Casi siempre hace sol en el París que filma Mía Hansen-Love. No hay que confundirse tampoco: este no es un sol abrasador ni parte de un verano perpetuo, sino más bien un clima cálido y afable, primaveral y contemplativo, el tipo de París que cada vez se hace más común en el cine francés contemporáneo, sobre todo, en ese cine, más sexy y espontáneo, que firman cineastas mujeres. Si el París de la Nouvelle Vague se filtraba en el abstraído blanco y negro, ese de la juventud eterna, este París -maduro, cuidadoso, posmoderno- se filma con mucha luz, con atención al día a día de sus protagonistas, con más énfasis el drama humano y menor atención a los trucos rimbombantes de estilo. No hay que confundirnos: los personajes siguen involucrados en la misma cháchara pretenciosa e intelectualoide que en las películas de Godard y compañía. Assayas, Hansen-Love, Denis (hasta invitados internacionales como Kore-eda y Sang-soo) tienen una preferencia por la clase media alta intelectual y sus distintas tribulaciones. La diferencia -que no es poca- radica en la enunciación de esos diálogos: a diferencia de los jóvenes de los 60, los personajes de hoy no intentan probarnos que saben de lo que hablan, y no parecen estar pretendiendo hacerlo. Se abren ante sus constantes dudas y contradicciones, y la audiencia los estima por eso, por parecerse a ellos.
Pero volvamos a L’avenir. La trama, curiosamente, podría encajar en películas muy distintas entre sí: la historia de una filósofa que pierde a su madre, a su marido y su sello editorial durante fechas contiguas da para un melodrama de los clásicos de antaño o una comedia absurdista, según el acento del cineasta en cuestión. Con Hansen-Love no sucede ninguna de las dos: tenemos, en cambio, una narrativa astuta y contenida, una historia inspiradora y sincera sobre la pérdida y la libertad. El conflicto inicial no se da sino hasta la mitad del film, pero no nos importa escuchar a estos personajes hablar de casi cualquier cosa importante. L’avenir funciona más como una delicada contemplación de la vida madura y la crisis de la mediana edad que como cualquier otra cosa. Con su estilo, Hansen-Love no nos educa, sino que sugiere, a partir de voces ajenas, que el futuro no es tan indeseable como parece. Es una lección sencilla, sin más pretensiones, encausada por la cámara compasiva de la realizadora y la brillante interpretación central de Isabelle Huppert.
Huppert es un asunto aparte (vamos, hasta el autocorrector de mi móvil me cambia el apellido a Híper mientras escribo estas líneas). Llega un punto donde el matiz entre la Huppert de Hansen-Love, la Haneke, la de Verhoeven o la de Chabrol se hace casi indistinguible, pero está allí, aunque no lo podamos definir, pero sigue visible, para nuestro particular deleite. Huppert habita cada rol que elige con su particular mezcla entre polos opuestos: sensibilidad y rigidez, perversión y cariño, intensidad y contención. Hansen-Love confía mucho en ella, así que la deja en la pantalla casi de forma permanente, y la deja ser ella. Filma a los otros personajes a partir de su mirada, sus sesgos y dudas reprimidas. Funciona muy bien, porque Huppert hace de todo, excepto actuar de más: siempre se guarda los gestos y la mirada; recita las palabras con poco apremio y menor tensión, lo que hace que su dilema sea creíble y fácil de tolerar.
Otro detalle importante en Huppert, o más bien, su personaje, Nathalie, es que constantemente esquiva las expectativas de la audiencia. A pesar de lo que aparenta, es una filósofa particularmente conservadora, que desaprueba las protestas estudiantiles, sugiere seguir leyendo a Rousseau y a otros clásicos, afirma que existen verdades incontestables y solo usa a Adorno como texto para publicar. Su relación con su madre es mucho más pasiva y sacrificada de lo que parece en un inicio; su relación con un pupilo no lleva a una innecesaria tensión sexual. A través de Nathalie, Hansen-Love y Huppert desafían el arquetipo de roles femeninos como este. Lo importante de la realizadora es que, a diferencia de otras propuestas, aquí ella elige oír a sus personajes de verdad, y deja el espacio adecuado para que podamos comprender lo que nos dicen.
Me convence el drama de Nathalie porque cada una de sus desgracias puede entenderse de forma interdependiente a la otra: sí, todas se relacionan con la imprevisibilidad de la tragedia (y la condena de hacerse viejo), pero, a la vez, todas podrían funcionar perfectamente por su cuenta, sin ninguna restricción real. Quizás el factor más atractivo reside en la forma en que las acepta Nathalie, cosa común en el cine de ficción. Lo de Nathalie no es la negación o la excesiva frialdad, sino todo lo contrario: a Nathalie le importa todo lo que ha perdido, pero justo por eso decide no aferrarse y seguir adelante. Hasta cierto punto, podríamos decir que quizás ella ya lo sabía: las pérdidas nunca son tan abruptas como parecen. Quizás en la aceptación del provenir, trágico o no, esta parece la única salida razonable ante la sinrazón del sufrimiento y sus implicaciones.
Pensar en eso me devuelve al párrafo de inicio, a la importancia de filmar sin tantas pretensiones y usar la cámara de forma convincente, quizás más conservadora, pero con suficiente justificación para hacerlo. Las escenas en L’avenir se filman en planos simples, con la cámara fija, siguiendo a los protagonistas, casi nunca revelando demás sobre los personajes. Los diálogos casi nunca parecen de película, aún adaptando el modelo de conversación de cafetín y cháchara intelectual. Reconozco un par de puntos débiles con el guión (un breve monólogo de Nathalie sobre la libertad que parece decir lo obvio; un poco de repetición en la trama para el tercer acto), pero, en general, la historia fluye sin complicaciones. Quizás ese sea el secreto detrás de L’avenir: abrazar compasivamente las tensiones de la vida moderna y no ordenarlas, sino darles sentido a través del cine. Esa parece ser, pues, la definición más justa de la primavera.
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