El Informe de Desarrollo Humano 2021

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La desigualdad y la pobreza son los elementos estructurales de la realidad de América Latina y el Caribe que impactan en la calidad de vida y el bienestar de sus habitantes. Tan igual como la pobreza, la desigualdad es un fenómeno multidimensional y es particularmente significativa en esta región del planeta.

Salir de este hoyo sí es posible con una escalera que establezca la ruta para la desconcentración y democratización del poder, que reduzca la violencia, y que diseñe políticas públicas integrales y pertinentes a partir del crecimiento económico y una mejor redistribución de la riqueza, a la par de un cambio sustancial en las percepciones sobre ellas y su naturaleza por cuenta de los actores sociales, políticos y gubernamentales.

Nada fácil ni cercano. Una de las características típicas es el alto grado de transferencia intergeneracional de la pobreza y la desigualdad que se transmite de padres a hijos, quienes resultan heredando las ventajas y desventajas de sus progenitores y su posición en el seno de la vida económica y social de los territorios que habitan.

La concentración del poder político y económico, la violencia (que deteriora derechos y libertades y “fractura” el capital social), y políticas públicas verticales -con efectos indeseables e inesperados- constituyen la trampa para la desigualdad, el crecimiento y la productividad. Así lo precisa el reciente Informe Regional de Desarrollo Humano publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, junio 2021), cuyo título expresa la condición gravitante de la región: “Atrapados: alta desigualdad y bajo crecimiento en América Latina y el Caribe”. Puede descargar el informe completo o un resumen de él desde aquí: https://bit.ly/2SEcJxG

El PNUD incorporó las variables de la violencia y la pandemia en su último análisis anual sobre el desarrollo humano, reconociendo la profundización de las brechas socioeconómicas que han generado en nuestras naciones los impactos del covid-19.

La superación de la alta desigualdad, la recuperación del bajo crecimiento y la mejora de la productividad de los países latinoamericanos y caribeños, supone  políticas públicas articuladas e integrales de mediano y largo plazo, cuyo diseño e implementación deben responder a una visión compartida del futuro próximo atendiendo las urgencias nacionales del presente.

Las percepciones sobre la desigualdad y la pobreza que tienen los líderes políticos, la academia, los tecnócratas estatales, los agentes económicos, y en especial los ciudadanos, son asuntos cruciales a tener en cuenta en un escenario de crisis políticas y sanitarias como las que se presentan, por ejemplo, en Colombia, Chile y Perú,  y demandan atención y compromiso gubernamental con políticas públicas para la reactivación económica con empleo digno, la reconstrucción y el fortalecimiento de los sistemas públicos de salud y de la seguridad social, así como programas y proyectos productivos orientados a la generación de oportunidades, especialmente en el mundo rural.

En este contexto los sistemas de protección social contribuirán a reducir la desigualdad, pero deberán de ser “más inclusivos y redistributivos, fiscalmente sostenibles y más favorables al crecimiento”, pues continúan muy fragmentados por la alta informalidad del mercado laboral y la inequidad de las oportunidades para la población vulnerable y los más pobres, todo lo cual impacta, subsecuentemente, en los niveles de ingreso y en la productividad. Un principio clave de la protección social deber ser, sostiene el PNUD, la universalidad de la seguridad social con los beneficios de la misma calidad para todos.

Pertinencia de la política social

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La manera en que se van a implementar las decisiones y quehaceres de la política social del nuevo gobierno exige una mirada pertinente a la realidad sociocultural y política de los territorios, especialmente rurales, que no corresponden siempre ni necesariamente a los patrones generales de la cultura occidental, como bien sabemos desde hace mucho, si no, por el contrario, a las particularidades de las culturas y de las prácticas locales inclusive.

Y esto no es un enfoque ni académico ni caprichoso, es un abordaje intercultural validado a lo largo de los años, resultado de las experiencias públicas y privadas, y de los aprendizajes en la lucha contra la pobreza rural en el mundo andino y amazónico.

Tenemos en el Perú 48 lenguas originarias, 44 de ellas se hablan en la Amazonía y 4 en la zona andina: quechua, aimara, jaqaru y kawki (el jaqaru se habla en los distritos de Tupe y Catahuasi, provincia de Yauyos; y el kawki o cauqui en el pueblo de Cachuy ubicado dentro de la jurisdicción de Catahuasi). Pero además, los peruanos vivimos en tres regiones naturales, que se diferencian no sólo por la geografía, la economía y la cultura, sino también por la forma cómo las comunidades y la gente que las habita se articulan a los pueblos más grandes, a las ciudades intermedias y a las metrópolis, especialmente de la sierra y la costa; dinámicas atravesadas a su vez por elementos histórico-culturales y en particular por modelos de desarrollo que restringen las oportunidades, generan desventajas e  imponen exclusiones.

Son las brechas de la desigualdad y la pobreza las principales barreras en la construcción del desarrollo y el bienestar. En este escenario, sin embargo, cabe observar y tener presente la percepción de bienestar de las personas, sus aspiraciones de cambio, su disposición y capacidad para la transformación, así como los factores socioeconómicos, educativos y políticos que lo bloquean o dificultan.

En esa coyuntura crítica, de polarización social y política, es crucial romper la visión apocalíptica del futuro de la Nación y asumir el esfuerzo de construir a base de consensos mínimos las prioridades de las políticas sociales, con la pertinencia y las especificidades descritas para enfrentar con eficacia y mejores resultados el hambre y la pobreza que hoy vulnera los derechos básicos de al menos 30 por ciento de peruanos, como consecuencia, entre otras razones, de la pandemia del covid.

El Estado peruano ha acumulado ya una vasta experiencia no solo en el diseño, y ejecución de políticas, programas y proyectos sociales, sino además en su evaluación y rediseño, validadas inclusive internacionalmente, de modo que no hay razón para volver a los años funestos del uso político de los programas sociales como ocurrió en la década de los 90 del siglo pasado.

La hora final

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El enfoque de desarrollo territorial rural como un modelo de intervención que articula a los actores institucionales, colectivos e individuales sobre la base de las potencialidades del espacio geográfico y económico, y alrededor de las necesidades y expectativas de la población para construir el cambio, tiene el propósito estratégico de promover el bienestar en sus dimensiones económicas, sociales, políticas y culturales.

Es esta perspectiva, creemos, la que debe gobernar el proceso de construcción de las políticas y programas sociales para el mundo andino y amazónico, involucrando en la gestión a las comunidades y usuarios organizados, siempre que asuman una responsabilidad compartida que evite la clientela política, la dependencia asistencial y el populismo de antaño. Ha llegado la hora.

Los procesos colectivos facilitan los cambios hacia un desarrollo territorial inclusivo, pero para ello deben renovarse y reajustarse las políticas nacionales del Estado peruano a partir de un consenso mínimo de los sectores públicos y privados, sociedad civil y el concurso de los ciudadanos reconocidos por sus compromisos y prácticas honorables. La coordinación intersectorial y la colaboración multinivel convergen en sinergias para facilitarlo. La coyuntura no puede ser más propicia hoy en el año del bicentenario, y un nuevo Acuerdo por la Gobernabilidad puede ser la plataforma más pertinente.

El modelo expresa una estrategia liberadora de las capacidades y fortalezas del territorio (entendido como espacio de interacciones que conllevan una visión compartida del desarrollo y actores comprometidos en su construcción), más aún cuando se encuentran aliados institucionales, cuando se extiende la confianza mutua y se reconoce al interlocutor en todas sus dimensiones humanas, y cuando se generan oportunidades para una salida sostenible de la pobreza sin dañar la dignidad de las personas.

Hemos sido testigos de cómo las ofertas ofensivas a la situación de pobreza de miles de compatriotas durante la campaña contaminaron el discurso electoral, cobrando inusitadas promesas en la segunda vuelta, por ejemplo, de una candidatura empeñada en una fuga hacia adelante, para lo cual no escatimó anuncios de distribución de dinero a cuenta de los recursos del canon minero.

En un contexto de crisis sanitaria, crisis política y crisis económica; y en un escenario crispado por pugnas y puyas de grueso calibre, un nuevo modo de gestionar la política pública, y más precisamente un nuevo estilo, transparente y democrático, se hace urgente en las horas cruciales de la patria, cuando iniciamos la tercera década del segundo milenio, cuando nos envuelve el Bicentenario de la Independencia Nacional, y cuando está próximo el fin y el inicio de un nuevo gobierno.

El día después de mañana

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Bien sabemos que las urgencias del gobierno que se va y del que viene es y será la lucha contra la pandemia, la contención de su impacto en la vida de las personas y el plan de vacunación para los sobrevivientes. Éstas, junto a la reactivación económica y la lucha contra la pobreza, son las demandas ciudadanas.

La vorágine disputa por el poder hizo “olvidar” a quienes quieren llegar a Palacio que los electores necesitamos claridad en sus propuestas sobre la pobreza, las carencias y las vulnerabilidades, el plan mínimo para conocer qué y cómo lo harán, más allá de las declaraciones generales. En el debate político poco se ha dicho sobre el tema, pues más relevantes para estos ha sido la forma de convencer a los incautos con ofertas de todo orden y ningún plan.

Es tarde. A pocas horas de las elecciones, la mayoría ya tomó su decisión y acudirá este domingo a manifestarla en las ánforas, sobre las tres opciones posibles, la tercera, el voto blanco/viciado. Pero hay una porción de indecisos de última hora que inclinarán la balanza.

Entonces, “el día después de mañana”, cuando el mar agitado recobre la tranquilidad, cuando la calentura política amengüe y no haya marcha atrás, sabremos de las ganancias y las pérdidas de la película electoral, de las oportunidades y tal vez de los daños colaterales que cargaremos, quien sabe más allá de los cinco años del periodo gubernamental.

La agenda prioritaria no puede ser sino la lucha la pandemia, la reactivación económica, la generación de empleo y una fortalecida estrategia de reducción de la pobreza urbana y rural que, como consecuencia de la crisis sanitaria, ha trepado de 20.2 a 30.1% en tan solo un año, y sólo en el ámbito rural se incrementó de 40.8 a 45.7%

La política social del nuevo gobierno debe recoger los aprendizajes obtenidos de los planes, programas y proyectos públicos y privados, porque hay un largo sendero de experiencias, y unas más significativas que otras, que deberían de enriquecer las intervenciones exitosas para cerrar las brechas sociales y construir mayores y mejores oportunidades para todos, pero en particular para aquellos excluidos del desarrollo económico.

Y mucho de esto dependerá que los programas sociales no sean fuente de clientelaje político del Gobierno Nacional, gobiernos regionales y municipales -como ocurrió en los años del alanismo primario y del fujimorato– ni de cacicazgos regionales que aún subsisten, ante lo cual los ciudadanos tendremos algo que decir y mucho por actuar.

Ajustes de urgencia

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Un correcto diagnóstico para cualquier decisión sobre política pública es clave, más aún si supone planeamiento, diseño, rediseño o mejora de los programas y proyectos, arquitectura organizacional, personal operativo calificado y asignaciones presupuestales, y si involucra, por supuesto, a los ciudadanos más vulnerables.

Esto es lo que debe hacer el Estado y sus instituciones en materia de políticas sociales, el diagnóstico más correcto para elevar la calidad de sus intervenciones, aunque es verdad que existen otros factores asociados a la toma de decisiones: voluntad política y propósito estratégico.

Ante el reciente Informe Técnico del INEI sobre pobreza monetaria que refleja parte de los impactos de la pandemia del Covid-19, es bueno recordar que la pobreza se manifiesta también en otras dimensiones más allá del ingreso/gasto: salud, educación, saneamiento, vivienda, empleo, transporte, conectividad, y otros indicadores vinculados, por ejemplo, a la territorialidad rural/urbana, y en el Perú en particular a la configuración geográfica (costa, sierra y selva) y su realidad sociocultural.

A esto sumamos el ciclo de vida diferenciada por la edad de las personas y el modo de su participación o inserción en las actividades económicas, sociales y culturales.

El análisis de la pobreza requiere pues un enfoque multidimensional y no sólo monetario, de modo que los reajustes a la formulación e implementación de las políticas sociales contribuyan a enfrentar con éxito la pobreza, la vulnerabilidad, la desigualdad y la exclusión. Lo necesitará el nuevo gobierno y lo necesitamos todos.

El Instituto Nacional de Estadística e Informática y el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social tienen que atender, este 2021, el compromiso pendiente de definir el Índice de Pobreza Multidimensional para un diagnóstico certero de las carencias de los ciudadanos y una radiografía más exacta del fenómeno de la pobreza. De este modo tendremos inversiones sociales más pertinentes, eficaces y eficientes.

El INEI trabaja en este tema con la ayuda de la Comisión Consultiva que le da soporte metodológico, en respuesta, además, a los compromisos del Estado peruano ante la comunidad internacional para el monitoreo de los Objetivos de Desarrollo Sostenible al 2030 proclamado por las Naciones Unidas en setiembre de 2015.

En efecto, la meta 1.2.  (“De aquí a 2030, reducir al menos a la mitad la proporción de hombres, mujeres y niños de todas las edades que viven en la pobreza en todas sus dimensiones…”) obliga al INEI a adoptar indicadores oficiales de pobreza multidimensional complementarias a la medición de la pobreza monetaria. Y junto a esta urgencia, debe actualizar también el “Año Base” con el que compara y evalúa los cambios en la vida económica y social de los peruanos tomando en cuenta los últimos censos y encuestas nacionales.

La década perdida

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El informe técnico presentado hace algunos días por el INEI confirmó las alertas de meses anteriores. La incidencia de la pobreza al cierre del año 2020 en el Perú trepó 9.9% y nos ha retornado al pasado. Es una pérdida impresionante en la lucha contra la precariedad monetaria en tan solo un año; de 20.2% en el 2019 hemos caído a 30.1% en el 2020.

Desde una perspectiva mayor, observamos que en el 2010 la pobreza monetaria era de 30.8%; al cierre del año 2020, 30.1%. Retrocedimos una década. La causa principal es sin duda la pandemia del Covid-19, pero no la única.

La progresiva reducción de la pobreza total en los últimos diez años, con un promedio de -2% anual, comenzó a ralentizarse hacia el 2015 (21.8%) y desde entonces los avances fueron mínimos, hasta el 20.2% del año 2019. Hoy el panorama es aterrador, pero la realidad rural es más dramática aún. Si en el 2019 teníamos ya 40.8%, al cierre del 2020 la pobreza rural general había escalado a 45.7%.

Por regiones naturales, la pobreza en la sierra rural es mucho mayor (50.4%) que en la selva rural (39.2%) y la costa rural (30.4%).

La expansión y duración de la pandemia han afectado los ingresos familiares debido a la caída del empleo. El gasto real promedio por persona disminuyó 17.9% en la costa, 13.6% en la sierra y 10.6% en la selva, de acuerdo al reporte del INEI. Y es que la línea de pobreza extrema (el valor monetario del gasto per cápita mensual de un hogar para la compra de alimentos) aumentó en el área urbana a 2.0% y en el área rural 1.2%, es decir, se necesita ahora más dinero para comprar la misma cantidad de alimentos, y no todos lo obtienen.

Los bonos entregados por el Gobierno Nacional aliviaron las secuelas de la cuarentena por la pandemia, pero la prolongación de la crisis sanitaria lo hizo insuficiente, como parece ocurrir con las medidas complementarias, aunque la estrategia Hambre Cero implementada desde el último trimestre del año pasado está aún -en el área rural- en proceso de afianzamiento y en expansión.

La Comisión Consultiva para la Estimación de la Pobreza (que acompaña oficialmente las mediciones que realiza el INEI), ha dado cuenta en su informe que determinar el nivel de impacto de los bonos Covid y otras transferencias públicas es una tarea compleja que requiere simulaciones basadas en hipótesis que consideren efectos directos e indirectos; sin embargo, la estimación de la pobreza monetaria para el año 2020 -que se basa en la información auto declarada sobre el consumo- lo incluye.

El INEI utilizó la misma metodología de los años anteriores tanto para el cálculo de los gastos de los hogares como para el cálculo de las líneas de pobreza monetaria sobre los resultados de la Encuesta Nacional de Hogares sobre Condiciones de Vida y Pobreza (ENAHO). La muestra fue de 37,103 viviendas y sobre ellas se aplicaron entrevistas presenciales en un 51% y entrevistas telefónicas en un 49%. La Comisión Consultiva evaluó los datos obtenidos y sostiene que “responden a un alto estándar de calidad y robustez”, y que el estudio reporta “información confiable”.

El gobierno anunció que la semana próxima adoptará un conjunto de medidas adicionales para fortalecer la economía familiar. El desafío es enorme, pero no bastarán nuevos bonos ni devolución de los fondos de las AFP ni ONP (recordemos que el 72.4% de la Población Económicamente Activa es informal y no cotiza a ningún fondo público ni privado de pensiones) si no se acelera la vacunación contra el Covid y la reactivación de la economía, se incremente la inversión pública y privada, y se mejore la eficacia y cobertura de los programas sociales.

Desigualdades perversas

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América Latina es una de las regiones con las mayores desigualdades en el mundo, empezando por las grandes brechas en los ingresos y las limitadas oportunidades de acceso a los beneficios del desarrollo económico y social. Elementos transversales a esta cruda realidad son el origen territorial y étnico, la educación, la salud, el empleo, las diferentes etapas del ciclo de vida, factores claves para alcanzar el bienestar.

Las desigualdades se expresan en la alta concentración de la riqueza en un reducido segmento de la población, por un lado, y de otro, la vulnerabilidad, la exclusión y la pobreza, que se extiende en vastos sectores con escasas posibilidades de empleo, educación de calidad y seguridad social, por ejemplo, afectando derechos y clausurando las salidas de escape a las precariedades cotidianas, mientras la informalidad y el incumplimiento de obligaciones ciudadanas reducen las cuentas fiscales.

El Covid-19 ha incrementado la desigualdad. Amplió las diferencias en materia de ingresos, profundizando las inequidades en sociedades ya fragmentadas por los males estructurales que los Estados y gobiernos no tuvieron voluntad de enfrentar ni capacidad para corregir en las últimas décadas.

Las víctimas de la pandemia son también aquellos que se encontraban entre el umbral de la pobreza y los de más abajo, es decir los pobres más pobres, cuyos gritos de hambre demandan con urgencia ampliar las redes de protección social de los Estados latinoamericanos mientras los gobiernos procuran recuperarse de la crisis económica para darles alguna esperanza de sobrevivir.

Todo esto explica en esta parte del mundo las sostenidas demandas de cambios al que se resisten las élites económicas y políticas que no parecen comprender que una mayor igualdad, la reducción de la pobreza, mejores indicadores en educación y derechos laborales son las bases económicas y sociales para la construcción de sociedades democráticas, con menos discriminación y mayor apertura a las dinámicas culturales integradoras, bastante lejos de la inequidad asumida como un mal necesario para la inversión y el crecimiento.

Una mejor distribución de los activos y de los ingresos puede propiciar un aumento de la productividad y la expansión del mercado interno, pero aún no se asimila la “igualdad multidimensional”, aquella que supone reformas y cambios estructurales que profundicen la democracia y promuevan la participación ciudadana, oportunidades de empleo, servicios públicos de calidad, y reconocimiento de las diferencias y de la dignidad de las personas.

Lo que nos falta: casi todo

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No sólo crisis sanitaria, sino casi todas las demás. Ya lo sabemos, pero revisemos cómo nos involucra y cómo nos compromete la búsqueda de una salida, esta vez desde las fortalezas que aún nos quedan para aprovechar las escasas oportunidades en un mundo de amenazas que desnudan nuestras debilidades.

¿Qué hizo, dejó de hacer y cómo hará el Estado para orientar a sus ciudadanos hacia la luz al final de un túnel que se alarga como una serpiente en fuga hacia adelante?

Con la pandemia todas las desigualdades brotaron de pronto como si hubieran nacido y crecido a la velocidad de la luz, y todos han volteado los ojos hacia el Estado clamando el auxilio salvador, incluyendo los que medraron de él, los otros que lo ningunearon desde la informalidad, la elusión y la evasión tributaria, e incluso aquellos que han trabajado intensamente para recortarle competencias y responsabilidades.

Ante la crisis global el Perú requiere revertir los indicadores claves de la economía con mayor inversión privada y pública, transformar su sistema de representación política, reconstruir y ampliar la salud pública, democratizar la educación de calidad y mejorar sus servicios, así como intensificar y ampliar las políticas sociales habilitadoras de oportunidades económicas, adoptando políticas públicas diversificadas y pertinentes a la realidades de la costa, sierra y selva para una recuperación que nos conduzca hacia un nuevo modelo de desarrollo centrado en las personas, y creemos, bajo un enfoque de desarrollo territorial inclusivo y articulador.

No es poca cosa, casi lo es todo.

Sin embargo, revertir la crisis sanitaria y la recuperación económica son las dos urgencias nacionales, que a partir de un acuerdo social y político de corto y mediano plazo, pueden despejar el camino de los escombros que nos deja la pandemia y la crisis política.

Compete por ello una enorme responsabilidad a las nuevas representaciones y liderazgos dentro y fuera del Congreso, y una tarea mayor a las dos fuerzas que pugnan por manejar las llaves de Palacio de Gobierno.

El marco orientador para las acciones y tareas del nuevo gobierno, debería estar alineado, a nuestro entender, a la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, priorizando la erradicación del hambre, promoviendo la seguridad alimentaria, apostando por la salud y educación, mejorando el acceso al agua limpia y promoviendo la sostenibilidad del crecimiento económico. Para ello, tenemos que redefinir la agenda pública con políticas de Estado innovadoras, de modo que contribuyamos a construir sociedades más justas y sostenibles.

Las cifras que también duelen

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Un niño con desnutrición crónica y con anemia en sus primeros años de vida no podrá desarrollar plenamente sus capacidades humanas, tendrá dificultades para superar las exigencias básicas del sistema educativo, y difícilmente podrá insertarse en forma sostenible en alguna actividad productiva.

La última Encuesta Nacional Demográfica y de Salud Familiar (ENDES) cuyos resultados se publicaron hace algunas semanas, revela que el porcentaje de niños menores de 5 años que padecen desnutrición crónica en el Perú alcanza el 12,1%; y la prevalencia de anemia en niños entre 6 a 36 meses afecta al 40,0%. Estas son cifras totales, pero si abordamos el problema por lugar de residencia, las brechas cobran su real dimensión. En la zona urbana la desnutrición infantil llegó a 7,2% pero en el área rural fue de 24.7%. Entre tanto, la anemia infantil afectó al 36,7% de los niños de zonas urbanas, pero al 48,4% de los infantes que viven en áreas rurales.

Recordemos que la anemia es una afección por déficit de hierro y se determina por el nivel de hemoglobina en la sangre. En promedio, la anemia en el 2020 afectó a cuatro de cada diez infantes menores de tres años (Informe Perú: Indicadores de Resultados de los Programas Presupuestales 2015-2020, ENDES. INEI, marzo 2021).

Desde la óptima de las regiones naturales, cabe decir que la anemia fue mayor en la sierra (48,6%) y la selva (46,3%) que en la costa (33,5%). Estos contrastes son equivalentes a las oportunidades de acceso a los medios de vida que tienen los infantes, un drama que el próximo gobierno tiene que abordar.

La alimentación, la salud y la educación, son elementos básicos para el desarrollo humano y es alarmante que las cifras de desnutrición crónica infantil apenas hayan descendido 2,3 puntos porcentuales entre el 2015 y el 2020; y la anemia en 3,5 en el mismo periodo (el dato comparativo entre el 2019 y 2020 muestra un progreso ínfimo de -0.1% para ambos indicadores).

Estos magros resultados reflejan no solo los problemas de la gestión de la salud pública en el país (lo vivimos cada día con la pandemia). La desnutrición y la anemia son fenómenos multidimensionales que están asociadas también a nuestros problemas estructurales: pobreza monetaria (escasos ingresos familiares), pobreza no monetaria (falta o limitado acceso a servicios de agua, saneamiento, vivienda y otros), y a factores culturales (hábitos alimenticios y de higiene).

Dos temas claves para las políticas públicas y un gran desafío para el nuevo gobierno.

¿Y ahora qué?

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Los resultados de los comicios en primera vuelta son evidencia de la debilidad de la democracia peruana, no por la naturaleza ni la oferta de las dos opciones -extremas y antagónicas- que irán al balotaje del 6 de junio, sino sustancialmente por la ausencia en las ánforas de al menos 7 millones de peruanos y de otros 3 millones que sí acudieron a las urnas, pero para viciar el voto.

Las cédulas electorales de Pedro Castillo y Keiko Fujimori apenas sumaban 4 millones 529 mil 371 (al 99.9% de las actas procesadas, ONPE a las 15:30 horas del jueves 15 de abril), es decir, una ínfima proporción de los 25 millones de peruanos hábiles para ejercer su derecho a elegir. Así las cosas, cualquiera sea quien gane la segunda vuelta, tendrá una legitimidad de origen muy precaria.

Las voces que sostienen que estamos en una nueva etapa y se requiere, por tanto, una nueva mirada a partir de la realidad electoral surgida la noche del domingo 11, se equivocan en un asunto tan clave como sencillo de entender. Los votos nulos y blancos por su significativo número valen mucho en términos sociales y políticos, gritan a viva voz sentencias condenatorias a la clase política, son las gargantas agitadas que no mostraron apetito alguno sobre el menú de abril; pero nos recuerdan también el hartazgo vomitivo sobre los discursos retóricos poco decorosos ante las emergencias y urgencias nacionales.

Y entonces, como lo dijimos el sábado anterior, hemos perdido todos. Los candidatos sobrevivientes para la segunda vuelta no deberían olvidar las cuentas pendientes con el resto de ciudadanos que les negaron el voto, y deben considerarlo a la hora de ofrecer un nuevo menú, que sin bien puede perder el sabor que le encontraron sus seguidores el último domingo, puede salvarlos por ahora de la campana.

Porque lo cierto es que el escenario de crisis recurrente no se esfumará ante el nuevo mapa político nacional y la nueva representación en el Congreso, variopinto el primero, multipartidario y fragmentado el segundo; salvo que apuesten -a la luz de los dichos del día siguiente- por algo que en el fondo no quieren, un acuerdo político y social, el consenso básico que la Nación entera reclama para enfrentar la pandemia, recuperar la economía, los empleos,  la oportunidad para ascender a la superficie, y sobrevivir.