Luck Banging or Loony Porn es una de esas historias que uno imagina en su cabeza, pero no sabe cómo llevarla al cine. La condena de una maestra de secundaria, expuesta por un video porno, no es cosa de todos los días, más aún si se filma como sátira. ¿Cómo lidiar con el posible exceso de la comedia, una visceral puesta en escena, lo incómodo de su temática? Radu Jude parece tener alguna idea. Filma con violencia, con un humor sardónico y casi siempre transgresor, con todos los recursos posibles para elevar su sátira a un nivel inolvidable, incómodo, pero urgente. Finalmente, a punto del escándalo, obtiene lo que desea: un producto art house, testarudamenteexperimental, filmado con cerebro y mayor corazón.
Bad Luck Banging… se divide en tres actos. El primero es poco más que una escena de pornografía amateur, filmada desde el celular: la profesora se exhibe desnuda, cámara en mano, y tiene sexo con su esposo. Este acto es el punto objetivo. Se confronta a la audiencia con el objeto sexual, el causante del conflicto. Aquí, sin tapujos, sin trucos de guion ni cámara, la audiencia decide qué hacer con él. ¿Está bien si rechazamos el acto de sexo salvaje, por ser contrario a nociones acomodadizas de la sexualidad? ¿Está bien replicar los tabúes? ¿Qué pasa si sentimos algún tipo de placer al ver las imágenes? ¿Qué cambiaría? Es inteligente abrir con esta escena. Luego de todo, la escena siempre será relevante: contrastar lo que pensamos nosotros con los discursos de los verdugos. Si hallamos alguna coincidencia, puede que la cosa nos sienta mal.
El segundo acto funciona a través del subtexto. En este acto apreciamos, con lujo de detalle, los nudos culturales de la sociedad que procederá a la condena. La profesora realiza sus actividades cotidianas, en plena era COVID, mascarillas obligatorias y distancia social, cuando se entera de lo sucedido: el video se ha hecho público. Lejos de volver a casa y pedir ayuda desesperadamente —como sucedería en la mayoría de las historias de Hollywood— ella sigue con lo suyo. Camina por la ciudad y nosotros vamos junto a ella. Las escenas en Bucarest tienen un curioso appeal narrativo. Jude se da el tiempo para entender a las personas en su hábitat natural, sus manías y contradicciones. Filma a los sujetos enfrentándose a una modernidad que impone y desdibuja nociones sobre la afectividad y el sexo. Estas, por supuesto, se presentan como libres, pero, en el fondo, queda claro que no lo son.
Estamos ante un conjunto de tomas largas, paneos sin mayor elaboración, que nos presentan una panorámica bastante genérica de Bucarest. Jude trata de ser sutil, pero no le sale. Cada cierto tiempo vuelve a fijar la cámara en algún espacio vacío, lejos de su personaje principal, como una “toma dislocada”, forzando a la audiencia a que entienda su subtexto, casi por obligación. Por supuesto, Jude no confía en nosotros. Acostumbrados al cine hollywoodense, cree Jude, no solemos tener buen ojo para las intuiciones, para lo subliminal. El discurso de alguna manera debe explicitarse, para que no lo perdamos de vista, para que no se pierda en el clímax que Jude nos ha preparado. Quizás Jude desconfía de sí mismo. Por eso nos impone el subtexto.
Este recurso de “tomas dislocadas” también permite el enigma. Una vez que entendemos el juego que quiere plantear Jude, esperamos pacientemente a la siguiente toma. De a pocos, podemos reunir las piezas del puzle. Vistosas gigantografías exhiben cuerpos perfectos por las calles. Conversaciones cotidianas —chit-chat, diríamos— revelan la ansiedad constante a la que se someten las mujeres durante el sexo. Los obreros silban a quienes pasan en su camino. La radiografía urbana, sin embargo, no se limita al tratamiento del cuerpo. Las tomas revelan una sociedad rumana fragmentada por las secuelas de la dictadura y el antiguo régimen; una sociedad que parece atrapada en un extraño limbo temporal: la ciudad le teme a la modernidad, se refugia en tradiciones y viejas burocracias, se resiste a creer en algo nuevo, mejor. Bucarest, filmada en estado liminal. Una ciudad compleja, decadente, pero todavía dinámica. Una sociedad representada en sus construcciones, las cuales, erosionadas por el tiempo, se agrietan, pero no se mueven. Parece que Jude mantiene la idea de que la ciudad por sí sola es la mejor narrativa posible, y que ningún texto lineal es mejor que el texto urbano, filmado en su estado más puro. Solo basta echar un vistazo.
De todas maneras, el discurso sexual se impone en el film. El cuerpo, por más que haya quien lo niegue, sigue siendo objeto de disputa. El cuerpo es procesado y recreado en espacios públicos por los medios masivos, la publicidad y el estado. Aquellos con el monopolio del cuerpo pueden hacer lo que les plazca. Los hombres presumen su virilidad en conversaciones cotidianas. Otros hombres se ven vigorizados al asediar a alguna mujer en la calle con un par de apreciaciones sobre sus piernas y busto. La sátira, entonces, viene por sí sola: la profesora deambula por las calles de Bucarest, preocupada porque su video bien podría arruinarle la vida, todo, porque, al parecer, ella no es dueña de su propio cuerpo. Y lo hace rodeada de banners y anuncios que amplifican senos, traseros y palabras sensuales que dominan las calles: la sexualidad no es inherentemente censurada; el placer femenino, sí.
Llegamos al tercer acto, que es, por supuesto, el del caos. Es un acto prefabricado, exagerado y locuaz. Como una extraña pesadilla absurdista, la profesora accede al patio de la escuela. El lugar parece cuidadosamente diseñado para mostrar la decadencia de algún imperio, con columnas y estatuas salidas. Allí reside una seguidilla de curiosos personajes, todos decididos al castigo.
Por supuesto, nada es más cómico que lo serio, sobre todo llevado a los límites de su seriedad. Aquí lo serio es contradictorio. Mujeres que, en vez de acercare a otras, deciden ser sus verdugos, todo por el bien de la moral y las buenas costumbres. Por supuesto, los argumentos de la profesora son bastante persuasivos. Y, ante cada uno, existe una respuesta incluso más inverosímil que la anterior. ¿De qué podría ser culpable la profesora, sino de haber compartido un video íntimo con su esposo? ¿Se es culpable de exhibirse o de que los estudiantes, quienes deben tener fácil acceso al porno en casa, lo descubrieran? ¿Daría igual el tipo de posición sexual o si ella disfrutara hacerlo?
El castigo, por supuesto, va por ver a una mujer accediendo al placer. Parece que tal lección -algo simplona, eso sí- se menciona alguna vez en el film, pero ello es innecesario (quizás sea la desconfianza otra vez). De todas formas, mientras más desesperada está la profesora, más extraña se siente la audiencia. Por un lado, sentimos rabia, suficiente como para dejar la ilusión de la ficción y gritarle a la pantalla. Por otro lado, no podemos dejar de reír.
Nada parece ser suficiente frente a la fuerza bruta del fascismo, que, con una inercia natural, se mantiene inmaculado aún con el paso del tiempo, en buena medida, gracias al temor que genera el feminismo y la comodidad que genera la norma. El film muestra el cóctel perfecto, la receta para el dogma: tabúes defendidos a rajatabla, lógica circular y vacía, exaltación de la ira y el odio, Cosas que, en este caso, parecen sinónimos al poder. Los personajes en Bad Luck Banging… parecen excesivamente caricaturescos. ¿En verdad lo son? Pensemos en la ola creciente de seguidores ultraderechistas que invaden las principales calles de Polonia y otros tantos rincones de la Europa oriental. Pensemos en personajes maquiavélicos como Víctor Orban, primer ministro húngaro, quien hace quedar a Trump como un vicario de la solidaridad. Pensemos en el neo-fascismo creciente en Europa occidental, la nostalgia por las dictaduras. Asusta.
¿Qué batalla les queda por ganar sino la lucha por el cuerpo de la mujer?Por supuesto, para estos sujetos, la dominación doméstica es la única forma de mantener el poder a la regla, de sentir el dominio en mundo que ya no los reconoce como de élite. La alegoría puede ser bastante chapucera, pero no por eso deja de ser entretenida y, de alguna manera, bastante real. Amas de casa se persignan al oír sobre sexo oral. Soldados anhelan el control de la sexualidad y la pulverización de toda disidencia. Intelectuales barbudos asumen sin problema un bienintencionado mansplaining.
Todos toman el poder cómo pueden. Desde la audiencia, no sabemos qué es mejor. ¿Deberíamos actuar de forma redentora, tolerar lo intolerable? ¿Deberíamos desear un castigo de enormes magnitudes para los villanos? ¿Es posible pedir un final feliz?
Así, Rau Jude sabe jugar con nuestras emociones, por lo que nos da algunos finales para escoger. Cada uno tiene su lado problemático y cada uno merece la pena. Ninguno parece estar completo. De eso nos encargamos nosotros.
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