La nueva Ley de Contrataciones del Estado sigue estableciendo el arbitraje como mecanismo para resolver los conflictos que ocurren en la etapa de ejecución contractual en el contexto de la contratación administrativa en el Perú. Así, parecen evidentes las ventajas del arbitraje para resolver controversias en el ámbito de la ejecución de los contratos administrativos. Sin embargo, inicialmente es posible percibir cierto conflicto entre la naturaleza esencialmente privada del arbitraje – que no lo es tanto, como veremos luego – y la esencia pública de la contratación administrativa, basada en la satisfacción de necesidades de la colectividad.
En primer lugar, es discutible afirmar que el arbitraje sea una institución esencialmente privada. Si bien es cierto, el arbitraje surge como resultado de un acuerdo entre privados, ello no impide que exista un fuerte componente de interés general en el mismo, derivado de la necesidad de emplearlo para resolver conflictos. Ello proviene evidentemente de la aplicación del artículo 139° de la Constitución, que establece con claridad que el arbitraje constituye jurisdicción, no siendo – como algunos creen – un medio alternativo a la misma.
Lo antes señalado es consecuente con lo establecido por el Tribunal Constitucional sobre el particular (STC N.° 6167-2005-PHC/TC), el mismo que ha señalado en un importante precedente que la naturaleza propia de la jurisdicción arbitral y las características que la definen, las que le permiten concluir que no se trata del ejercicio de un poder sujeto exclusivamente al derecho privado, sino que forma parte esencial del orden público constitucional.
En ese sentido, continúa señalando el Tribunal, que la facultad de los árbitros para resolver un conflicto de intereses no se fundamenta en la autonomía de la voluntad de las partes del conflicto, prevista en el artículo 2º inciso 24 literal a) de la Constitución, sino se origina, como lo hemos señalado, en el artículo 139º de la propia Constitución. Nótese entonces que el Tribunal, a través de este precedente, no discute que el arbitraje constituya jurisdicción, tópico este último que ha generado no poca controversia en la doctrina, controversia que hoy en día carece de sentido. Ello nos permite afirmar que el arbitraje no es un mecanismo alternativo de resolución de conflictos, sino que más bien constituye una jurisdicción paralela, que goza de las prerrogativas de tal, las mismas que impiden cualquier afectación a la competencia que corresponde sea por voluntad de las partes o, como ocurre en el ámbito de la contratación administrativa, sea por mandato de la ley.
De allí que el Tribunal Constitucional señale que el proceso arbitral tiene una doble dimensión pues, aunque es fundamentalmente subjetivo ya que su fin es proteger los intereses de las partes – resolviendo controversias -, también tiene una dimensión objetiva, definida por el respeto a la supremacía normativa de la Constitución, dispuesta por el artículo 51° de la Carta Magna; siendo que ambas dimensiones son interdependientes y es necesario modularlas en la norma legal y en la jurisprudencia.
Lo señalado en el párrafo anterior permite, como consecuencia lógica, que dicha jurisdicción arbitral se encuentre protegida, en primer lugar, por el principio de no interferencia, consignado en dicho artículo 139°, así como por el principio de la “kompetenz-kompetenz”, que consiste en la facultad de los árbitros de decidir respecto a su propia competencia y que se encuentra consignada con meridiana claridad en el Artículo 39° de la Ley General de Arbitraje.
En segundo lugar, el arbitraje se ha convertido en un mecanismo para reemplazar al Poder Judicial por un modelo que permita los mismos resultados con una mayor eficiencia, a fin de asegurar que el mismo pueda servir como un adecuado instrumento para que la ejecución en materia de contratación administrativa pueda llegar a un buen término, con un evidente beneficio para ambas partes. Y es que, el arbitraje goza de cierto prestigio al interior de las Administración Pública y respecto de los propios contratistas, a lo que hay que sumar el hecho de que permite resolver los conflictos con mayor celeridad y especialización.
El Estado ha recurrido al arbitraje como resultado de la constatación de que el Poder Judicial no brinda las garantías necesarias para que el sistema funcione. De hecho, la normativa vigente hasta la promulgación de la derogada Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado regulaba un mecanismo de resolución de controversias por completo distinto, que consistía en la solución de la controversias por parte de un tribunal administrativo, para que luego sea revisado a través del proceso contencioso administrativo vigente en aquel entonces; mecanismo que resultaba ser por completo ineficiente. El empleo del arbitraje en este caso es la constatación de que no todo debe someterse al control jurisdiccional del Poder Judicial, por evidentes razones de eficiencia.