Thriller de principios – The Ghost Writer (2010)

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Contiene spoilers

Hay cosas que hacen que un thriller salga bien Lo primero: un estilo que irrumpa, o más bien, que enganche. Lo segundo: un misterio que valga la pena resolver; un crimen político o un conflicto pasional que nos importe por suficiente tiempo. Lo tercero: obviamente, la sorpresa; someter al espectador a una cierta construcción narrativa, solo para torcer la historia cuando menos se lo espera. La lección la da Polanski con su Ghost Writer. Elabora un juego mecánico de engaños y pistas, redes sofisticadas de acuerdos y secretos; diseña una glamurosa e inteligente partida entre poderes políticos y lobbies poderosos. Manipula los hilos una vez más, pero se siente como la primera vez.

El escritor recibe un primer llamado: una oferta lucrativa para escribir las memorias de Adam Lang, el polémico ex primer ministro del Reino Unido. El escritor, a todo esto, no tiene interés alguno en política: ello le hace creer que es el indicado, aquel capaz de hacer las preguntas correctas sin filtros partidarios. Sin embargo, tal cualidad se verá enfrentada una vez que explota la noticia: Lang ha utilizado aviones y fuerzas del estado para realizar vuelos de tortura diseñados contra presuntos terroristas. La tensión política también se hace personal: el escritor insiste en desentrañar la figura de Lang y de su enigmática esposa Ruth, todo a la sombra de Mike McCara, su predecesor en la escritura de las memorias, quien falleció sospechosamente antes de explotar la controversia…

Roman Polanski ha compuesto un thriller de primera categoría. Es un thriller de principios en la medida de que todos sus elementos son los propicios para entretener a su audiencia y a la vez generar algo distinto, audaz, que podamos creer a gusto. Tiene una puesta en escena elegante y distinguida: planos generales bien cuidados y una fotografía grisácea y frigorífica, propia de lo que filma. Tiene un ritmo inquietante, pero contenido, sin acelerar las revelaciones. Tiene cháchara política, femmes fatales, un protagonista agradable y una dosis adecuada de humor —del británico, eso sí— para alivianar la tensión. Los elementos de siempre se mantienen. El twist, por supuesto, está en la modernidad. Adaptar un film claramente hitchcockniano a una puesta contemporánea: ferrys en vez de viejas embarcaciones, Guerra de Irak en vez de Guerra Fría, manuscritos en USB en vez de cajas fuertes. Otro elemento nuevo —y no menos relevante— es la dirección de Polanski: una cuidadosa elaboración de escenarios, los tándems que confrontan a dos personajes frente a frente, la coreografía en las escenas de persecución o las grandes sorpresas. De a pocos, la historia va aumentando en intensidad, va in crescendo hasta que el escritor, sometido a su propia cacería, decide hacerse “héroe”.

La cámara de Polanski se mantiene estática frente a lo que filma: casi siempre prefiere el travelling, los planos amplios y poca intensidad o fijación por detalles. Se elige un montaje discreto, sin demasiado corte. El manejo del tiempo se siente creíble, en contraste con muchos thrillers modernos. Los decorados capturan con fidelidad la creciente sensación de entrampamiento y confusión del protagonista: casi siempre llueve, el cielo siempre se ve gris, los colores resaltan ante el filtro monocromo y pálido que se sucede escena a escena. Polanski casi nunca concluye una escena en su totalidad: deja la consecuencia a la imaginación de la audiencia, que se mentiene expectante. El thriller, entonces, se construye como una conversación: apenas un juego de miradas, una serie de significados aún sin decodificarse, pausas y giros, fijación por un personaje y un mismo punto de vista. Pocas cosas suceden, pero la tensión se mantiene permanente, impregnada en cada escena, casi como un modo de vida: es una tensión quieta, sometida a la pausa y la espera.

Estamos, además, ante un thriller de principios en la medida en que plantea un dossier de preguntas morales que no son sencillas de responder y que se sienten genuinas frente a los debates actuales. ¿Qué debe hacer un hombre apolítico, solitario y deseoso de dinero al enfrentarse a secretos de estado? ¿Qué debe hacer un primer ministro en tiempos de guerra y con la necesidad de actuar con rapidez? ¿Hasta donde llegar por garantizar un estado de seguridad social? ¿Qué debe hacer el servidor cuando los secretos de su cliente salen a relucir?  El punto, entonces, está en plantear las preguntas correctas, como haría cualquier escritor de memorias, a fin de hallar respuestas o atisbos de respuestas, que quedan flotando alrededor del film, esperando que la audiencia responda.

La pregunta fundamental, por supuesto, está en el escritor. ¿Qué lo motiva en principio a realizar la búsqueda, arriesgando su vida? Sabemos que es muy posible que no se trate de convicciones morales. Creemos, entonces, que se trata de un instinto natural, una curiosidad agresiva y necesaria que, una vez suplida, genera placer en el sujeto; alimentar a ese bichito hosco, siempre presente, que se pregunta el porqué. El escritor se arriesga porque tiene la potestad —única en él— para hacerlo. Es eso, o quizás Ruth. El escritor se ve fascinado ante ella y ante su sospechosa omisión en las memorias. Quiere enmendarlo. Y es que algo no anda bien. Bajo la interpretación de Olivia Williams, se construye un perfil fantasmagórico y adecuadamente cínico, que con su mirada representa ella sola toda la tensión sexual de la pantalla, cada vez más creciente junto a Ewan McGregor. Da gusto ver que, más allá de la cháchara política, el film va sobre ellos dos. Las conversaciones, escritas de forma sardónica , aún manteniendo cierto estándar formal, hace que, de a pocos, ambos personajes bajen la guardia y encuentren complicidad —o manipulación— en el otro.

De nuevo volvemos al escritor. ¿Será Ruth el motivo de sus pesquisas? ¿Su deseo, su necesidad de descifrarla? No vamos más allá. Solo nos sirve saber que, de todos los posibles “héroes”,  él tiene más sentido. Justo por ser el hombre desinteresado es que el escritor se atreve a ir más allá: nada que perder, nadie a quien defender, ningún sesgo ideológico  al cual obedecer. Lo que importa es lo que consigue. La lección es precisa: un tipo corriente, egoísta y desinteresado, puede —y debe— revelar lo no revelado, más cuando la información se vuelve pieza de canje político. No sabemos qué lleva al escritor a confrontar a los poderosos. Quizás se trate de alguna intuición moral básica, desprovista de evidente sesgo ideológico. Quizás ya no quiere que le tomen el pelo. Pueden ser ambas. O ninguna.

La lección llega, como buen thriller, en su climax: como pieza musical, Polanski manipula a voluntad todos los elementos que tiene a su disposición y los direcciona hacia ella. Con la perturbadora y brillante banda sonora de Desplat —de estilo vintage, reminscente de las partituras de Bernard Hermann— encontramos lo que estábamos buscando: una resolución propicia, casi emotiva, desenmascarando a los malvados, aunque a ellos ya lo conocíamos de antes. Igual, por cómo estamos acostumbrados, necesitamos ese momento de satisfacción, esa implosión de emociones que involucra saber por fin la verdad, o que el personaje la sepa. La pista final es llevada mano en mano, en un astuto movimiento de cámara de Polanski, en un travelling que sigue la pista por la habitación repleta de poderosos, replicando, quizás, casi como alegoría, la red de clientelismo que rige la política internacional.

Tampoco es que la lección sea difícil de desentrañar. La mayoría de información que encuentra el escritor por su cuenta la podría encontrar (y suponer) cualquier aficionado a las conspiraciones con suficiente acceso a Internet y tiempo libre. Aun así, nos importa que, tanto para el escritor como para la audiencia, se llegue a algún tipo de resolución. El film es inteligente, entre otras cosas, porque nunca sabemos con claridad el alcance de las acciones de sus protagonistas. No sabemos qué tanto pudo ser orquestado y que no, qué puede ser una fatal coincidencia o una premeditada estratagema. Lo que queda, entonces, son intuiciones y pistas, posibles nombres (Ruth, Lang, los Estados Unidos) cuya vinculación y potencial de acción —así como su responsabilidad moral— queda a decisión de la audiencia.

El comentario político, a su modo, se hace relevante desde la comodidad: desde un arranque, todos sabemos lo que está pasando. Por eso, la sorpresa del final (con Ruth incluida) no es una sorpresa política, sino narrativa. Si fuese política, sería decepcionante. El film, más que revelación, parece ser recordatorio. La crítica feroz al gobierno de Tony Blair, al neo-imperialismo de occidente y los complots orquestados por la CIA debe seguir estando vigente y, al parecer,  el cine se hace cargo de ello. Con delicadeza y maestría, por supuesto. Así, un nuevo misterio queda resuelto, o tal vez no del todo. Las paginas salen volando. El escritor peligra frente a la amenaza del sistema. Nuevo capítulo.

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Acerca del autor

Anselmi

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