Ingmar Bergman elige la intimidad. Prefiere filmar historias a interiores, con esencia teatral, pero forzosamente cinematográficas; historias de habitaciones estrechas, puertas cerradas y espejos colgados en las paredes. Tiene sentido, entonces, que, al momento de contar su propia historia, prefiera hacerlo desde los espacios cerrados, los que fuerzan el drama, los que inspiran seguridad y a la vez incertidumbre. Bergman escribe, pero no filma. Le toma la posta Billie August, devoto del cine bergmaniano, quizás el único capaz de poder dirigir la historia del cineasta. August decide producir una obra épica, ambiciosa en su duración, decorados y conflictos; una epopeya emocional que sigue a la joven pareja Bergman a través de los años, que les ve enfrentarse a dilemas propios y ajenos. No queda duda, entonces, que ver un film así supone ser parte de una curiosa experiencia emocional y contradictoria; sutil y melodramática, cínica y devota; un proceso de transformación espiritual desde la pantalla.
La historia de los padres de Bergman está escrita desde la desgracia. Parte, como la gran mayoría de desgracias, desde un amor imposible. Es la historia de Henrik Bergman, joven y sagaz aspirante a pastor de la Iglesia de Suecia, quien, a pesar de haberle prometido fidelidad a una mujer, se enamora de otra. Y esa otra es Ana. Ana, sufrida muchacha sometida a la presión familiar, no sabe lo que quiere. Por amor, se ve forzada a crecer abruptamente, a aceptar un mundo que no conoce. Allí comienza el idilio, sometido a una duda permanente, a constante culpa y temor.
Ingmar Bergman le debe este film a sus padres, fuente inusitada de inspiración por años de cine, como una forma de preservar vívidamente su memoria y ser fiel a cada detalle de la misma, a pesar de no haberla vivido. En ese sentido, Bergman también se debe a sí mismo. Se enfrenta a una peculiar duda: ¿es justo contar la historia desde la intimidad, sin tapujos y con inmediata franqueza, exponer a su familia al ojo público? Parte de él, comprometido con su cine y su memoria, podría estar a favor de contarlo todo, incluso lo que más duele, como es común en su estilo. Parte de él, sin embargo, podría oponerse y por obvias razones: ¿acaso le pertenece por completo la historia de sus padres? ¿Es legítimo que cuente el dolor, las mentiras y rechazo sin haberle expresado su consentimiento? Dicen que uno hereda los pecados de sus padres. En ese caso, Bergman puede hacer lo que mejor le plazca con ellos, buscar la expiación a través del cine, darles el tipo de redención que quizás la vida no les dio. Pero sigue siendo difícil. Aquí también entra Billie August. Si el discípulo hace la historia del maestro, encontramos, de forma latente, una doble presión sobre el autor. Se trata, pues, del clásico dilema de cualquier cineasta: filmar una historia que no es suya. Solo que, esta vez, el dueño —parcial o completo, según cómo se mire— de tal historia parece vigilar cada parte del proceso.
La clave es hacer una historia de silencios. Comenzar la historia con miradas estrechas, sobresaliendo de la represión, intentando acercarse entre sí, decir lo que las palabras no pueden. La enorme mansión de Ana refleja eso: un espacio motivado por el ruido de personas caminando, sin interactuar de verdad. Lo mismo se refleja en los primeros encuentros entre los futuros amantes: una necesidad de expresarse y a la vez contenerse, si tal cosa es posible. En esa contradicción viven Henrik y Ana, criados para servir a otros e ignorar sus propias pulsiones.
Henrik Bergman es un personaje canónico dentro de la obra de Ingmar Bergman. Un sacerdote que, dentro del tortuoso camino de aceptar la fe, se enfrenta a una enorme crisis personal, sin soluciones sencillas a la vista. Es una cruel ironía. Si en esos pueblos abandonados el único capaz de absolverle los pecados a los pobladores es el pastor local, ¿quien se encarga de los pecados de este último? Es imposible no pensar inmediatamente en la dolida y silente figura de Gunnar Björnstrand como el turbado pastor en Los comulgantes (1963). Mientras cada paso en falso en su relación con Ana amenaza su rol como defensor de la fe, más incrédulo se encuentra frente a lo que predica. Ana va por la misma línea. Al inicio, se nos presenta como una muchacha que no sabe lo que quiere. Alguien en permanente tensión, desequilibrio y dependencia. Aquí otro arquetipo bergmaniano (¿será que cada protagonista suyo es un reflejo-emulación de sus padres?) Tiene sentido que, por indulgencia, sus padres decidan prohibir su contacto con Henrik, temiendo que el recto pastor pueda ser en verdad resulte turbado ante su presencia y le dañe. Sin embargo, con el correr del tiempo. Ana empieza a demostrar una inusitada madurez: el amor le fuerza a crecer y, sobre todo, a hacerse responsable. Parece ser responsable con sus propias decisiones. Responsable por Henrik. Y también por su futuro.
La segunda parte del filme, luego de las tensiones entre los personajes, tiene que ver con la familia y conformación. Parte de la presión de formar una familia y afianzarse a ella, a como dé lugar. Desde el primer momento, el matrimonio de los Bergman encuentra nuevas encrucijadas en el camino. Para esta parte, tanto Henrik como Ana han madurado, han formado una identidad: ya saben lo que quieren, lo que necesitan en su vida. Y muchas veces, eso implica digresión, controversia. Nuevamente, digresión contenida: momentos de silencio, en los grandiosos decorados; luego, planos secuencia que siguen a los personajes en su su reproche. A diferencia de otras historias sobre amores prohibidos, aquí se filma el amor una vez consolidado, lo cual, lejos de ser un espacio de certezas, abre camino a un nuevo tipo de indomable duda. ¿Ha valido la pena todo? ¿Valió la pena herir a tantas personas, romper relaciones de forma irreconciliable, ceder al conflicto y llevar tanta culpa consigo? La clave del dilema es que es universal. ¿Cómo no sentirse identificado con la frustrada historia de amor entre Henrik y Ana, que comienza desde la culpa y avanza hacia la desazón de la rutina? Los detalles del conflicto, según hilados por August y Bergman, parecen no ser lejanos a cualquiera. Por momentos, el film abandona la alegoría y se deja llevar por lo obvio: esto, lejos de repelernos, cobra sentido, según cómo han sido caracterizados los personajes y su tormento. Aquí ya no se filman los silencios, sino que August deja que sus personajes hablen hasta que se harten. Pensemos en la constante discusión que los personajes elaboran sobre la vida futura, el rol de la divinidad en sus acciones y el castigo eterno.
August y Bergman esperan con cuidado al momento perfecto, a la fijación de la audiencia, para construir cada nueva revelación. En contraposición a su maestro, August se permite aún más melodrama: música estridente, situaciones de amor y desamor más propia de la telenovela que del cine arte, momentos memorables por la compasión con la que son filmados. Las dudas espirituales, las crisis de identidad, los enfrentamientos de amor, todo vale la pena. Ingmar Bergman puede provenir del dolor, pero hace de ese mismo dolor una fuente de creatividad que resiste en el tiempo. Quizás sea su forma de decir gracias.
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