Al principio, la iglesia sólo tenía dos fiestas: la Pascua y el Pentecostés, ambas para conmemorar la muerte y resurrección de Cristo, respectivamente. No existiendo la fiesta de Natividad, se debió, entonces, fijar el nacimiento de Cristo, el cual, después de muchas argumentaciones simbólicas, fue establecida entre el 24 y 25 de diciembre. Esa fecha no era nueva, pues desde tiempos inmemoriales, numerosos pueblos celebraban, esa noche, el culto a varias divinidades que simbolizaban el nacimiento del sol, la renovación permanente de vida. En ese sentido, la Navidad es una promesa de vida, de lucha contra la muerte. La buena nueva significa que Dios se hace hombre para salvar a su pueblo.
Más allá de los mitos estrictamente espirituales de esta fiesta, debemos recoger los mensajes de humanidad y solidaridad que también tiene la doctrina cristiana. Esta nos cuenta que Dios, al hacerse hombre, eligió un hogar humilde, predicó entre y para los marginados, fueron trabajadores sus apóstoles y ofreció su vida para la salvación de todos los hombres.
Hoy, al ver las maneras injustas con que se celebra la Navidad, comprobamos que el mensaje espiritual de Cristo está prácticamente olvidado. De los europeos hemos aprendido, relativamente, que esta fiesta es de la familia que se reúne para gozar de manjares especiales o de regalos; y de los norteamericanos, que debemos adornar el nacimiento con un pino de plástico y luces multicolores.
Dejemos de convertir la Navidad en una fiesta oficial. Rescatemos de ella su carácter de espiritualidad, solidaridad y reflexión. No se tata de ser cristiano o no cristiano, creyente o no creyente para asumir esa actitud. Sólo se trata de que todos los hombres de buena voluntad, reafirmemos en esta fecha –renovación permanente de vida- los deseos de orientar nuestros esfuerzos hacia la conquista de un mundo justo.