Irrational Man es, digámoslo así, una película muy Woody Allen. Esta frase bien podría venir mal; total, no es común que uno use a un director como adjetivo calificativo. Aun así, si uno ve este film, uno de los más de 50 títulos de su realizador, la afirmación cobra sentido. Irrational Man sirve como un curioso ensamblaje de la mayoría de dispositivos que componen el cine alleniano. Aquí abundan los trucos de siempre. El protagonista que se odia a sí mismo. El triángulo amoroso sin ningún tipo de relación con lo que sucede en la realidad. Las constantes referencias a la filosofía continental, sobre todo a las corrientes existencialistas y pesimistas. El juego de pastiche, una película que se inspira de otra película de Allen, la cual, a su vez, se inspira de una novela clásica y un dilema moral clásico. Los diálogos ingeniosos y de humor neurótico, muy distintos a cómo las personas hablan en verdad. Irónicamente, lo único que falta en este film de Woody Allen es Woody Allen delante de la cámara.
Para nuestra suerte, Allen es capaz de darse cuenta que su presencia en sus películas suele ser un elemento distractor más que otra cosa, y elige astutamente abandonar sus elencos. Eso no quiere decir que Abe Lucas, el protagonista del film, no sea el arquetipo número uno de las películas de Allen. Todo lo contrario. Por suerte, con Joaquin Phoenix en rol titular, lo que podría ser una parodia de sí mismo se torna un personaje sugestivo y más o menos innovador. Phoenix hace de Lucas, un profesor de filosofía atormentado por sus distintos demonios, de tal manera en que su dilema nos parece genuino. En el film, Lucas se muda a una universidad de Nueva Inglaterra para asumir una cátedra y terminar su libro (“¡Como si eso necesitara el mundo, otro libro sobre Heidegger y el fascismo!” dice Abe en una escena del film), y Phoenix lo interpreta con la dosis apropiada de pesadumbre y hastío. El Abe Lucas de Phoenix es un triste borracho y un nihilista radical, pero también muy encantador, muy creíble en su angustia existencialista y memorable en sus apuntes filosóficos. Phoenix hace lo posible porque su personaje se sienta distinto al arquetipo Allen, y, para nuestra suerte, su tono agitadísimo, mirada contrariada y voz dulce logran su cometido.
Ayuda, claro está, lo bien que se lleva con Emma Stone, en un rol significativamente más creíble que el que interpretó en la anterior película de Allen, Magic in the Moonlight (2014). Stone hace de una joven estudiante que queda prendida de Lucas y que, por supuesto, decide dejar a su novio por él. Hasta aquí, clásica movida de Allen. Jill es demasiado ingenua y demasiado optimista con Abe: cada acción del filósofo parece un acto formidable de autodestrucción, un gesto poético y necesario en el mundo aburrido en el que viven. Podríamos acusar a Allen de escribir un personaje femenino poco creíble, acartonado, que se enamora instantáneamente del protagonista como una movida conveniente del guión. Pero pensemos a fondo. Allen parece ser consciente del arquetipo que presiona en la relación entre Abe y Jill. Quiere llevarla a la parodia, rozar la hipérbole, para que la audiencia (más inteligente que los personajes, al parecer) note el tremendo bolondrón en el que está metida.
La historia funciona a partir de la relación entre estos dos personajes muy allenianos, y la presencia de otro interés romántico de Abe, Rita Richards, igual de cliché que Jill, una profesora deseosa de huir de la vida marital. Hasta aquí, la historia vira bien entre un personaje y otro: tanto Jill como Abe tienen monólogos interiores a los que accede la audiencia, y cuya función es incidir en lo ridículo de sus elecciones y el riesgo enorme de llenarse la cabeza con palabrerías. Jill y Abe intentan racionalizar todo pensamiento sensible, darse más importancia de la que en realidad tienen. Escucharlos es un deleite: parecen tan convencidos de su propia palabrería.
En este punto, la historia da un giro interesante, que retoma cuestiones muy allenianas, comunes en filmes como Crimes and Misdemeanors (1989), Match Point (2005) o Cassandra ‘s Dream (2007). ¿Cómo se planifica el crimen perfecto? ¿Qué nos motiva a hacerlo? ¿Cómo entran a tallar la moralidad, el azar y la libertad en estos actos? ¿Por qué muchos culpables quedan impunes y muchos inocentes sufren sin razón? Uno podría pensar que, luego de estas adaptaciones, un nuevo asesinato premeditado (un nuevo Crimen y Castigo) tiene el riesgo de repetirse a sí mismo. Todo lo contrario. A diferencia de las otras películas, Irrational Man es la única que se acomoda como una comedia completa. Jamás intenta, ni por un segundo, ser tomada en serio. Allí el encanto. Una historia como esta jamás funcionaría como drama. Un personaje como Abe Lucas es demasiado serio para conseguirlo.
El crimen en cuestión es el asesinato del juez Thomas Spangler, un tipo corrupto y de alta sociedad, acusado por una madre de querer llevarse a sus hijos solo por ser amigos con el abogado de su exmarido. Abe, en un momento epifánico, decide llevar a cabo el crimen por su cuenta. Nada lo emociona tanto como planear el crimen perfecto. Pensemos en su historia como el clásico despertar del personaje en crisis de la mediana edad, una suerte de Larry Crowne neurótico, que, en lugar de comer, rezar y amar, redescubre la vida a partir de filosofar, follar y matar. El principal chiste del film es lo increíblemente renovado y motivado que está Abe tan solo por haber decidido cometer este crimen. Su algarabía es muy contagiosa. De pronto la filosofía, que le había cerrado tanto la vista y le había forzado a un intenso pesimismo, le ofrece todo lo contrario: una apertura completa a las sensaciones del mundo de afueras, al romance, al misterio, a poder sentirse por fin uno mismo.
Woody Allen está obsesionado con la cuestión de la libertad, y generalmente para mal. La mayoría de sus filmes lo confirman como un desesperanzado determinista, quien, sin embargo, cree en el libre albedrío como antídoto ante la incertidumbre. Casi siempre sus personajes son movidos por la intensa presencia del destino y el azar, aun cuando creen actuar con total libertad y se sienten atormentados o liberados por su autonomía. Abe Lucas no es la excepción a la regla. Su forma de ver el crimen tiene más de un utilitarista radical que de un existencialista sartreano: está convencido de que la muerte del juez traerá un poco más de felicidad a este mundo, mucho más, al menos, que cualquier tipo de intento de reforma al sistema de justicia.
Aquí la crítica de Allen, afilada como siempre, tiene sentido. Abe Lucas es un filósofo post 9/11 y guerra de Irak, testigo del auge, caída y resurrección del neoliberalismo, un activista y renegado convertido en un retrógrada misántropo. No sorprende que, estando en su lugar, otros tantos intelectuales encuentren consuelo en la complacencia del derrotismo, o, en su defecto, huyan de la crisis a partir de exaltados actos de libertad extrema como el caso de Abe. La parábola final, otra costumbre de Allen, es que, tanto para Abe como para otros, la filosofía es la causa y solución a todos sus problemas, y, por más que no quiera, está condenado a hacerse las mismas preguntas siempre, y a creer muy ingenuamente que existen las respuestas.
Mientras más escribo sobre Irrational Man, más me doy cuenta de que un film bastante normalucho y perfil bajo tenía las credenciales para volverse una película memorable. O quizás me equivoque: total, ya existen obras maestras de Allen que siguen esta misma fórmula (Match Point es un buen ejemplo) y, a fin de cuentas, que Allen sacrifique profundidad por entretenimiento le termina saliendo muy bien. Lo que más destaco de Irrational Mal (y lo que me hace recomendarla aquí) es lo cómoda que es para la audiencia: es una película ágil, directa, al punto, bastante fresca; el montaje es bastante más animado que otros filmes de Allen, el jazz solemne es reemplazado por un swing bastante melódico y movido, y los actores parecen estar pasándola muy bien. Es, a su manera, una película de masas, una pop corn movie, y está muy bien que sea así. Si tan solo otras películas palomiteras estuviesen dispuestas a incidir en valiosos dilemas morales o citar a Kierkegaard de vez en cuando.
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