5 de abril de 1992: El día que un gobierno elegido democráticamente desapareció por siete años la protección judicial de los derechos fundamentales

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Por: Luis Alberto Huerta Guerrero
Abogado. Profesor de Derecho Constitucional en la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

Como docente y abogado especializado en Derecho Constitucional resulta claro que no puedo estar a favor de ninguna medida que tenga por objetivo interrumpir o suprimir la vigencia de una Constitución, dado que ésta es imprescindible para el respeto y garantía de los derechos fundamentales. Por ello siempre me he manifestado abiertamente en contra de todo golpe de Estado, sea el de octubre de 1968 o el de abril de 1992, por solo mencionar los actos de autoritarismo puro más recientes de nuestra historia contemporánea.

Del golpe de Estado de 1968 es obvio que no recuerde nada pues no había nacido, pero gracias a la información disponible por diferentes vías he podido ilustrarme al respecto y confirmar que se trató de un acto nefasto para el desarrollo de la institucionalidad democrática en el país y la vigencia de los derechos fundamentales de la persona, con efectos negativos en el escenario político, social y económico.

Fuente de la imagen: ciberamerica.blogspot.com

En cambio, lo ocurrido el 5 de abril de 1992 lo recuerdo perfectamente pues cursaba el Quinto Ciclo de Derecho en la PUCP, época en la que ya estaba marcada mi inclinación hacia el estudio de las instituciones jurídicas consagradas en la Constitución, interés que compartía en el campus universitario con varios amigos, en particular en el Equipo de Derecho Constitucional del Taller de Derecho. En el presente post no deseo realizar un análisis político de lo ocurrido el 5 de abril, sino simplemente recordar lo que pasó con la justicia constitucional en el país, es decir, qué paso con aquellas instituciones –en particular el Tribunal Constitucional- que tenían la responsabilidad de proteger nuestros derechos fundamentales y garantizar la supremacía normativa de la Constitución.

Existe un consenso entre todos los especialistas en temas constitucionales en señalar que la Constitución de 1979 marcó un antes y un después en el Estado constitucional peruano. Resultado de un proceso de transición política y de la actividad de una Asamblea Constituyente, reflejó las aspiraciones políticas, económicas y sociales de la época. En materia de justicia constitucional, incorporó la institución del Tribunal Constitucional (denominado Tribunal de Garantías Constitucionales) así como introdujo la institución del proceso constitucional de amparo y elevó a rango constitucional el proceso constitucional de hábeas corpus, con lo cual se buscó fortalecer la tutela rápida y efectiva de los derechos esenciales del ser humano consagrados a nivel constitucional (vida, libertad física, derechos políticos, educación, trabajo, etc.).

El Tribunal de Garantías Constitucionales (conocido como TGC) inició sus funciones a finales de 1982 y existe un consenso en señalar que este órgano de control no estuvo a la altura de las expectativas, dado que no desarrolló jurisprudencia constitucional de interés, que sirviera para la defensa de la Constitución y los derechos en ella reconocidos. Sin embargo, esto no podía ser en absoluto considerado una excusa para suprimir al TGC del ordenamiento jurídico. En todo caso, correspondía efectuar las reformas necesarias para fortalecer sus competencias así como elegir magistrados más idóneos, algo natural en todo sistema democrático. Lamentablemente, nada de ello llegó a ocurrir por cuanto el 5 de abril de 1992, el entonces presidente Alberto Fujimori, a la vez de disolver el Congreso y anunciar una reforma a fondo del Poder Judicial (cosa que sabemos que no ocurrió), también decidió cerrar el Tribunal Constitucional.

El cierre del Tribunal duró desde el 5 de abril de 1992 hasta junio de 1996, es decir, durante cuatro años no existió en el Perú un órgano que pudiese pronunciarse sobre la compatibilidad de las leyes con la Constitución, ni sobre las demandas de los ciudadanos en busca de protección de sus derechos fundamentales. La ausencia de un órgano como el Tribunal Constitucional no dejaba dudas sobre el carácter poco democrático del gobierno de turno, que buscaba por todos los medios evitar el control constitucional. Que muchos abogados hayan colaborado con este gobierno, ofreciendo una supuesta asistencia técnica, a sabiendas de lo que ocurría con el supremo intérprete de la Constitución, ofrece una clara muestra del débil compromiso de muchos colegas con la vigencia de las instituciones jurídicas en el país, aspecto clave para hablar de un verdadero Estado de Derecho, tal como nos lo enseñaron –y ahora lo enseñamos- en las aulas universitarias.

Pero lo expuesto no significa que a partir de junio de 1996 todo volvió a funcionar con normalidad en materia de justicia constitucional. Había cosas peores por venir.

Como suele ocurrir con todo gobierno que pretende perpetuarse en el poder, a la reforma completa de una Constitución luego de haber dado un golpe de Estado siempre la sigue la apuesta por la reelección, complementada con una sistemática violación de las libertades civiles, en particular la libertad de expresión, y los derechos políticos. Y ello fue precisamente lo que ocurrió con la tristemente recordada “Ley de reelección presidencial” (Ley Nº 26657, denominada de “interpretación auténtica”, que interpretó el artículo 112º de la Constitución Política del Estado).

Como era de esperarse esta norma fue inmediatamente impugnada ante el Tribunal Constitucional, en donde el gobierno de turno había colocado a magistrados afines a la política de reelección. Muestra de ello fue la sentencia o resolución del Tribunal (nunca se supo bien qué fue) por medio de la cual éste se pronunció sobre la norma que permitía la reelección. En este fallo, cuatro de los siete magistrados del Tribunal decidieron abstenerse de votar por haber adelantado opinión sobre el tema en la cátedra universitaria. En otras palabras, no tuvieron el valor de pronunciarse sobre el tema por temor a las represalias de las que podían ser víctimas en una época en donde las garantías a favor de la independencia de los órganos jurisdiccionales habían desaparecido por completo. Pero a la vez, el hecho que cuatro magistrados no se pronunciaran sobre el tema, dejó en el limbo a los otros tres magistrados que sí deseaban hacerlo, pues conforme a la Ley Orgánica del Tribunal de aquel momento, para emitir un pronunciamiento declarando la inconstitucionalidad de una norma se necesitaba el voto conforme de al menos cinco de los siete magistrados. Si cuatro se habían pronunciado por abstenerse, ello impedía un pronunciamiento del Tribunal.

En este complicadísimo escenario, los tres magistrados del Tribunal que decidieron no abstenerse acordaron emitir un fallo, por medio del cual decidieron que la ley de reelección presidencial era inaplicable al presidente Fujimori. Se trataba de la única respuesta que estos tres valientes magistrados pudieron dar, que no debe ser analizada desde un punto de vista jurídico, sino con un enfoque de defensa de la Constitución, en un momento en el cual la ciudadanía en su conjunto estaba pendiente de la decisión del Tribunal Constitucional sobre un tema de enorme importancia. Por ello, siempre recordaremos con gratitud la valiente posición asumida a favor de la Constitución y la democracia por los magistrados Manuel Aguirre Roca, Delia Revoredo Marsano y Guillermo Rey Terry.

Como era de esperarse, la reacción del Ejecutivo ante este valiente fallo –y del Congreso dominado por una mayoría afín a aquél- no se hizo esperar. El resultado es por todos conocidos: la arbitraria destitución de Aguirre Roca, Revoredo Marsano y Rey Terry como magistrados del Tribunal, lo cual fue resultado de un absurdo proceso de acusación constitucional, bajo el argumento de que habían usurpado funciones propias del Tribunal Constitucional en su conjunto. Un clásico ejemplo de cómo se usaron medios legales para cometer arbitrariedades durante la década de los noventa del siglo pasado.

La destitución de los tres magistrados del Tribunal duró desde mayo de 1997 hasta diciembre del 2000, cuando volvieron a ejercer sus funciones luego de la renuncia del presidente Fujimori y la juramentación como Presidente de Valentían Paniagua. En dicho período, que duró tres años y medio, tampoco existió en el Perú un órgano que pudiese pronunciarse sobre la compatibilidad de las leyes con la Constitución. En el caso de las demandas de los ciudadanos en busca de protección de sus derechos fundamentales, el Tribunal se caracterizó por no emitir sentencias de relevancia constitucional.

En consecuencia, de los diez años y cinco meses que van desde julio de 1990 hasta diciembre del 2000, hubo siete años en que la justicia constitucional en el Perú, la más importante de todas en el marco de un Estado Constitucional y democrático, prácticamente desapareció.

Este recuento no es con fines políticos, sino con la mera intención académica de recordar a las nuevas generaciones las consecuencias de lo que ocurrió en el país un 5 de abril de 1992.

Apuntes adicionales (en realidad, recuerdos personales)

El anuncio al país de la disolución del Congreso y el cierre del Tribunal Constitucional fue emitido por los medios de comunicación en la noche del 5 de abril de 1992, cuando muchos ya estábamos descansando con miras al inicio de una nueva semana (fue mi hermano quien me despertó para comentarme la noticia). Al acercarme a la PUCP al día siguiente –lunes 6 de abril- la opinión entre mis compañeros de clases sobre lo ocurrido fue algo extraña. Muchos respaldaban el golpe como ciudadanos pero discrepaban del mismo como estudiantes de Derecho, algo que me fue difícil entender, pues lo que uno estudia definitivamente forma parte de su forma de ser y pensar. De otro lado, la mayoría de docentes que en ese ciclo me enseñaban (cursos de civil, mercantil y procesal principalmente), omitieron toda referencia al tema, como si el quiebre de la Constitución y el cierre del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional no tuvieran relevancia para el estudio de las demás disciplinas jurídicas.

Afortunadamente, hubo docentes y estudiantes que manifestaron su total discrepancia con lo ocurrido. Personalmente, recuerdo con agrado los pronunciamientos estudiantiles que aparecieron en diversas facultades. El que hicimos en el Taller de Derecho era tan largo que fácil debió haber demandado hasta cinco papelógrafos, en una época en donde daba gusto visitar los patios de las facultades, llenas de ideas y puntos de vista sobre diversos temas, reflejadas a través de los clásicos “pronunciamientos”.

En las calles el escenario era tenso. Hubo protestas contra el golpe de Estado pero no fueron masivas. Recuerdo que traté de ingresar a la juramentación de Máximo San Román como nuevo Presidente en el Colegio de Abogado de Lima, pero no pude porque un grupo de militares impedía el acceso. Eso sí, los que nos quedamos afuera no éramos un grupo grande.

Con el transcurso de los años, la ciudadanía en su gran mayoría se dio cuenta que el gobierno de Fujimori era autoritario y ello llevó a que se consolidara un movimiento a favor del respeto a la democracia. Uno de los momentos más importantes de este movimiento se dio en mayo de 1997, cuando se produjo la arbitraria destitución de los tres magistrados del Tribunal Constitucional a la que hemos hecho mención anteriormente. La indignación fue tal que se organizó una gran marcha de protesta por el centro de Lima, en la cual la participación de los jóvenes demostró el compromiso de esa generación con los valores democráticos, la Constitución y los derechos fundamentales. Sin duda, el escenario inverso a abril de 1992. Momentos importantes, gratos recuerdos de una época difícil.

Vídeos de interés:

Extractos de documental sobre el Golpe de Estado del 5 de abril de 1992.

Video 1 del programa “La Ventana indiscreta” sobre el Golpe de Estado del 5 de abril de 1992.

Video 2 del programa “La Ventana indiscreta” sobre el Golpe de Estado del 5 de abril de 1992.

Canciones de interés:

– Canción “Las Torres” del grupo “No sé quién y los no sé cuántos”, que reflejó el estado de ánimo de la población respecto a la política peruana en la primera mitad de los años noventa del siglo pasado.

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