Uno más del montón – Todos nos llamamos Alí (1975)

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Contiene spoilers

El cine de Rainer Werner Fassbinder es uno que cuestiona, ilumina, hiere. Busca filmar la vida como la vida misma: llena de hechos imprevisibles, retos incalculables, muchísimo drama y mayor tragedia. No necesita maquillar la realidad: la filma sin tapujos, sin recursos estilísticos apabullantes, sin demasiada luz ni música. Quiere que sintamos el drama tal cual es, que nos acerquemos a ambos protagonistas en sus peripecias, en un sufrido intento por disfrutar de eso que llaman libertad. Deja a la audiencia con el corazón partido, deseosa de más, enamorados del amor y temerosos por una sociedad que restringe y cuestiona.

En Todos nos llamamos Alí, la tragedia es compartida. Vemos a dos personajes que, a su modo, intentan seguir día a día. Fassbinder toma poco tiempo para presentarlos. Primero Alí, obrero de ascendencia árabe, viviendo con un modesto sueldo  y sin saber bien el idioma. Hay algo de imponente en la figura de nuestro protagonista: alto, barbudo, de tez morena, completamente distante al arquetipo europeo, ajeno a la visión cotidiana de los blue collar alemanes, en esos barrios fríos e industriales, intentando encajar. Junto a él, Emmi. Una mujer de mediana edad, viuda y abandonada por sus hijos, quien parece despertar numerosos chismes debido a su estado de “solterona” frustrada, a pesar de su gran corazón.  Ella también vive al margen, también responde en silencio, quizás, con mayor cariño que el que merecen quienes la conocen.

En la primera escena, un encuentro fortuito. Alí y Emmi, como dos extraños nocturnos, se sientan uno al lado del otro, se conocen y parecen residir en confianza. Funciona. La audiencia se convence. No necesitamos más que un poco de conversación labrada de forma honesta, quizás pícara para creer en lo que sucede. Un par de transiciones más tarde y tenemos una historia de amor. Fassbinder articula un relato corto. Estamos, pues, ante pocas páginas, escritas con prosa corta y concisa, de forma lineal e íntegra. En el cine, eso se traduce en tomas fijas, un montaje sutil y por ratos inexistente, escenas sin música, guiadas por el silencio. Los personajes son pocos, pero relevantes. No tienen características exageradas y se desarrollan con cuidado. Los conflictos no se anuncian pomposamente, sino que van escalando de forma sutil, quizás hasta insospechada.

Fassbinder filma desde lugares comunes. Construye un film de espacios cerrados, cuidadosamente calculados, estrechándose conforme avanza la historia, generando intimidad. El bar, el apartamento de Emmi y Alí, otras tantas partes del vetusto edificio en el que residen. Cada escenario parece haber sido diseñado para contener una historia distinta, igual de importante. En el bar, de colores alicaidos, música triste y personajes silencios, reside la melancolía. Es allí donde Alí y Emmi se reúnen por primera vez. Es allí donde uno y otro, en tiempos desesperados, recurren al alcohol para pensar o escapar de sus problemas, o ambas a la vez. Pensemos en el apartamento de Alí y Emmi: color amarillo y tonos de pastel, pequeños muebles apilados en esquinas, generando cercanía, afabilidad. Para Alí, el apartamento es un espacio seguro, un refugio frente al odio existente en las calles. Más de la mitad del film sucede entre esas paredes, sugiriendo acercamiento, confianza. Las escenas cotidianas entre los amantes son eso: rutina, unas pocas palabras intercambiadas, alguna que otra muestra de afecto. El edificio, sin embargo, es otro asunto. Simboliza un espacio del castigo: una prisión o cualquier institución reformista. Las miradas de vecinos interfieren entre los protagonistas. Los encuentros en pasadizos y escaleras son atemorizantes. La condescendencia y el odio se entremezclan, se hacen uno.

Cada lugar engloba una serie de elementos únicos, pequeños personajes que afilan las tensiones y alivios de esta historia de amor. En el bar, trabajadores cansados y azotados por el sistema, brindando una mirada cínica y burlesca a la relación entre Alí y Emmi. A su lado, prostitutas, igual de marginalizadas que el resto. En el edificio y alrededores, cuantiosos personajes, todos igual de severos con la nueva pareja, con una herida sin cerrar, con un dolor que parece no sanar sino es con rechazo.

Todo lleva a la cuestión del odio. Ya lo habíamos dejado claro: Alí paga el precio de ser distinto, de transgredir el “deber ser”, el ser el epítome del estigma. Y no le permiten asimilarse. Si la gente permite el pecado, pero no el escándalo, entonces la gente —los vecinos, los familiares de Emmi, los habitantes del bar— pueden perdonarle a Ali ser árabe y musulmán, pero no le permiten amar a una de los suyos. La relación entre Emmi y Alí representa la unión, la equiparación entre culturas: en el amor —acaso sincero y leal— no existen jerarquías, no hay dominación. Para una sociedad afianzada en el rechazo, el amor no hegemónico debe ser derribado. Vemos que el chisme y el rechazo sirven, como diría Foucault, a modo de panóptico: ojos fieros y castigadores, palabras descritas con furia por quienes la pronuncian, un rechazo que se cocina de a pocos y que se mantiene desde lo otidiano. Duele. La audiencia empatiza fácilmente con Alí, quien se mantiene en silencio, como soportando. Todos nos hemos acostumbrado a callar frente a ese abuso y ser cómplinces. También nos identificamos con Emmi: amorosa y desesperada por cuidar de su nuevo marido, sufriendo por no poder impedir esa avalancha de odio.

Las escenas de odio, a diferencia de cómo una podría esperar, no son explícitas. No se trata de gritos en la calle o insultos hechos sin tregua. Se trata de detalles. Los hijos de Emmi que la miran de mala manera en un encuentro familiar. El dueño de la bodega rechazando la presencia de Ali con a mirada y las palabras. Incluso la propia Emmi, sin saberlo, cae en ese mismo juego. Se ríe a espaldas de Ali, le ve con condescendencia, como quien mira a un niño. No le hace de mala. Tan solo, quiere encajar. O quizás, se deba a que no aprende. Alí, entonces, se alejará de ella. Duele pensar, por un momento, que Emmi y Ali pierden, y el odio gana. Queremos dejar de ver, pero igual no podemos. 

Hay, pues, algo de telenovelesco en la cinematografía de Fassbinder. Pensemos en la puesta en escena. ¿No es común en cualquier soap opera que la historia se apoye en escenarios teatrales, cerrados, que apretujan a los protagonistas y fuerzan el drama a como dé lugar? ¿No nos sugestiona observar el drama cotidiano y familiar de forma incipiente y exagerada? Bueno. Estamos ante el melodrama. Si bien el odio es sutil —porque no se permite odiar en público, a viva voz— el amor y el sufrimiento sí son vívidos, si están presentes de forma explícita y latente. 

Y con ello, un final más o menos feliz. Una nueva oportunidad para amar. 

Será eso, porque hay algo extraño en nosotros cuando vemos películas así en el cine. No sabemos bien cómo, pero, una vez enganchados, no las podemos dejar ir. Nos vemos presos de una incalculable zozobra, una activa curiosidad, viviendo en carne propia cada escena, temiendo por lo que pueda seguir a continuación. El melodrama. Alí y Emmi lo viven. A pesar de todo, parecen amar. Confían. La audiencia mantiene ese mensaje. Llora y se regocija con ellos.

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Anselmi

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