El cine chileno contemporáneo se muestra cada vez más astuto, más propio; con una generación de creadores dispuestos a innovar con la imagen, hacerse con narrativas muy propias, constantemente cuestionando la historia, indagando en la memoria colectiva y sus implicaciones. Es un cine de filmes pequeños, contenidos, algo rígidos en su ejecución, con historias mínimas, pero valientes. Los realizadores hacen lo que pueden para conseguir un cine de valor: algunos, como Théo Court y Manuela Martelli, dejan de filmar la ciudad y se fijan en páramos lejanos, nuevos climas y tiempos, distintas vibraciones. Utilizan las historias de época, y la delicadeza de la imagen, para hacer un cine muy político e inquisitivo, de pocas palabras, pero con las imágenes precisas. Filman más de un Chile, y hacen lo posible por ser fieles a los paisajes que retratan, aún con un sello propio
1976 se filmó principalmente en una residencia de verano. Es la historia de una mujer de clase alta que decide sacrificar su tranquilidad para refugiar a un exiliado político en el albor de la dictadura de Pinochet. Martelli filma su historia con la cámara pegada a Aline Kuppenheim, cada vez más incierta de sus acciones, pero nunca arrepentida de ellas. La residencia de verano funciona alegóricamente como punto paradójico, una forma de entrecruzar la distancia asumida por la burguesía cercana al régimen y, a su vez, reafirmar la intensidad de la vioencia y la represión, presente incluso en los rincones más inhóspitos de Chile. Quizás sin ser su objetivo principal, Martelli resaltará la irónica proximidad de la tragedia en la dictadura, la facilidad (o no) de ver para un lado. Como con La historia oficial en Argentina o Mariposa Negra en Perú, la tragedia es desenredada por una mujer de posición cómoda y poca vocación moral, llevada más bien, casi sin pensarlo, por una suerte de sentido de inercia en vez de una genuina convicción.
La cámara de Martelli se entromete en la cotidianidad de su protagonista: se mete en la habitación y en la cocina, en las noches junto al televisor, en las confesiones de la protagonista, sus crecientes tensiones, el rechazo a su rutina, Es una cámara vintage, que filma cómo se filmaba antes, que no satura tantos los colores, que captura objetos cualquiera en el primer plano, que media la creciente tensión de la protagonista conforme avanza la historia. Martelli prefiere la tensión de lo cotidiano, atiende el horror de la protagonista al desenredar su complicidad, la sigue como una presencia flotante, incierta.
El objetivo del film no es muy claro. La cámara de Martelli, digamos voyerista, se queda siempre quieta, deja que los personajes negocien entre sí mediante miradas y silencios. Kuppenheim es particularmente convincente porque no sabemos en qué momento deja de fingir y en qué momento vuelve a hacerlo. Parece ser mucho más honesta con el joven a quien refugia (en una suerte de relación que parece rozar lo erotico) y, a su manera, reclama una suerte de agencia reprimida a partir de poder meterse en problemas por ella misma. La ambigüedad en sus motivaciones y la parca puesta en escena contribuyen efectivamente a darle sentido al misterio, pero, sobre todo, a darle corazón.
Blanco en blanco sigue a un fotógrafo que es llevado a la inhóspita Patagonia chilena para fotografiar a una novia antes de su boda, solo lata revelar distintos horrores escondidos en entre los miembros de la comunidad. Théo Court piensa en la pantalla como un amplio lienzo, de posibilidades infinitas, capaz de retener una serie de efectos sensoriales y comprimirlos a partir de una serie de imágenes alegóricas, extraídas de algún rincón profundo del inconsciente. Su cine se define por la contemplación y la quietud, pequeños ritmos y pausas amplias; planos rígidos y composiciones trabajadas con esmero, aunque carentes de mucho detalle, tomas con los sujetos inamovibles, como si fueran una imitación de personas de verdad. Court filma en claroscuros, juega mucho con la iluminación y los decorados, se fija mucho en las filtraciones de luz y sus texturas. Filma en blanco, distintas capas de blanco, erigiendo toda una historia a partir de un solo color; se apropia de los grises, el color de la nieve y de la lluvia; disfumina las distancias entre los colores y los tonos, decolora y vuelve a colorar, siempre con un as bajo la manga,
Las imágenes de Court parecen sacadas de una cámara antigua, tomadas con maestría y cuidado, con una mano firme, quizás cansada, pero capaz de fijarse y capturar, con el pulso calmado junto a la lente, las emociones que subyacen a la superficie. Sus imágenes levitan, se pierden entre los copos de nieve y las hojas secas. Casi siempre hay algo que interfiere con los fotogramas: la flama de una vela o una lámpara, una ráfaga de viento, una pieza de tela. Casi siempre las imágenes de Court son de una textura creciente, que puede notarse gravitando en la imagen. En la poética de la soledad y la desesperación que filma Court, hay cabida para esa extraña, conflictiva paleta de colores, a veces dispar, aunque siempre solemne. Los personajes de Court no tienen mucha vitalidad ni corazón; de eso se encargan las imágenes, que llevan el drama por sí solas.
Blanco en blanco convence en su pequeña tragedia porque, junto a su fantasmagórica puesta en escena, Court incide en la imperceptible crisis que persigue a sus protagonistas, llevada casi como una afección física, un malestar permanente. Es cuestión de indagar en los silencios y las restricciones. Hay, por ejemplo, una relación particularmente fascinante entre el fotógrafo y la modelo, una suerte de complicidad implícita, nunca dicha, pero siempre presente. Alfredo Castro encarna a Pedro con una inusitada delicadeza: es cómo habla, cómo apunta la cámara, cómo se fija en ella y en los otros, cómo indaga con la mirada, cómo se preocupa por detalles insignificantes. Todo en él se constituye a medias.
Además de inquietante, la puesta en escena de Court es bastante melancólica y distante, así como el invierno, emociones que son compartidas por Pedro en su pose y sus silencios. Mismo silencio que lleva Carmen, protagonista de 1976, mientras su vida se cae a pedazos. Ni Pedro ni Carmen tienen que decir mucho: sus creadores se encargan de eso.
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