Sobre las extrañas vicisitudes de la corte – The Favourite (2018)

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Yorgos Lanthimos no parece saber cómo dejar la cámara quieta. Su estilo parece replicar el mismo modus operandi del aparato conceptual de su cine: incidir en lo morboso y en la intimidad, despreocuparse por las preferencias de la audiencia y su idea de un film coherente; poner el dedo en la llaga, e invadir todo espacio personal, haciendo imágenes perversas; jugar con las expectativas de la narrativa y hacerlas añicos. Algunas tomas de Lanthimos son casi antinatura, ajenas al sentido de común: cortes abruptos, planos particularmente anchos, tomas quizás filmada con ojo de pez o esas técnicas que distorsionan los sentidos de proporción y volumen, primeros planos a la podredumbre y el abuso, montaje extraño, difuso, sin muchas respuestas. No es un cine sencillo de ver a la primera; hay que darse tiempo para darle sentido. Eso no quita su particular fuerza: no sabes cómo ni con qué astucia, pero Lanthimos convence con su puesta en escena, aunque sus imágenes evoquen cierto tipo de pensamientos reprimidos y pesadillas.

The Favourite le debe mucho a la novela picaresca y las triquiñuelas del poder de siglos pasados, formándose como una extraña conjunción entre el Barry Lyndon de Thackeray, las Amistades peligrosas de Chordelos y hasta la sensualidad y perversión del Marqués de Sade, salpicada de la propia fascinación del director por narrar el micropoder y el control sobre los cuerpos ajenos. Esta suerte de pastiche satírico funciona, además, porque se erige a partir del subtexto feminista y posmoderno, incluso absurdista, del guion de Deborah Davis y Tony McNamara, que pintan la versión más cínica y decadente de la realiza británica, priorizando las narrativas de mujeres que deciden defender su territorio y estatus con uñas y dientes. Así, la reina Anne, desquiciada y perversa, viviendo en una suerte de éxtasis permanente, afectada por el dolor crónico y la constante búsqueda de placer, hace lo que puede por mandar en una Inglaterra en plena cruenta guerra contra los franceses. A la reina solo la conocemos una vez hemos descubierto a sus dos pretendientes: Sarah, su mano derecha, puño de hierro en el palacio, y Abigail, la joven desdichada acogida por la realiza como obra de caridad.

Notemos que Abigail y Sarah son parte de una muy extensa red de manipulación, traiciones y alianzas que terminan tan rápido como empezaron. Todos quieren poseer a todos, tanto en el banquillo político como en la cama de bodas, de día y de noche; hacerse con el control de su voluntad y también de su espíritu. Tardamos un rato en identificar que, hasta la propia Anne, cegada por los extremos del placer y el dolor, también se une al mismo juego perverso, quizás con más astucia que dispar conjunto de sus pretendientes. La cruda lección es que todos juegan su propio juego, y la audiencia se deleita ante las complejas redes que se tejen para poder seguir jugando. Esa parece ser, finalmente, el quid de la cuestión en torno a las novelas picarescas y enredos aristocráticos: el lector se torna testigo, y con lujo de detalles, de las distintas formas de poder y perversión sobre los otros, de las mentiras a medias, los planes excesivamente elaborados, los riesgos asumidos por hacerlo. Aquí una atrayente paradoja: se permite la perversión en los espacios más vigilantes, se permite el extremo de los impulsos en el muy regulado e híper formal mundillo de la nobleza británica.

La guerra se vive allá afuera, no dentro de palacio. Adentro, en ese mundo de mentira, dependiente de ficciones, con problemas inventadas para pasar el rato, se permite la exageración y el derroche; seguir pulsiones naturales, instintivas, sin hacer énfasis en las potenciales consecuencias. Hacerse con cuerpos ajenos y juguetear con ellos, sin temer ninguna represalia ni restricción. Esa parece ser, en el fondo, la curiosa dinámica que adopta Sarah con la reina, y que luego replicará con Abigail. Irónicamente, luego es Abigail quien decide tomar el control, lo que implica, a su vez, una guerra frontal con quien puede quedarse en la cama de la reina. Stone, Weisz y Colman (sobre todo Colman) se permiten todo tipo de intensidad y delirio, toda acción morbosa y fuera de lugar, se desinhiben ante la cámara y encarnan el tipo de energía necesaria para sus roles. ¿Existe acaso alguna escena en el año que mejor describa la extraña conjunción entre cólera y morbo que la secuencia en la que Sarah descubre a una feliz Abigail durmiendo desnuda y abrazada a la reina, en la mismísima cama real, ni menos? Claro que los juegos de poder se voltean pronto, y la audiencia intenta adivinar el momento en que Anne decide jugar con las dos a la vez, y ella no tienen otra opción que seguir con el juego que han creado.

Claro que la posibilidad de rechazo no se les pasa por la cabeza, lo qhe las lleva a planificar estratagemas cada vez más elaboradas e inconcebibles, rozando lo ridículo. Aquí vuelve a entrar en cuestión el estilo de Lanthimos y su fijación por lo prohibido. La Inglaterra real que filma está totalmente desprovista de colores pastel, luces cálidas o exuberantes decorados. Si Kubrick y cementaban la belleza casi etérea de la vida palaciega con su muy luminosa Barry Lyndon (1975), aquí el griego hace exactamente lo opuesto: ensucia y pervierte, escandaliza y lo filma en todos los planos. Filma la podredumbre, la violencia, los desnudos, los fluidos, los orgasmos, los golpes, los castigos físicos, los alaridos y el constante estado de cierto delirio desesperante.

Viendo el irónico final del film, entiendo perfectamente por qué Lanthimos y compañías eligieron rodar la tragedia de la reina Anne y sus consortes como una comedia. Una vez más, ponerse demasiados serios solo lleva a lo ridículo, y nadie se pone tan serio como los lores ingleses y sus monarcas. Y sé que, en manos de un director más conservador, ajeno al escándalo, esta delicia se hubiese tornado insoportable. Pero con el griego, por otra parte, nunca parecen suficientes las constantes desventuras de la corte.

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Anselmi

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