De amores, complots y tribulaciones – The Constant Gardener (2005)

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A Justin Quayle, un diplomático del estado británico en África, le llegan la noticia de que su esposa, Tessa, ha muerto, mientras cuida pacientemente de las plantas en su jardín. Es el inicio de una compleja red de persecución y mentiras, que involucran a poderosas farmacéuticas y otros conglomerados que utilizan la lucha contra el SIDA en África como excusa para testear productos inseguros en humanos. Quayle, por supuesto, es otro de tantos burócratas que sospechan atrocidades, pero que prefieren la parsimonia de su rutina y sus otras ocupaciones, quizás como una forma de soportar el peso de la complicidad. Quayle, a través de su trabajo y de los ojos de Tessa (activista de Amnistía Internacional), ha sido testigo de los estragos del poder sobre los cuerpos de los sujetos, y el dolor y la tragedia que dejan a su paso. Pero él, incluso ante noticias así de dolorosas, incluso con la pérdida de Tessa, sigue impávido, fútil. Sigue, pues, fijo en el jardín.

The Constant Gardener posee cierto valor ilustrativo, en tanto que sugiere, a partir de su estilo, que puede hacerse una superproducción de Hollywood suficientemente valiosa e innovadora, un blockbuster de manual que resulte memorable, un thriller formulaico que se reinventa a partir de su cerebro y su corazón. Fernando Meirelles, recién llegado a Hollywood luego de Ciudad de Dios (2003), construye, a partir del ajedrez narrativo de John Le Carré y la adaptación de Jeffrey Caine, una brillante historia de complots políticos, ambición capitalista, neocolonialismo, romance, traición y sexo, un regreso a una época en la que la barrera entre cine comercial y cine de autor era prácticamente inexistente. Todo parte, claro está, de las decisiones correctas. Filmar la historia a modo de racconto, de forma no lineal. Dejar que los personajes hablen, se engañen a sí mismos y a otros, se confronten a partir de revelaciones y conjeturas, nunca explícitas, eso sí. Priorizar las emociones por sobre la acción, dejar que el juego de gato y ratón se prolongue no solo a nivel de la trama, sino de la mente tribulada de sus protagonistas.

Constant Gardener se remite, en cierta parte, al estilo que Meirelles usó en su Ciudad de Dios, una suerte de híbrido entre el ritmo de un film hollywoodense y los recursos del cine independiente: tomas puntuales, cámara en mano, montaje rápido, planos extraños y ángulos poco convencionales, escenas de transición que parecen material de archivo, primeros planos a personajes secundarios, colores poco saturados y difuminados. Es un estilo particularmente veloz y caótico, el cual, en manos equivocadas, puede generar un film vacío y disparejo. Pero aquí ayuda la historia original. El estilo de Meirelles va en tándem con la propuesta narrativa de Le Carré, en tanto que la novela original (de numerosas vueltas de tuerca, idas y venidas, traiciones e identidades ficticias) necesita un ritmo particularmente ágil, que juegue con las líneas temporales, que priorice bien la transición entre un escenario u otro, que sugiera un estado de alerta permanente.

En el film distintas apuestas salen bien. Meirelles y Caine deciden virar levemente su historia cada cierto tiempo, manipular a la audiencia con sospechas y pistas falsas, pero, inteligentemente, lo hacen a través del punto de vista de Quayle, (ingenuo, pero astuto; cobarde, pero devoto a Tessa), lo que hace que las revelaciones cobren sentido y no se sientan como un truco sobre el público. La trama política (una suerte de alegoría sobre el neocolonialismo corporativo en países africanos) funciona porque, lejos de sermonearnos, Constant Gardner se aproxima con genuino interés al tema que representa, representado la manipulación política a partir de querellas burocráticas, rencillas diplomáticas, y demás disputas de oficina. Se torna genuino. Los villanos son políticos haciendo compromisos bajo un fin más o menos loable (o eso quieren creer) y la conspiración se entierra en numerosos ardides legales y juegos entre oficiales y servidores públicos. El misterio no es verdaderamente un misterio, y la tragedia es particularmente evidente. A fin de cuentas, la historia ya la conocemos y el final probablemente también. Las emociones de los personajes (y sus conflictos, internos y compartidos) importan más que el valor de la historia o su novedad.

Al parecer, lo que importa en el film, finalmente, es la historia de amor detrás de la tragedia. Es clave que Constant Gardener se filme en desorden: es el duelo de Quayle lo que le da sentido a su amor por Tessa y no al revés, es el redescubrimiento de su afecto y compromiso a partir de los secretos que se mantuvieron, las pequeñas traiciones, pero también las confidencias. Son muchas las historias de hombres enamorados que, al perder a su mujer, deambulan en busca de respuestas. La diferencia aquí, e incluso el protagonista lo sabe, es que las respuestas al misterio de Tessa siempre estuvieron allí, junto a ella, pero solo cobran sentido una vez que ella se va. Eso hace que la búsqueda de Quayle, una suerte de camino a la redención, tenga un cariz definitivamente más espiritual y más incierto, lo que le da incluso más valor.

Tessa, entonces, es el personaje que razonablemente lo ata todo. En la mayoría de películas, su rol sería particularmente maniqueísta e instrumental: es la figura de amor trágico que motiva al protagonista, la mujer idealizada, quizás la eterna rebelde. Meirelles, sin embargo, presta mucha más atención a Tessa que a todos los juegos políticos detrás: la filma en la intimidad, prioriza escenas sin tanto corte y prefiere la atención al detalle. Una vez más, la narrativa fragmentada permite que vayamos conociendo a Tessa sobre la marcha, no solo cómo la conoce Quayle, sino también cómo en verdad es ella: los riesgos que asume, la culpa de su doble vida y su complicidad en la crisis. Rachel Weisz casi nunca se exalta en la pantalla, pocas veces exhibe emociones fuertes y no cae en el arquetipo, sino que deja que su presencia, de forma honesta, llegue a Tessa. Solo conocemos a Tessa mediante flashbacks, lo que le dota de cierta tragedia a su presencia, que es bien manejada por Weisz, quien vive en la audiencia y en Quayle.

Es mejor pensar en el film como una historia de amor (y un fantástico thriller de manual) que como una historia política, dado que el film, por más aciertos que presenta, sigue limitando las perspectivas a quienes tienen la capacidad de visibilizarlas, es decir, los cómplices que deciden pasarse al lado del bien. ¿Es que todas las historias de redención deben priorizar la voz del diplomático inglés y su mujer, en lugar de las miles de voces locales que sufren y resisten día a día? ¿Acaso todas las historias tienen que incluir, como único punto de vista, la redención del colonizador? La cantidad de tiempo que el film dedica a relatar los horrores del abuso de las farmacéuticas es significativamente menor que el tiempo dedicado al drama entre Quayle y Tessa. Al menos Constant Gardener lo reconoce y para bien. Sigue funcionando como una buena lección de un film honesto, que prioriza un genuino interés por crear un producto de valor, aún dentro de los límites del sistema hollywoodense, y que prioriza, por una vez, el buen cine. Y viene bien.

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Anselmi

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