Cuento ganador
El viejo estaba acostado, una venda cubría su cráneo hasta la altura de la nariz, le escocían las cavidades donde habían estado durante ochenta años sus ojos; tenía sed. A tientas, apoyándose en los bordes del velador adormecido por la noche, puso primero un pie en el piso de losetas heladas, luego el otro. Caminó cauteloso, extendiendo los dedos, las dos manos a la altura de sus rodillas mientras un zumbido cada vez más intenso le cerraba los oídos.
No tuvo que tocar la suavidad de la cama desocupada frente a él para saber que existía, y se alegró por ser capaz de sentir, aún así, inundado como estaba por las sombras. No supo explicarse cómo era que un rectángulo abierto en la pared y, más allá, las puertas verdes, se dibujaban con toda claridad en su mente.
Un aplomo inusitado se apoderó de su voluntad. A su derecha, supo, los ascensores, las gradas. A la izquierda, las enfermeras. Felizmente las sandalias de goma apagaban el sonido de sus pasos. Sabía que era el cuarto piso, ¿lo habría escuchado? No importaba. Sorteó fácilmente al ascensorista que, adormilado y cubierto por la frazada y el pasamontañas de lana negra, en esa caja de metal entreabierta que nadie requeriría hasta el día siguiente, dejó que una voz susurrante se perdiera escaleras abajo.
El escozor y unas intensas llamaradas en todo su cuerpo comenzaron a hacerse insoportables. A lo largo de los vendajes que dejó atrás, una mancha rojiza se repetía como si la hubiesen impreso como distintivo de fábrica. Estaba atontado por la fiebre.
Siguió con la mano la baranda tubular, descendió por una trabajosa espiral de peldaños anchos, contó ocho semicírculos antes que el frío le mordiera la espalda y, de pronto, lo viera todo con claridad: la letra g del aviso de emergencia que parpadeó rutinariamente sobre los autos estacionados, el guachimán, marrón como un muñeco de chocolate, los cipreses de forma animal, las estrellas tras nubes ya descargadas, las ondulantes líneas del aire en el que se debatían papeles y plásticos, los faros de los vehículos, veloces en la avenida. ¡Lo primero que haga, lo primero! Pensó, anhelando poseer siquiera una moneda cuando la vendedora de emolientes saludó enchalinada, respetuosa ante esos párpados hundidos. Con la mano alzada, sudoroso ya, detuvo un taxi: pago en mi casa. La sed y las avenidas avanzaron rápidamente.
La fotografía de un transeúnte nocturno, las bolsas de basura desparramadas por los perros, y el brillo de los colores, algo atenuados por la hora alta de la helada luna de mayo; cada cosa afincada en la noche, había recobrado para él toda su sorprendente singularidad. Aquella, por fin, era la esquina conocida, la de los diarios y el pan: A su derecha, la de tres pisos, ordenó. Esta es. El chofer, atónito, quiso ayudarlo, pero él se zafó con una mueca autosuficiente.
Oprimido con tenacidad, el alboroto metálico del timbre tuvo que dar varias vueltas sobre las camas de los dormidos para que por fin regresara a su centro en el silencio de la casa. ¡¿Qué haces aquí?! ¡Dios mío! Gritó la nieta al abrir. Pero, aunque les pareció a todos que realmente había recuperado la vista, entre el extravío de los papeles del seguro social, el error de las piernas al vestir una sola bota del pantalón por la prisa y los gritos ofuscados al teléfono, esa misma madrugada, el viejo se murió de sed y de una septicemia fulminante: aún no se sabe si ganarán el juicio que han entablado por negligencia contra medio mundo.