El rostro desencajado de Cate Blanchett es lo primero que enfoca Woody Allen en su Blue Jasmine, el pastiche de la gran tragedia americana, con ecos a lo Tennessee Williams y Arthur Miller, que realiza el cineasta neoyorquino: una historia que confronta la inevitabilidad de la pérdida y el sinsentido de la ilusión, una historia concebida desde la eterna melancolía, la neurosis, la permanente insatisfacción y el anhelo. Es una historia muy a lo Woody Allen. Sus personajes siempre saben lo que quieren, pero pocas veces lo obtienen, y, cuando lo obtienen, todo se vuelve irrelevante, sin que puedan saber por qué. Algo común en Woody Allen (para bien o para mal, según quien lo mire) es que permite que los personajes sean perfectamente conscientes del dilema permanente al que se ven sometidos, y que, por tanto, se resignen a parlotear incesantemente de los desvaríos de su cabeza, los desperfectos de su psique, la impotencia de sus emociones. Sus personajes asumen la incertidumbre como modus vivendi y pocas veces encuentran esperanza. El destino es cruel, pero no tanto como ellos mismos.
Es esa misma desazón que sugiere Blanchett en las primeras escenas de Blue Jasmine, un aura de derrota que se quedará hasta el cierre. Como siempre, Allen invade su pantalla con música jazz, jazz del viejo, que irrumpe en las tomas de un avión en movimiento, con Jasmine como principal pasajero. Hay algo de disonante en el contraste entre la música jazz, muy de los años 30, y las escenas en el aeropuerto de San Francisco. De alguna manera, parece que la protagonista y su historia estuvieran atascados en otro tiempo, que no pudieran hacerle paso a su tragedia, que su debacle tuviera algo de atempóral. Sea como sea, Jasmine deambula, como una suerte de fantasma, por las inmediaciones de San Francisco, en busca de su hermana, Ginger, mujer de clase trabajadora, inocente y simplona, quien, irónicamente, se ha vuelto todo lo que le queda en este mundo.
La tragedia del film es lo que Ervin Goffman alguna vez llamó la caída de cara. Jasmine, socialité por excelencia, mujer de alto poder y buen gusto, se enfrenta a escalofriantes revelaciones sobre su marido. Allen narra la caída de Jasmine desde el flashback, lo que nos permite ir desentrañando su pesar de a pocos; permite que la veamos sin pretensión o supuestos, que le demos sentido a su impotencia conforme la historia avanza hacia adelante y hacia atrás. El New York de glamour y luces coloridas da paso al San Francisco de la clase trabajadora, rudo e impersonal, un espacio que desmitifica a la figura de Jasmine. Parece que la protagonista construyó esa imagen como un salvoconducto, que, por lo que intuimos, ha pasado toda su vida huyendo, y ahora ya no sabe de qué huir, ni cómo.
La Jasmine de Cate Blanchett parece sumida en un permanente estado de trance. Blanchett parece levitar en la pantalla, inconsciente del impacto de sus gestos, su mirada, su pose. Es una imagen imponente, imposible de ignorar, aunque ella no se de cuenta. Tiene el tipo de encanto de alguien que adoraba ser el centro de atención, pero que ahora ve su fama decaer sin posibilidad de remedio, que se oculta ante el peso de la trascendencia y la consagración. Es un medio camino entre la Baby Jane de Bette Davies y la Norma Desmond de Gloria Swanson, una figura del Hollywood antiguo, muy de los años 50, una diva que ve su mundo erosionado, que se aferra a la febril imaginación, que escucha la misma canción una y otra vez, aunque ya no queda ningún sonido alrededor. Desde el cast, a Blanchett le queda muy bien el papel, y parece imposible concebir a alguien en su lugar. Su semblante siempre ha tenido ese tono melancólico, esa silueta solemne, propia de una figura distante, con cierto encanto decaído y sin mucho alivio.
La película no puede concebirse sin el sacrificio latente de Blanchett en el papel. Allen la sigue en cada escena, confronta el pasado idílico con la incerteza del presente, deja que sueñe y que emita una confesión a la nada, que se suma en la crisis nerviosa como un acto de defensa ante un mundo que ya no comprende. Pocas veces he visto la tragedia de forma tan cruda en una sola interpretación, que no necesita casi ningún otro elemento para alcanzar el grado más intenso de daño y desesperanza. Claro que, junto a Blanchett, sigue el tono lastimero del jazz, la cámara intrusiva de Allen, la formidable interpretación de Sally Hawkins como Ginger, igual de desdichada que Jasmine, pero con alguna suerte de confort en la ignorancia. Todos estos elementos, sin embargo, se empequeñecen cuando Jasmine es enfocada en primer plano, y su pesar se hace permanente.
Allen confía tanto en lo que hace su actriz principal que deja que la historia gire en torno a ella, que demás aspectos de la historia pierdan prioridad conforme Jasmine empieza a perder el sentido de sí misma. Si lo pensamos bien, quedará claro que el cine alleniano está plagado de protagonistas al punto de perderse a sí mismas: la Hannah de Hannah and Her Sisters (1986), la Sally de Husbands and Wives (1992), o, desde una mirada más cómica, la Helen Sinclair de Bullets Over Broadway (1997). Cada una en la bisagra entre lo que sienten y lo que quieren sentir, en la constante contradicción de seguir sus sueños y aferrarse a ellos, de recurrir a la tragedia como forma de expiar su incertidumbre y darle sentido a lo que les pasa. Sin embargo, a diferencia de esas historias (saturadas por otras tantas historias) aquí Allen decide abandonar todo juego narrativo y sólo concentrarse en Jasmine.
El resultado es un muy curioso estudio de personaje, una película muy de novela literaria, que sigue los desvaríos de su protagonista sin ofrecer solución aparente. La luz natural de la fotografía, la calidez de San Francisco, engulle a la impaciente Jasmine, le ofrece una suerte de refugio temporal y utópico ante su dolor. Y ella se lo cree, y la audiencia lo cree también. Allen es particularmente manipulador. Blanchett puede fácilmente entregarse a un extremo de una moción y otra: ama y odia con pasión, se apega a sus esperanzas, sufre como pocos, y vuelve a sufrir cuando ya debería haberle ganado la resignación. Pero ella sigue aferrada, esperando alguna suerte de salvación, y eso es sin duda lo más trágico.
Pocos arquetipos son tan efectivos como el monólogo psicótico con jazz de fondo: es el Tranvía Llamado Deseo, La casa de Bernarda Alba, la ópera de María Callas o el melodrama de Almodóvar. Allen sabe que no está reinventando nada. Una vez más, se apropia de un clásico literario y le aporta su propio enfoque intelectualoide. La apuesta sería mucho más irregular, por supuesto, sin Blanchett, de quien he hablado con devoción de forma excesiva en este texto. Eso no quiere decir que no lo merezca. Jasmine, su Jasmine, es la misma canción perdida en el tiempo y atrapada en el vacío, pero que sigue allí, sigue sonando, y no parece haber mucho más que la historia (o la audiencia) puedan hacer.
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