Delirio

Los que mandan no sólo se detienen ante lo que nosotros
llamamos absurdos, sino que se sirven de ellos para
entorpercer la consciencia y aniquilar la razón.

Cuando la candidata vio los resultados del conteo rápido se sintió aturdida, pero el shock fue interrumpido por su esposo, quien le empezó a hablar del voto extranjero y a recordarle las cifras en boca de urna. Ella se limitó a escucharlo, a él y a los demás. Luego recobró el liderazgo. Pidió silencio. Pidió hablar con la encuestadora a cargo del conteo rápido.

Un día antes a la candidata le explicaron que el resultado sería una moneda al aire. Habían revisado hasta el agotamiento las encuestas y sus estudios privados y la conclusión era la misma: tablas. Sí, las cifras la ubicaban a ella arriba, pero la distancia era ínfima. Y sí, su tendencia al alza era real, pero eso no daba garantía alguna por la intensidad del antivoto. Ahora, con los resultados del conteo rápido, es necesario entender. Cuando el gerente de la encuestadora se pone al habla ella va al grano: qué significa esto en posibilidades. La respuesta llega con rodeos y eufemismos, pero la conclusión es clara, el método del conteo rápido es muy certero, y en todas las experiencias previas este había casi coincidido con el resultado final. Aun cuando la diferencia es mínima, las posibilidades de éxito son muy bajas.

La candidata no termina de reconocer la situación. Va a la cama pensando en la diferencia mínima. Mínima. Ya tiene experiencia al respecto. Evoca la sorpresa, la frustración, el dolor de hace cinco años, y recuerda que todo lo que estaba fuera de su control conspiró para perjudicarla, que ella no perdió, que a ella la hicieron perder.

Antes de quedar dormida decide que esa vivencia no será en vano.

El día después de la elección es duro para la candidata. Temprano, ve cómo cada avance del conteo oficial reduce la brecha a su favor frente al oponente, y ve después cómo es desplazada al segundo lugar. La perspectiva es funesta, los votos pendientes por procesar son de zonas en las que el candidato ha arrasado.

Pero ella no está dispuesta a ceder. La diferencia es mínima, repite y repite. Debe haber alguna solución. El 2016 quiso un recuento que no pidió porque la ley no lo contemplaba y porque todo el apoyo estratégico —medios, gremio empresarial, otras tiendas políticas— se esfumó tan pronto supieron que otro era el ganador. Pero esta vez es diferente, lo percibe. El resultado tiene desesperado a medio país.

La candidata convoca una reunión previa a la conferencia de prensa que dará—es imperativo salir y decir algo—. En ese contexto se le informa que los mejores abogados se organizan para evaluar la viabilidad de impugnar votos que no convienen, que los medios se rehúsan a hablar de un candidato ganador, que analistas “independientes” deslizan duda sobre la fiabilidad de los resultados. Su candidato a vicepresidente, sin embargo, es pesimista. La distancia de votos es en realidad grande, indica. ¿Vamos a eliminar casi cien mil votos? No es viable, habría que impugnar un número alto de mesas en máximo tres días y eso sin contar que es obvio que no van a ganar todos los casos. Es necesario aceptar, dice. A la candidata le choca esa lectura. Le pide a su vicepresidente que se limite a dar soluciones. Desde ese día nadie volverá a repetir frente a ella términos como aceptar o reconocer.

La conferencia sale terrible. La candidata ve la grabación y reconoce su rostro de derrota. Enfurece al verse así, ella que es fuerte, que ha logrado tantas cosas, que ha sorteado tantos obstáculos. Un fiel cuadro —uno que demostró ser capaz de inmolarse en su nombre— le dice en confianza que hay que creer, morir antes de dudar. Ella no suele dar la razón a otros, pero le dice que está de acuerdo, y que ella dará el ejemplo.

Esa noche la candidata comienza el quiebre con la realidad. Porque para sostener que ella ganó es necesario ignorar hechos, pasar por alto datos. Se trata de inventar una realidad paralela. Inventarla y meter a todo un país en ella. Para eso el primer paso es creer, solo creyéndose la historia es que podrá venderla a otros. En ese momento la candidata empieza a descartar elementos objetivos y a reemplazarlos por juicios insólitos. La conclusión es bastante simple: le están robando la elección, hubo un plan fraudulento de los enemigos —¿el comunismo? ¿el terrorismo? ¿el expresidente a quien vacó?— que debe ser descubierto y denunciado.

En teoría no debería ser fácil asimilar una posición sobre los hechos tan distorsionada. La candidata sin embargo lo hace con cierta rapidez. Y la razón principal es el miedo. Es una huida hacia adelante. Ella sabe que o será presidenta o será presa. Creer que es la verdadera ganadora le permite evitar la idea de ella encarcelada. Perseguir la esperanza de victoria para escapar de la desesperación.

El día dos después de la elección es crucial. La candidata reúne a su círculo y les explica lo que harán para ganar. Son varios los frentes. El principal es el procesal. Es necesario impugnar todas las actas posibles, seguramente el contrincante hizo fraude en el interior del país, las actas demostrarán ello: datos que no coinciden, firmas falsas, etc. La diferencia de votos es minúscula —el vicepresidente se queda callado—, impugnar mil actas implica atacar alrededor de 300 mil votos. Se le informa que las firmas de abogados ya están trabajando a ritmo frenético. Ok, dice ella, siguiente punto, la presión social. Es necesario crear un eslogan para todo lo que viene. Su asesor de publicidad ya ha pensado en eso, propone dos: respeta mi voto y no al comunismo. La candidata aprueba, construirán la campaña sobre esas bases, y dice campaña porque, repite a su círculo, las elecciones no han terminado. Se prepara un programa de eventos, marchas, conferencias. Asimismo, la candidata toma contacto con ese asesor que fue la mano derecha de su padre, y le pide gestiones para acercarse al jurado electoral.

Después de esa fecha comienzan las malas noticias. Se presentan muy pocas impugnaciones dentro de plazo. Los abogados que teóricamente son la crema y nada caen por el ridículo de presentar las apelaciones fuera del horario de atención. Se abre un frente adicional consistente en lograr que se acepten esos pedidos. Por otro lado las gestiones para llegar a los magistrados son difíciles y luego se arruinan porque uno de los involucrados ventiló todo el plan, e incluso sacó a la luz al asesor de su padre. El golpe es terrible, la población empieza a incrementar su rechazo contra la candidata.

Y lo peor de todo es que no se puede probar el fraude. La candidata no entiende qué pasa, por qué no pueden encontrar la evidencia. El fraude existe, se dice a sí misma, existe por lo que es cuestión de rastrearlo. ¿Qué está fallando, entonces? Enfurece, la culpa es de los incompetentes abogados que tiene y de lo hábil que fue el enemigo. El fraude existe, se repite, el fraude existe.

La situación se torna crítica. El jurado electoral sortea los obstáculos dejados por uno de sus integrantes —el único al que la candidata pudo “convencer”— y tramita implacablemente las apelaciones: todas son desestimadas. En unos días terminarán con las impugnaciones y procederán a proclamar al ganador de las elecciones. La proclamación, así lo percibe la mayoría, es el hito final de este suplicio.

Pero todavía se puede, piensa ella. La proclamación de resultados no es el fin. Al contrario, puede ser el punto de quiebre que genere la victoria. Ese día la mitad del país debe salir a protestar, ese día los medios deben reportar el estallido social, ese día el congreso debe proponer una investigación de los resultados y un procedimiento contra los jueces del jurado electoral, ese día los empresarios, los políticos, los aliados del extranjero, las personas influyentes deben copar todas las planas y dejar en claro que se consolida un fraude contra la voluntad popular.

En ese delirio la candidata no nota el derrumbe de su narrativa. No ve que los medios han empezado a pasar la página, no ve que los empresarios ya no la llaman, no ve que cada vez es más costoso y difícil juntar gente para sus mítines, no ve que sus vicepresidentes han desaparecido, no ve que su esposo está evaluando cómo salir del país, no ve que hace días que sus aliados ya no hablan de la candidata como ganadora, sino de la necesidad de nuevas elecciones —en las que ella, después de todo esto, no tiene posibilidades—.

Ella sigue en su mundo.

Hay una última posibilidad, piensa. Algo a lo que la candidata le ha dado vueltas por varios días, una sobre la que vaciló hasta que casi revocan su libertad y la vuelven a mandar a prisión preventiva. Algo que ha trabajado solo con su padre. Una propuesta irresistible a la persona indicada, y aunque el destinatario aún no ha aceptado, ya ha sido tanteado y su silencio puede considerarse prometedor. Toma la decisión. Se hacen las coordinaciones, y después, desde un teléfono encriptado, la candidata se dispone a contactar a quien puede marcar su destino, el único que importa.

Para cuando el Jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas contesta, la candidata ya no tiene dudas, el fuego es necesario.

—General, según la Constitución, nadie debe obediencia a un gobierno usurpador.

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