Cosa curiosa, los fantasmas. Inevitablemente, nos sentimos atraídos hacia ellos: nos seduce l posibilidad de que sean reales. Será, tal vez, que nos sentimos fascinados ante la posibilidad de desafiar a la muerte: un fantasma es pues, lo más cercano, desde el plano racional, a la posibilidad de vida eterna. Ese es su encanto. En el caso del filme de Apichatpong Weerasethakul, los fantasmas son parte de la rutina. Habitan entre nosotros. Parece que, en el final, los fantasmas son tan frágiles como nosotros mismos, perdiendo así, aquel hálito de superioridad que supuestamente les caracteriza. Solo queda su existencia como justificación de una vida futura, una mejor. Ahí yace la duda razonable: si los fantasmas —aquellos espíritus que residen en el “Paraíso”— son tan miserables como sus coetáneos en la tierra, ¿cuál es el encanto de una eternidad de sufrimiento? Esta historia tailandesa —manejando inteligentemente tanto folclore como realidad— deja esa pregunta flotando por todo el metraje, aún cuando, por temor o sesgo, no sepamos cómo hacerlo.
La premisa del film va desde intuitivo: el tío Bonmee está muriendo. Es cuando necesita a la familia. Jen y Tong reciben el llamado urgente del tío y deciden hacer algo al respecto. La familia va a su encuentro en una desolada casa en medio de la jungla. Allí, el tío les demostrará que no está solo. Por las noches, recibe la visita de numerosos personajes, quienes afirman conocerle de vidas pasadas. Entre ellos, se encuentran sus difuntos esposa e hijo, que necesitan verle antes de que Bonmee abandone este mundo. Durante este proceso, interpelando su “yo” a través de otros “yo”, el tío Bonmee se ve obligado a enfrentarse a la posibilidad de un castigo, instigado a través del remordimiento, zanjado, además por la certeza de su propia (y eminente) mortandad.
El tío Bonmee… quizás, supone una forma muy distinta —y muy contemporánea— de entender al real maravilloso: lo sobrenatural está tan compenetrado con lo real, que ha perdido su efecto de extrañeza o grandiosidad. No se trata entonces, de seres oníricos que cuestionan la perspectiva del espectador, sino de meras curiosidades que parecen naturalmente insertas en la realidad, espíritus que se confunden entre la gente y cuestionan las barreras (muchas veces arbitrarias) entre un plano de la realidad y otro. Weerasethaku los filma así, por lo que la historia no resulta pretenciosa ni exagera en el estilo. Gusta porque, al final, la historia del tío Bonmee es de los fantasmas internos, las dolencias personales, los demonios y recuerdos propios; poco o nada tienen que ver con aquellas criaturas sacadas de lo surreal. El fantasma es solo un recurso narrativo, un elemento alegórico que, desde la curiosidad y la disrupción estética, son un índice de nuestra propia humanidad, un indicador del conflicto inherente a quienes somos y que, al parecer, ni la transmutación en fantasmas puede evitar. Que eso alivie o tense ya depende de cada uno.
Lo que fascina, además, es el tío. Un personaje sobrio, de silencios y pocos términos para expresar sus sentimientos. Al inicio, desde las perspectivas de sus sobrinos, poco o nada podemos extraer de Bonmee. Es después de esas visitas nocturnas, de los encuentros en el bosque, que podemos entender quién es ese personaje que está a punto de entregarse a la muerte. Conocemos a un tipo decaído, hastiado y culposo, que, por una vez, se ve sin tapujos. Cada una vida, aún desde distintas aristas, le recuerda dos cosas: ha fallado (y mucho) y, luego de fallo, está condenado a seguir solo y seguir viviendo. Vivir muchas vidas no se ve como un acto liberador, sino como una ampliación de la condena. Cada fantasma reafirma, entonces, el peso de vivir con agencia, el posible daño en otros, que es irreversible y que, al parecer, es recordado aún cuando esos otros provienen de una vida distinta, de la que no quedan rastros en este mundo.
Y sí. Estamos pues, frente a un esquema rígido y directo: escenas de la mañana, postales costumbristas; y escenas nocturnas,, que, como espacio liminal entre un día y otro, permiten la presencia de las visitas de Bonmee. El esquema se va repitiendo hasta volverse rutina. Una monotonía bien definida, evidenciable, lenta, como es propia en el cine de Weerasethakul, quien decide llevar su estilo hasta la hipérbole, a ver si la audiencia lo aguanta.
Pero es tal vez en la lentitud donde el filme encuentra su mayor virtud: la contemplación. Mediante escenas sobrias, de planos generales y silenciosos que capturan acciones rutinarias, se compone, para nuestra sorpresa, una nueva forma de parsimonia: la que emociona, la que genera interés y ahonda en el misterio. Una que no repele al espectador, sino que lo atrae a la historia. Es bueno. Con cada visión fantasmagórica, sentimos conocer un poco más del tío: arrancamos un trozo más de carne, obtenemos una pieza más del puzle. Visualmente, seduce. Los fantasmas son construidos con delicadeza y galantería, mimetizándose con la bruma tropical de la noche. Es una visión contenida, de seguro, pero no por eso, menos impresionante. De a pocos, el filme se va atreviendo a ir más allá: abandona la casa y se centra en el bosque, en lo salvaje y romántico, en contraste con la excesiva sobriedad de la casa y de los personajes que la habitan. La paleta de colores empieza a sobresalir cuando los fantasmas también lo hacen. El azul cubre una especie de estanque donde habitan criaturas salvajes. Tonos púrpura habitan los campos. El rojo sangre de los ojos es guía en lo oscuro.
El guion contribuye con su sutileza: busca permanecer en un segundo plano, sin comprometerse con ningún giro demás o diálogo denso: más que palabras, la abstracción que propone el tailandés requiere de colores, de sustancia visual, de un ejercicio de paciente observación y mayor concentración. A ratos, parecería que las palabras aturden. En general, esa búsqueda de abstracción es el riesgo de una película como la del Tío Bonmhee… Es, entonces, un filme que funciona como un todo: las escenas individuales no tienen tanto brillo y permanecen subordinadas a la visión final. Vemos transición tras transición, conversación y silencio, toma de mañana y toma de noche. Sabemos que es un juego rutinario, mecánico y predecible. Lo aceptamos. Abrazamos lo formulaico. Lo interesante —o incluso, lo mejor—, es que no lo sentimos así. Luego de más de dos horas de soporíferas transiciones, el film cierra con la misma calma y la audiencia se siente segura de haber recibido algo nuevo, aún sin saber qué es y cómo expresarlo gráficamente.
Volvemos a la intención didáctica del filme: a la interrogante, con sus respectivas respuestas. El porqué de la vida eterna. La solución ante la muerte. La solución subyace del mismo enfrentamiento que tiene Bonmee con sus memorias, con sus allegados, ya sean de este mundo o los que le suceden. En general, somos lo que recordamos; somos las leyendas y mitos que nos rodean, las personas que llegamos a conocer, las tantas vidas que hemos vivido y aquellas identidades que hemos mantenido en cada uno de ellas. Esos retazos componen nuestra identidad y hacen que, de alguna forma, podamos permanecer y permanecer bien. La culpa y reproche de la eternidad, entonces, se contrastan con un yo narrativo que es recordado con amor por los otros, o eso sucede a ratos. Esa es la vida eterna, al menos, a la que se aferra Bonmee. Sí. Puede que, a la larga, eso es mucho más efectivo que los fantasmas.
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