando la línea roja del subte de Boston, se pueden hacer las veinte o treinta cuadras que hay entre las estaciones Kendall y Harvard Square, y encontrarse con la mayor concentración de premios Nobel del mundo: algunos de los biólogos, filósofos, ingenieros, politólogos, antropólogos y médicos más renombrados del planeta. Allí, entre las universidades del MIT (Massachusetts Institute of Technology) y Harvard, se está pensando y trabajando en todos esos proyectos que nos van a modificar la vida dentro de un cuarto de siglo. Ahí se encuentra la frontera del futuro, y se puede vislumbrar con mayor claridad cómo cambiarán para siempre nuestras vidas en apenas unos años.
Cruzando la calle desde la librería del MIT, donde se exhibe la selección más fascinante de ensayos que se pueda encontrar, se puede entrar al edificio del Centro de Ingeniería Química. Su director es el profesor Robert Langer, más conocido por aquí como “el aún no premio Nobel”. No importa, tiene todos los otros premios. Cerca de 70, incluido el último el Príncipe de Asturias en Ciencia y Técnica. Publicó 37 libros y tiene 400 patentes de invenciones y otras 200 en estado de aprobación. A los 43 años, Langer fue el científico más joven en ingresar a las tres grandes academias científicas de Estados Unidos. Hoy, a los 60, se presenta con una energía fenomenal y su celular Blackberry en la mano, que revisa constantemente en busca de nuevos mensajes.
“Estamos trabajando en tres direcciones. La primera es la de crear nuevos tejidos y órganos. Nuestro objetivo es algún día poder fabricar nuevos páncreas, hígados o médulas para personas que están paralizadas. Y la forma en que tratamos de hacerlo es combinando células y plástico. La idea es que si podemos crear los plásticos correctos podamos combinarlos con células -que podrían ser células madre o las propias células del paciente-, y proveer las señales o los signos para decirles a esas células cómo fabricar tejido. Y ese nuevo tejido podría ser literalmente de cualquier cosa. Ya hemos hecho experimentos exitosos en animales, y algunos se probaron en humanos. Otra área es la que llamamos sistemas de liberación de fármacos. El primer paso es la creación de pequeños microchips que ponemos en el cuerpo para que “sientan” qué está pasando y liberen drogas en respuesta a esas señales. La siguiente idea en la que estamos trabajando es intentar liberar ADN para ver si podemos activar o desactivar genes que podrían ser útiles para evitar o combatir enfermedades. O si hay maneras de analizar la “cadena de silencio” en la que estos genes actúan.
-Esto quiere decir que está cerca del hombre biónico.
-No se si del hombre biónico, pero ciertamente un hombre más sano. Si una persona padece enfermedades que lo debilitan, podamos ayudarla.
-¿Podrá reemplazar el órgano afectado como la pieza de un lavarropas?
-Somos más complejos que un lavarropas, pero es cierto que en unos 20 o 25 años podremos reemplazar órganos sin mayores problemas.
En el laboratorio de Langer trabajan 125 investigadores. Y tienen más de 4.000 aspirantes para ocupar las 10 plazas que se renuevan anualmente. Trabajar con él trae un prestigio instantáneo. Cuando el maestro deja por unos segundos el Blackberry y avanza entre pipetas, congeladores y microscopios, nos encontramos con jóvenes científicos alemanes, italianos, brasileños y muchos, muchos asiáticos. Langer comenzó su carrera de la misma manera que sus pupilos, pero le aportó un plus de cierta audacia. En 1974 se graduó como ingeniero químico aquí mismo, en el MIT. Tenía más de 20 ofertas de trabajo en la industria petrolera, pero hizo algo muy extraño para esa época: se fue a completar un doctorado con el profesor Judah Folkman del Hospital de Niños de Boston, que era uno de los pioneros en estudios del cáncer. Terminó convirtiéndose en el referente de la ingeniería biomédica. Comenzó a trabajar con polímeros y desarrolló varias técnicas para dirigir las drogas que se usan en quimioterapia directamente hasta la zona afectada por el cáncer. Folkman, su mentor, lo caracterizó como “un mago a la carta, siempre sabe que conejo sacar de la galera”.
-Soy optimista en cuanto al futuro. Si analizamos los descubrimientos científicos en los últimos 30 o 40 años, han sido fantásticos. Hace cien años no había aparatos de TV, no había aviones, no había autos. Ciertamente no había naves espaciales. Ahora, usted ve la tecnología informática al alcance de todos; la gente vive dos veces más en promedio que hace años, al menos en esta parte del mundo. Yo creo que a la Humanidad le ha ido increíblemente bien y relativamente en un lapso breve de su historia.
-¿La crisis financiera que estamos viviendo puede detener la investigación?
-No es la primera vez que el sistema financiero tiene problemas. Y estoy seguro de que no será la última. Pero la ciencia continúa su camino en forma independiente. Avanzó antes y seguirá avanzando. Puede ser más difícil si no se consigue financiación en algunos casos -siempre es un tema-, pero supongo que los políticos y economistas harán lo que tienen que hacer y los científicos haremos lo nuestro.
Robert Langer es especialmente optimista sobre la nueva etapa política que se abre en su país. Conoció al presidente electo Barack Obama hace tres años, cuando la Northwestern University les entregó a los dos el doctorado honoris causa. “Desde entonces hemos estado conectados casi permanentemente por correo electrónico”, cuenta. En su libro “La Audacia de la esperanza”, Obama le dedica varias páginas a Langer, y habla de las profundas charlas que mantienen “para enderezar el rumbo de la investigación científica y académica en Estados Unidos”.
-Déme un ejemplo de la aplicación de sus investigaciones en favor de los desposeídos.
-Los aerosoles. Junto a David Edward modificamos el uso de aerosoles que originalmente fueron diseñados para liberar distintos fármacos y ahora se utilizan para liberar vacunas, por ejemplo, contra la tuberculosis. Por ejemplo sé que la fundación de Bill Gates los está utilizando con gran éxito en África.
Gracias a la línea roja de subte, la estación Kendall es el puerto de conexión del MIT con Harvard. Son dos estaciones que se cubren en apenas 5 minutos. Allí trabaja el doctor Federico Capasso, un italiano que revolucionó la forma en que podemos conducir la luz creando un láser de cascada quántica, o un DVD de cuatro terabytes capaz de almacenar hasta 500 películas. A fines de los años setenta comenzó a trabajar en los laboratorios Bell, donde desarrolló diferentes conductores que hoy permiten ver la televisión por cable de alta definición o hacer llamadas telefónicas en las zonas más remotas del planeta. En los noventa se concentró en la nanotecnología, el control y manipulación de la materia a una escala menor que un micrómetro, es decir a nivel de átomos y moléculas.
Capasso tiene el aspecto del típico profesor chiflado y la impronta latina en sus venas. Termina de dar instrucciones a su asistente chino, manda unos mails, pone una foto de un micrón de un haz de luz en la pantalla de una de sus cuatro computadoras y pide que no se grabe nada hasta no definir exactamente los términos de nuestra charla.
-“Entre usted y yo, antes de empezar con esto. Hay un problema con el área general de la nanotecnología y la nanociencia. Tiene demasiada propaganda. Es muy emocionante, pero se le hace una propaganda desproporcionada cuando a la gente se le dice que esto va a tener un impacto en los próximos años. Olvídese de eso. La historia muestra que la tecnología tarda años en hacer impacto en el mundo real”.
-Pero todo lo que hizo en los últimos 25 años tiene ya alguna aplicación práctica.
-Si, están los rayos láser que se trabajan a nivel industrial y el de cascada cuántica que pronto podría usarse, por ejemplo, para detectar enfermedades a través del aliento. Pero no se deje engañar con eso de que podremos resolver todo en los próximos 25 años.
-Todo no, pero ¿qué podríamos resolver?
-Podríamos prevenir muchas enfermedades. La medicina todavía tiene problemas con los diagnósticos. El tipo de láser que desarrollamos puede diseñar la longitud de onda usando la nanotecnología para emitir el rango en que la mayoría de las moléculas absorben la luz, que es un rango invisible. La idea es que si se pueden crear esas longitudes, un paciente vaya al consultorio del médico, inspire, exhale, y de esa manera salgan algunos ácidos. Amonio, pequeños rastros. El láser, que rebotaría para adelante y para atrás durante la respiración, podría absorber determinadas longitudes de onda, y las huellas de esa absorción podrían permitirle al médico saber de una manera no intrusiva cuál es el diagnóstico del paciente. Esta técnica también podría resolver el problema de la distancia. El aparato podría estar en una aldea en Bostwana y el médico en Buenos Aires, viendo todo por su computadora y listo para ordenar el tratamiento adecuado. Todo esto ya está muy cerca de ser una realidad.
El aquí famoso Capasso Group, que desarrolla todos estos avances, está integrado por apenas 20 estudiantes de doctorado, tres o cuatro profesores y el maestro en la dirección. Sus oficinas se concentran en una callecita de cuentos dentro del campus de Harvard. Pero las comprobaciones prácticas las realizan en el edificio de al lado, donde están algunos de los laboratorios de física más avanzados del mundo. El resto del secreto está en la atmósfera que rodea a esta zona de Cambridge, ahí, frente a Boston, apenas cruzando el río Charles. Aquí es donde los independentistas lanzaron en el siglo XVIII un cargamento de té al agua en protesta por los impuestos de los británicos, en la acción que lanzó la revolución de la independencia. Aquel espíritu rebelde, junto al deseo de la superación permanente, hacen posible este desarrollo científico.
“Un rasgo clave del espíritu de Estados Unidos es que aquí la gente tiene más libertad para hacer. Esta es una sociedad más dinámica, y además tenemos montones de recursos para trabajar, reflexiona Capasso. “Pero cuidado:yo no podría hacer el trabajo que estoy desarrollando si Harvard no tuviera Stanton, el edificio de aquí al lado donde funciona el Centro de Sistemas de Nanoescala, CNS. Sin eso, olvídelo. Hace falta el recurso. Pero también es necesaria la atmósfera. Aquí podemos atraer a algunos de los mejores estudiantes del mundo. En Estados Unidos la ciencia todavía es impulsada por los jóvenes. En Europa es un poco distinto, aún sigue siendo jerárquica. El poderoso profesor superior que está arriba todavía tiene demasiada influencia. Aquí, si usted es un joven talentoso no tiene que remitirse a ningún profesor; es profesor adjunto, tiene seis años para probarse. Todo eso ayuda a los mejores. No hay que rendirle honores a un mayor; el sistema empuja más de abajo hacia arriba, alienta mucho más a la gente más creativa e innovadora.
Algo de lo que habla Capasso se puede observar en el laboratorio que se levanta frente al suyo. Un grupo de científicos muy jóvenes trabaja allí en microbiología. Son diez entre profesores y alumnos, pero no tienen jerarquías. Corren una carrera contra el equipo de Craig Venter, el descubridor del mapa del genoma humano. Están investigando la forma de llegar a un “genoma sintético”, por el que se podría transformar grasa o aceite de palma en combustible de bajo costo o reprogramar células para que produzcan las drogas que el cuerpo necesite.
Afuera del laboratorio, en los soleados jardines del campus, un pequeño revuelo de estudiantes y profesores que caminan de una punta a la otra entre estos magníficos edificios victorianos transmite desde lejos la sensación de que algo acaba de suceder. Y así es: hace apenas minutos se anunció el Premio Nobel de Química. Los ganadores son los estadounidenses Martin Chalfie y Roger Y. Tsien, y el japonés Osamu Shimomura, por el descubrimiento y desarrollo de la proteína verde fluorescente, que llamaron GFP. A través de esa proteína, los científicos lograron observar procesos que antes de su descubrimiento eran invisibles, como el desarrollo de las células nerviosas en el cerebro o la propagación de las células cancerígenas. Chalfie vive aquí cerca, en Cambridge, y se doctoró en Harvard. Muchos lo conocen y admiran por su trabajo.
“La semana pasada escuché a Chalfie en una charla que ofreció acá, y dijo que en 20 años vamos a conocer el cerebro como hoy conocemos el corazón. Y si se puede trasplantar el corazón es probable que en unos 25 o 30 años podamos trasplantar cerebros. ¡Yo quiero que me trasplanten el de Chalfie!”, dice riéndose Ziang Chang, un estudiante chino, antes de salir corriendo al laboratorio donde trabaja en el diseño de una mano artificial.