“El ajedrecista” por Jeisson Sandoval

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ajedrez

El destino de Antonio fue escrito aquel día en que Don Fausto Martínez habiendo perdido su primer y único torneo provincial, decidió casarse y tener un hijo que conociera al ajedrez desde siempre y pudiera lograr lo que él jamás conseguiría: participar en los torneos más competitivos de Europa y ser un campeón mundial.
Apenas Antonio nació, su padre le mostró unas piezas de ajedrez, le presentó al silencioso peón, al caballo saltando, al alfil desplazándose como una espada, a la torre embistiendo, a la dama todopoderosa, al rey inmóvil que tenía el mismo aire pensativo que había en sus negros ojos, los mismo que brillaban en su padre mientras hacía aquel espectáculo en el hospital.
Cuando Antonio cumplió dos años, su padre intentó enseñarle a mover las piezas, pero los torpes dedos de niño no lo ayudaron. Don fausto decidió entonces no enseñarle a jugar sino hasta los cuatro.
Para su tercer cumpleaños Antonio recibió de regalo un espléndido juego con piezas finamente talladas en madera sobre un tablero no menos imponente. Además, su padre le dijo que lo llevaría todas las tardes, a partir de aquel día, a ver como jugaban en el mercado Modelo, donde los cargadores y vendedores se reunían a disfrutar del apasionante rey de todos los juegos y juego de todos los reyes. La intención de Don Fausto era crearle un sentimiento positivo ante el juego. Esa tarde, mientras de cuclillas el pequeño Antonio observaba como su padre y el cargador Pepe movían las fichas, el genio empezó a descubrir su destino. Aquella misma tarde Antonio entendió el sentido del juego: dar mate al rey. Comprendió también que las blancas jugaban primero, que cada pieza tenía sus reglas de movimiento; que el avance del peón en la primera línea, el enrroque y el peón al paso debían de merecer mayor atención al día siguiente. Con el pasar de los días la lógica de Antonio creció con su calidad de observador, dedujo que la importancia que le daban los jugadores a las piezas se debía a la etapa de juego, que los sacrificios podían, si bien no darte la victoria a corto plazo, ofrecerte una mejor posición. Aprendió a diferenciar una buena de una mala jugada, le encantaba ver si en los errores de algún contrincante de su padre habría una jugada espléndida, y aunque a veces las encontraba, jamás entendía porque nunca las usaban. Entendió en que consistía un jaque al descubierto, una clavada, un gambito, sin embargo, no conocía que estos tenían estos nombres.
Cuando cumplió sus cuatro años, Antonio dejaría de ser un espectador para convertirse en un temido jugador. Su padre creyendo que su hijo no sabía aún ni el movimiento de las piezas, decidió enseñarle. Mientras Antonio oía los nombres que su padre le daba a cada regla, asentía atento y sus grandes ojos negros no perdían de vista los de su padre y mucho menos sus oídos le daban poca importancia a sus palabras. Antonio admiraba a su padre, siempre lo vio ganar partidas, lo consideraba un gran jugador. Su padre sorprendido por lo bien que entendió las reglas del juego, procedió a decirle que jugarían una partida para que sintiera la pasión de jugar. Antonio aceptó emocionado, armó las piezas rápidamente y pidió jugar con blancas, su padre aceptó. Antonio seguido de sus conclusiones como observador y su instinto agresivo, empezó a atacar el peón c7, sacó el alfil, el caballo, desplazó los peones, enrrocó, alineó las torres contra el mismo peón aun después de que su padre enrrocara también. Su padre que al principio quiso observar lo que su hijo intentaba hacer, se vio frustrado al notar el ataque demoledor que podía caerle encima, se preocupó, intentó defender como pudo, pero ya era tarde, Antonio había ganado su primera partida.
Don fausto salto de la emoción viendo al niño prodigio que llevaba su sangre, se apresuró a llevarlo al mercado y ante miradas atónitas y heridas en el orgullo, derrotar a los cargadores y vendedores. Todos querían jugar con ese niño. Al año siguiente, aunque con cinco años aún, Don Fausto sentía que su hijo podría haber perdido la posibilidad de ser campeón en uno de aquellos torneos que realizan los colegios de primaria, entonces lo matriculó en el colegio que se preocupara más por el deporte ciencia.
Y Don Fausto pudo tener mucha razón pues ese mismo año, Antonio ganó el torneo de su categoría a nivel nacional, Antonio Martínez ya era conocido en el país entero, al año siguiente con seis años todavía, ya había empezado a analizar partidas de Grandes Maestros, así como jugar contra el programa de las cabinas de internet de la esquina. El pequeño Antonio empezó a ver tableros de ajedrez y problemas del mismo en sus sueños, jugaba ajedrez mientras dormía, y constantemente se quedaba meditando, mientras almorzaba o escuchaba la clase, que debió haber jugado en las veces en que la computadora le ganaba. Consiguió más títulos con sus ocho años, se codeo con Maestros y Grandes Maestros en torneos nacionales, consiguió jugar en primer tablero, acumuló elos, y al año siguiente ya había conseguido la categoría de Maestro. Un año después ya era Gran Maestro, el niño de los ojos negros ya no podía consumir más al ajedrez, pero el ajedrez sí a el. Aunque la vida es demasiada corta para dedicarse al ajedrez, Antonio no dejó de aprender jamás. Así, consiguió con 10 años ser Campeón Mundial, en dicho torneo jamás perdió, empató en alguna ocasión, pero el título lo consagró. Al año siguiente Antonio no podía ser vencido por nada ni nadie.
Antonio descubriría luego que el ajedrez no era un deporte justo, con una serie de cálculos se dio cuenta de que si se jugaba con blancas jamás se podía perder si se hacían los movimientos correctos, pero este estudio jamás fue publicado. ¿Qué sentido tendría ya el ajedrez?
Antonio falleció en un vulgar accidente de tránsito, aquel que se atreve en toda su mezquindad a llevarse a los hombres más inteligentes.

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