Encuentros en el horizonte – The New World (2005)

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Contiene spoilers

The New World es la historia de una contradicción. Indígenas haciendo de occidentales y occidentales enamorados de indígenas. Naciones que se crean de forma atropellada; conquistas crueles que aparentan ser humanitarias. Una natividad que es intercambiable, cuestionada por cualquiera y constantemente amenazada por estímulos primarios: amor, deseo, codicia. Para Terrence Malick, entonces, importa profundizar en esas tensas relaciones contrarias, rebuscar en sus significados, hallarles uno, si es que no lo tienen. De alguna forma, implica preguntarse los porqués de personajes tan extraños entre sí, personajes que, a su modo, asumen el rol de renegados, de marginales, como interpuestos en un limbo permanente que no les reconoce lugar. Los ingleses que toman Norteamérica son poco más que una paria social en su país de origen, sujetos ajenos a la ley y la patria. Los indígenas con los que se encuentran son seres atrevidos, sacrílegos y disruptivos: su tierra ya no es suya y el “Nuevo mundo” que se les presenta no parece ser mejor. Y, entonces, encuentro. Una nueva identidad se avecina.

The New World, entonces, comienza como cualquier otro filme de Malick: con una confesión. Una indígena, la hija del soberano, confiesa. Confiesa su estrecha relación con la tierra que le dio la vida y cómo tal relación al parecer es puesta a prueba con la presencia de seres distintos, colonizadores que, de la noche a la mañana, reclaman su tierra como suya. La confesión, sin embargo, se va alargando mientras estos hombres invaden la pantalla. Ahora se trata de una confesión de amor. John Smith, sujeto renegado y rechazado por la ley, es enviado como carne de cañón para explorar las zonas desconocidas y acercarse a los nativos. Por supuesto, el invasor es tomado como rehén y doblemente sentenciado a muerte: por los ingleses y por los nativos. Sin embargo, hay alguien que le quiere. Por alguna razón -jamás explicada del todo en el filme- Pocahontas, la narradora, queda prendida del inglés. Pide su vida. Es el primer acto de bondad entre estos dos mundos: la primera muestra de comprensión que se da entre extraños.

A eso volverá Malick más adelante. Primero, tiene que narrar las tensiones: los dos mundos colisionando de forma inevitable.

El “nuevo mundo” no es espacio, sino concepto.  Un ideal al cual aferrarse en tiempos de dolor. Para los representantes de la Corona el nuevo mundo es su oportunidad para sobrevivir al yugo social que se les viene encima. Resulta una idea morbosa y atrayente: empezar de nuevo, establecer reglas sociales de forma distinta, sin ninguna presión de por medio. Tiene, por supuesto, una fuerte carga de libertad. La libertad prometida en afiches, discursos políticos y la construcción identitaria de la nación. La libertad despojada por el sistema; siendo una carencia palpitante que se mantiene en su espíritu. Tiene sentido, entonces, que los colonos decidan arriesgarlo todo para apropiarse de esas tierras. La única chance de recuperar su libertad.

Este concepto de “nuevo mundo” también se irá manifestado en los indígenas, pero de forma muy distinta. Y es que, a diferencia de los colonos, ellos parecen no haber tenido “la consciencia del otro”. Seamos claros: para cuando los ingleses toman Virginia, ya existían rumores del nuevo mundo, expediciones a otros rincones del globo, crónicas latentes sobre estos habitantes y sus costumbres. Había pues, expectativa. No es el caso de los indígenas, quienes, desprovistos de los incentivos de aventura y navegación, no habían desarrollado formas de contacto con Occidente. Aquí encontramos disputa. ¿Qué implica para una población como está el descubrir personas como ellos, pero aun así muy diferentes en su apariencia e identidad? ¿Cómo se alteran los sistemas de creencias, la noción de “humano”, de “Dios” y de “sociedad” en el proceso? No sorprende, entonces, la incipiente curiosidad con la que los nativos reciben a John Smith. A través de esos planos periféricos y secuenciales, vemos cómo, de a pocos, Smith trata de integrarse en este mundo extraño, que, de arranque, le recibe de forma suspicaz. Vemos cómo se sortea la ausencia de lenguaje, como las intuiciones humanas -si es que existen- parecen salir a la luz entre los nativos y Smith. La música suena con fuerza y los close-ups, cuidadosamente seleccionados por Malick, refuerzan esta idea de confianza: una confianza que escala, que se va manifestando de forma sutil, demostrada en la rutina: cocinar, recolectar productos, reforzar las viviendas. La cercanía aumenta con ellas.

Esta idea de “nuevo mundo” también es aplicable para Pocahontas y sus sentimientos. Tiene sentido que sea ella, joven e ingenua, quien decida acercarse a Smith. A fin de cuentas, aún sigue descubriendo su propio pueblo y su propia identidad: tiene la curiosidad sensible y atenta a cualquier estímulo. No goza de prejuicios ni temor. Tampoco posee un amor infantil y lujurioso, como algunos espectadores podrían sugerir. Se trata de un acercamiento instintivo, distinto, silente. Una forma de entender al mundo. Malick no tiene reparos en profundizar en esta relación. Deja que Pocahontas y John Smith se conozcan, descubran un poco más uno del otro, con todo lo que ello implica. Las tomas entre ambos son largas, con pocos diálogos, apenas narraciones, escenas en las que se prioriza el tacto por sobre todo: los dedos en inflexión sugiriendo gestos afectivos; los dedos conociendo un poco más del otro cuerpo; los cabellos rozados con delicadeza, como si cada uno debería cerciorarse de que lo que hacen es seguro. La curiosidad fácilmente se torna en amor. En un deseo latente que va en aumento. Probablemente a ambos les quede mucho por descubrir.

Hay otra película una vez acabado el conflicto. Sigue siendo un film sobre la contradicción, pero, esta vez, sobre la contradicción asimilada. Ambas partes deciden, cada a uno a su modo, ceder parte de sus intenciones. Los indígenas aceptan a los colonos en su territorio. Los colonos deciden integrar a los indígenas evitando la violencia. Se suceden, entonces, escenas idílicas y plácidas, tomas generales que detallan la construcción de una sociedad nueva, nacida de forma ilegítima y fundamentada en acuerdos forzados. Es un “nuevo mundo” para ambas partes. Quizá Malick peque de indulgente al representar estas escenas en medio de la paz, como evitando prolongar la agonía. Igual funciona. Los espectadores se incomodan ante esta nueva sociedad impuesta, ante la inquietante normalidad, ante una tranquilidad que no debería suceder. La música suena impetuosa, la fotografía se llena de luz. Estamos presenciando un nacimiento no esperado, una génesis captada por Malick y la cámara de Emanuel Lubezki.

En el centro de todo, gravitando en medio del caos y este extraño renacimiento, otra vez, Pocahontas. Intentando darle sentido a lo que ve. Buscando, de alguna forma, mantener el idilio con John Smith. Si su relación funcionaba alegóricamente como la unión disruptiva entre ambos mundos, en esta nueva etapa su vínculo -al estrecharse- parece sugerir una nota de esperanza para esta sociedad naciente. Sin la represión latente y el miedo a la catástrofe, pueden aferrarse uno al otro. Nuevamente, Malick echa mano a sus recursos predilectos. Smith duda de esta nueva relación; Pocahontas quiere darle la justificación que él no encuentra. Los monólogos que realizan van a caballo con las imágenes, con tomas sobre la hierba y con luz natural de fondo, tomas que, casi de forma pictórica, sugieren amor, honestidad. También sugieren incertidumbre. La mirada inocente de Pocahontas se llena de duda con cada día nuevo en este mundo. ¿Quién es ella, para esta nueva colonia? ¿Sigue siendo la hija del soberano? ¿Es apenas, una pieza de mercancía, un recuerdo de un pasado salvajemente extraído de esta tierra? Parece no saberlo. Parece que, con John a su lado, tampoco importa tanto hacerlo.

Entonces llega el abandono. En esta relación ilegítima, los encuentros se aminoran y las promesas se incumplen. John decide partir a Inglaterra, aceptando una lucrativa oferta y abandonando a Pocahontas en el proceso. ¿Se trata, acaso, de la dominación del “viejo mundo” sobre el “nuevo”? A pesar de ser un hombre libre y estar enamorado, John sigue sintiendo la misma carencia: no haberse consagrado frente a su pueblo. La ambición y la libertad, al parecer, pueden más que el amor, más que la comodidad. Imponen.

Malick deja que nos olvidemos de Smith y que nos concentremos en ella. ¿Quién es Pocahontas sin su amado, sin su pueblo? Vemos, pues, de a pocos, un proceso de transformación, la metamorfosis física, identitaria y espiritual de Pocahontas, sin tapujos. Ser mujer y ser inglesa. Malick filma cada detalle. Vemos cómo la insertan en una cabaña, le hacen vestidos y le ajustan el corsé, la fuerzan a usar tacos y el cabello recogido. Son imágenes sobrecogedoras. Pocahontas ha sido despojada de su identidad y observa cómo, de forma paternalista, pero comprensiva, se le ofrece una nueva. Con timidez y duda, la acepta.

Nos damos cuenta que, en el fondo, este es el film de Pocahontas y de nadie más. Esta es su historia frente a las demás historias. Al poco tiempo, parece conformarse con su nueva identidad. Allí, John Rolfe. Serio, observador, distante. Enamorado profundamente de Pocahontas. ¿Por qué ella cede ante sus deseos? Quizá sea la soledad frente a la partida de Smith. Quizá sea la confusión y enfrentamiento entre identidades. Aun así, cede.

Nuevamente, otro “nuevo mundo”. Pocahontas da a luz a un niño y, junto a Rolfe y él, va hacia Londres. Nuevamente, disrupción. Los roles se invierten. Pocahontas sigue siendo una extraña, ya no en la Virginia conquistada, sino en el Londres de los conquistadores. Se maravilla ante la urbanidad, lo gótico de las construcciones, los colores, personas y caballos. Así, en un espacio totalmente distinto, puede saber qué es lo que quiere. Rechaza volver a Smith. Acepta a Rolfe y a su hijo: se les ve jugando entre la hierba, acercándose, confiando. Libertad.

Rolfe vuelve a narrar. De regreso a Virginia. Música.

Hemos presenciado, entonces, una obra de arte, una pieza alegórica, vívida y filmada con cuidado, un acto enorme de compasión y entendimiento. Un documento histórico teñido de ficción; una historia de amor filmada con bravura y extravagancia. Un acto ritual, trascedente, captado por una cámara bella, imponente, con planos generales que captan la inmensidad del nuevo mundo, con tomas interrumpidas que muestran el pase del tiempo, con primeros planos que sugieran esa humanidad, esa cercanía. El nuevo mundo, conquistado.

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Anselmi

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