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Ejercicio de taller

“Las divagaciones de la conciencia y el tiempo” por Felipe Mera

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Leslie está armando cajitas para las piezas de pollo, ella no sospecha de mi mirada penetrante porque se ha olvidado de mí, con el paso del tiempo nuestros ojos se ven menos, en parte le ha servido: ahora es más fuerte. Los recuerdos son cicatrices al corazón-me dijo la última vez que conversamos- por eso tenemos que olvidarnos. Yo intenté persuadirla, sin embargo, sus ojos ya estaban puestos en el vacío. Voy más de dos años a su lado sin existir. Cada día, luego de armas las cajitas, ella se dirige hacia el salón y baja silla por silla. En las mañanas de invierno sus movimientos son más lentos, son agonías extendidas en un rectángulo de 10×25, yo le ofrezco ayuda, siempre es una negación silenciosa; siempre se calla y mira a través de la diafanidad de los cristales: se imagina ella libre, sin tener que pagar cuentas o despertarse a las seis de la mañana. Ella nunca fue así, ni debería serlo, un error desmoronó el gran castillo que su vida representaba. Fue en ese momento que me eliminó.
Nuestra infancia transcurrió en el New Hampshire School. Pasamos con excelentes notas. Nuestros padres tenían una muy buena posición económica, cada fin de año era un viaje al exterior. Nuestro primer problema fue en Madrid, cuando yo empujé a un niño y este se cayó de cara. Leslie se molestó conmigo y no me habló durante el resto del viaje. La buena de Leslie jamás creyó ser capaz de matar. Yo no tuve que ver en la muerte, pero sí en su formación. La muerte se hiló en nosotros, por eso nos exiliamos: para disipar la red que habíamos tejido.
Mi trabajo como consejera no ha sido el más óptimo, más me dedico a observar que a interferir en sus acciones. En esta nueva ciudad Leslie no existe, sólo para mí, para el resto es Sofía, una chica proveniente del interior del país. El tiempo se ha deformado en sus recuerdos, la mujer que compraba vestidos cada semana a las justas y ahora almuerza en un lugar decente. Los dos años y medio de universidad se ahogaron en lágrimas. Ella tuvo que dejar todo; soy la única que la ha seguido.

Los clientes fielmente empiezan a llegar desde las nueve de la mañana. El olor a café con huevos batidos y tocino infesta el salón. Muchos la saludan con un beso, en esta ciudad ha caído muy bien su presencia. Ella sonríe y agradece el gesto. Lleva más tazas con café a las distintas mesas, saluda al doctor Guzmán y a su esposa; al señor Mendoza, que es un viejito amigable; y a mí. Yo me desconcierto. Su voz y mi voz se han encontrado en un pensamiento. Ella también se desconcierta, pero nuevamente ha pensando en mí, ha recordado que aún continúo. Llama a Blanca para que la supla un momento mientras va al baño. Yo subo con ella. Leslie no me dice nada. Sus ojos nuevamente adoptan un color de crepúsculo. Cierra la puerta del baño y el tiempo al fin la alcanza. Las paredes se des-fragmentan. Se lava el rostro y al alzar la mirada nuestros ojos nuevamente se cruzan. Ella me mira con extrañeza. Ella levanta la mano derecha (yo la izquierda). Se asusta mientras la miro con pena. Era necesario verte-me dice- recordar mi rostro del pasado y mi voz; estoy más vacía. Su rostro es un sobre de sal.
(Yo también me querido verte) Lo sé-me dice, era yo la que se oponía. La mirada se había congelado en el espejo. No nos movíamos. Ella se seca los ojos y dice: no fue nuestra culpa matarlos, ellos se lo buscaron, (no importa, ya están podridos), pero extraño a papá y mamá, (yo también).

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“Desde el balcón” por Ethel Barja

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anciana

Nuevamente me embarga esa sensación. Justo antes de introducir la llave en la cerradura, siento su mirada. Creo verla con su silla de ruedas en el balcón. Miro una vez más y me convenzo de que no hay nadie ahí.
Debería dejarme de mariconadas. Ya acabó. La vieja ya no está, pues. Pero sus ojos huérfanos parecen estar espiándome desde el balcón. No dejo de subir las escaleras esperando ver sus largas trenzas. Su cuerpo tan rígido que pareciese compartir la condición metálica de la silla sobre la que solía estar.
Hace unos años yo trabajaba como obrero en una fábrica, me levantaba a las cuatro de la mañana para preparar el almuerzo. A las cinco y media despertaba a mi abuela, Enriqueta, quien desde hace cinco años tenía paralizado los brazos y las piernas; en una de las balaceras que suelen ocurrir por este barrio, una bala ingresó por la ventana, penetró en el cuerpo de la abuela y explotó dentro, lesionándole la columna vertebral; después de despertarla, la bañaba, la vestía y la peinaba. Dos trenzas, como siempre, decía. Le cortaba las uñas si era necesario. La ayudaba a desayunar. La dejaba en la silla de ruedas al lado de la cama. A medio día, venía Carmela, la vecina, ella la ayudaba a almorzar y empujaba la silla de ruedas hasta el balcón, Enriqueta me esperaba ahí hasta que yo llegara y pudiera atenderla. Yo volvía a las cuatro. Me pagaban como si trabajara medio tiempo. Supliqué mucho para que en Pescaperú me dieran ese turno. La abuela necesitaba cuidados, que la saquen de la silla, que la lleven al baño; muchas veces pasó que tuvo necesidad de ir y no había nadie que la llevara, siempre que eso pasaba la encontraba llorando, me decía que ella no pudo esperar, que la perdonara. Alguna vez le grité con furia por no haberse aguantado. No servía de nada recriminarle, poco a poco su vejiga perdió el control de la orina. De vez en cuando tenía ciertos espasmos en la noche, yo debía colocarla en la silla para que la posición la ayudara a respirar mejor; desde que no podía valerse por sí misma, no sólo su cuerpo sufrió cambios, sino también su alma y hasta su manera de mirar. Yo no podía luchar con esos ojos enormemente tristes. Antes yo encontraba fortaleza en ella, ahora no era más que un ser débil y tal vez cobarde, incapaz de ser algo sin mi ayuda.
Por las tardes, mi abuela me insistía mucho en que la sacara fuera de la casa. Entiendo que le deprimía estar todo el tiempo en aquel lugar; un cuarto alquilado, dividido en dos espacios por planchas de triplay, quedaba en el segundo piso de una casa apenas puesta en pie. No siempre accedía a su pedido, no soportaba percibir la curiosidad de los niños, sus risas sobre la vieja que se hacía a la que no se movía, alguna vez escuché que alguien me dijo que deje de hacer de niñera.Cuando la abuela no lograba convencerme, se ponía a gritar como una niña, hasta que por fin lograba que la sacara. Pedrito, Dios te va a recompensar, me decía. No soportaba que me hablara de Dios. Me decía que él la recompensaría también, porque ella sufría mucho. Me pedía que le trajera la Biblia, me indicaba la página donde Carmela le había dicho que estaba la promesa del señor: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación”. Él nos bendice, mira que nunca nos falta qué comer, Dios sabe compadecerse. Claro que no nos faltaba, si yo me partía el lomo todos los días, soportaba que me gritaran que era un inútil cada vez que no movilizaba las cajas suficientemente rápido. Vaya recompensas. ¿Acaso es diferente lo que pasó de lo que seguirá pasando?, más miseria, más humillación. Mi madre murió, a mi padre no lo conocí. La abuela hacía lo que podía para mandarme a la escuela, me daba ánimo para llegar a ser alguien; cuando de pronto, se acabó todo, no más colegio, no más nada de esas fantasías que sólo son para los niños que sí tienen familias decentes, donde los papás no dejan a las mamás y donde las madres no mueren de sida. Yo pertenecía al otro lado. Me convencí de ello cuando la abuela quedó inutilizada por aquella bala del destino y quedó enteramente en mis manos. Tuve que ingeniármelas para cuidarla. La vi sufrir, sufrí con ella, aprendí a cuidarla y a odiar hacerlo minuto a minuto.
Aturdido una madrugada, me desperté antes de lo acostumbrado, la vi durmiendo tranquila, pero me invadió una sensación de no conocerla, de que era un ser ajeno que se había metido aprovechando la oscuridad. Pasó por mi mente un leve recuerdo de cuando me abrazaba y en unos minutos desterré esa posibilidad. Enriqueta hace cinco años que se había ido, aquella mujer era sólo una mala copia que se empeñaba en engañarme, para obligarme a velar por ella. Entonces lo planee todo, la sacaría en la tarde a dar un paseo por la calle, la obligaría a que me dijera porqué se hacía pasar por mi abuela. Ese día volvería sin ella. Claro que me aseguraría de volver con la silla de ruedas, tal vez me darían algo por ella. Me acosté nuevamente. Llegada la hora, me levanté, preparé el almuerzo. Cumplí con la rutina. Me dirigí a la fábrica, no había modo de que pensara en otra cosa. Volví a casa a la hora de siempre, vi hacia el balcón y Enriqueta no estaba ahí. Fue como si me liberara de un adormecimiento, corrí a verla. Estaba tirada en la cama, sus labios temblaban. Su rostro estaba de un color ceniciento, le faltaba el aire; no pude hacer más. Me quedé contemplándola. De su boca salía un murmullo que parecía pedir que me acercara. Me quedé a un paso de la cama, ella era mi abuela. Pude ver claramente a la mujer que cuidó de mí de pequeño detrás de esos ojos hundidos, de ese rostro casi cadavérico. Carmela la había colocado en la cama porque Enriqueta así se lo pidió. Carmela insistía en explicarme, nunca le recriminé nada.
En parte sí la maté, dejé que se muriera, no intenté nada, o es que ¿acaso puedo decir que fue la impresión la que me dejó inmóvil? Eso ya pasó, total, ¿cuánta gente deja morir a muchas otras siendo consciente de ello? Ya veremos si alguien puede tirar la primera piedra. Sea lo que sea aún me pregunto si me podrán dar algo por la silla de ruedas.
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“La muerte de Dios” por Román Paredes

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Las escrituras dicen que Dios creó el mundo en siete días, pero lo que se dice es que esos fueron sus últimos. Somos pocos los que sabemos que Dios, al quinto día de la creación, cayó gravemente enfermo. Al principio parecía ser un resfriado común y corriente, aunque las palabras común y corriente suenen irónicas, y nadie temió nada. Dios se sentía débil y a pesar de nuestras recomendaciones siguió con la creación hasta que, en el quinto día, sus pies flaquearon y, emitiendo un grito ahogado, cayó al suelo. Aterrorizados, todos sus hijos corrimos a socorrerlo y rápidamente lo llevamos a su cama. Se encontraba semi-inconsciente, balbuceaba palabras extrañas de algún idioma aún no inventado y sus manos temblaban. Nadie sabía que hacer, nadie jamás había visto enfermar a Dios, nadie jamás había creído que un Dios pudiera enfermar. Pasó medio día, todos lo rodeábamos preocupados y consternados, temerosos, hasta que al oscurecer, Dios, haciendo un gran esfuerzo, se levantó de la cama. No dijo palabra alguna, ni siquiera nos miró. Yo traté de cogerle la mano, pero fue en vano, sólo podía observar como, con dificultad, seguía con la creación. Se comenzaron a escuchar murmuraciones, dudas, incertidumbres, miedos, y solo pararon cuando se desplomó de nuevo. Esta vez el terror nos invadió por completo, no entendíamos que estaba pasando, no entendíamos que significaba todo esto. Estuvimos a su lado dos horas, rezando constantemente, y cuando volvió a despertar todos callaron. Esta vez no se movió, solo junto sus manos y pudimos ver que lágrimas salían de sus ojos. Saco un pequeño pañuelo de su bolsillo, se secó los ojos y lo guardo. Se levantó, camino unos pasos y, mirándonos a los ojos nos dijo: “Voy a morir”. Nadie pudo decir nada, era como si la voz se nos hubiera esfumado. Estoy enfermo, dijo, y son pocos los días que me quedan. Nos explicó que él no podía morir sin haber hecho algo bueno, que quería dejar de legado un mundo donde solo exista la felicidad y donde se pueda vivir en paz. Nos explicó que eso era lo que estaba creando y que no podía detenerse hasta haberlo logrado, que no podía morir sintiendo que su vida no había valido la pena, que utilizaría cualquier método para lograrlo. Nosotros tratamos de persuadirlo de que descansara, de que no iba a morir y que con un pequeño descanso se encontraría bien de nuevo, pero no, el dijo: “Ya habrá un día para eso”. Ese día fue el Séptimo, pero ya era muy tarde. Si de esos días hay alguno que nunca olvidare fue el sexto, pues supe que Dios cometió un grave error y no lo dije. Fue aquel día, que ya casi acababa, que le escuché decir que crearía al hombre a su imagen y semejanza. Al escuchar esto me horrizé, mis manos temblaron, pero no tuve valor para decir nada. Comprendí que Dios estaba cometiendo el error de crear un ser a su imagen y semejanza cuando se encontraba enfermo, abatido, triste y desgraciado: cuando se había convertido en un ser desesperado por dejar algún legado sin importarle el futuro de esos seres. Había olvidado su objetivo y ahora solo buscaba dejar prueba alguna que diga que él alguna vez existió, ahora solo buscaba que unos seres lo recordaran como el gran creador del mundo ideal. Talvez ni eso pudo lograr, debido a su enfermedad, pues parte de esa humanidad duda si existió y ese mundo perfecto que soñó nunca se logró. ¡Creó un ser enfermo, lleno de sus miedos al olvido, triste, desgraciado, débil, egoísta y mortal! Al Séptimo día Dios descansó, pero para siempre. Se durmió tranquilo, creyendo que había cumplido su objetivo, y nunca más volvió a despertar. Después de su muerte nada volvió a ser lo mismo en el cielo, ni las nubes, ni el viento, ni las estrellas. Todo se volvió confuso y el miedo, la incertidumbre, la desesperación, la soledad, transformaron las almas puras en demonios. Fuimos pocos los que no sucumbimos a esa oscuridad y, los que logramos escapar de ahí, tomamos caminos distintos. Yo terminé en el mundo de los humanos y ya han pasado cincuenta años desde el día en que pise esta tierra por primera vez. De esos años treinta los he vivido detrás de estos barrotes de hierro, encerrado entre cuatro paredes y con solo un pequeño agujero donde a las justas pasa mi mano. Ya no me veo tan joven como antes, mi barba ha cubierto toda mi cara y ya no recuerdo a la mujer que amé, ni los milagro que dicen que realicé. Acá me confinaron esos hombres que se auto proclaman representantes de Dios, y que no son mas que un montón de hipócritas consumidos por la avaricia de poder. Creí que en lo que me quedara de vida no conocería otra cosa más que el hambre, la sed, la soledad y el insoportable calor, hasta hoy que, derrumbado por la agonía, al sacar mi mano por el pequeño agujero, sentí algo que hace mucho no sentía, algo puro, frió y suave como un milagro. Sé que era la nieve, pero yo prefiero creer que son pequeños milagros que hoy vienen a terminar con mi tormento: hoy por fin es el día de mi ejecución. Muchos creían que yo había muerto crucificado en una cruz al lado de dos ladrones, pero no, esa fue una persona muy parecida a mi y eso fue su condena. Recuerdo que él se encontraba en la celda de a lado, y antes de que lo llevaran a la cruz extendió sus manos desesperadamente hacia las mías y me pidió que lo llevara al cielo conmigo. Haciendo un esfuerzo le mentí diciéndole que no tenía que preocuparse por eso, que estaría en el cielo a lado mío y del Padre; si supiera que ninguna de las dos cosas existen ya. A mi no podían dejarme morir todavía, no antes de que les dijera todo lo que sabía y que estuvieran seguros que nada podría perjudicarlos. Aún puedo escuchar mi nombre por las calles, las personas esperan que vuelva para salvarlos; si supieran que nunca me fui, que siempre estuve aquí, que me encerraron para que la verdad no se conociera. ¿Qué es mi destino? ¿ Que yo vine aquí para sacrificarme y así Dios perdone los pecados de la humanidad? No, señor obispo. Yo vine aquí para conducirlos a ese mundo que él soñó y que, en medio de su egoísmo, olvidó. Yo vine aquí para que ustedes perdonaran los pecados que Dios cometió, para corregir su gran error. ¿ Sabe cual fueron sus últimas palabra? Soledad, maldita soledad.

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“Sabogal” por Ricardo Navarro

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Yo era, lo que podría llamarse, una hija rebelde, escapando de las reglas impuestas por mis padres que querían que su bebita sea ingeniera o abogada. Mis padres, uno abogado, y la otra ingeniera civil, esperaban que le siguiera los pasos a uno de ellos; “de tal palo tal astilla” escuchaba decir a mi madre cuando sacaba las mejores notas en matemáticas y física.
Desde niña me engreían con todos los juguetes y objetos que el dinero podría comprar, pues eso era lo único que les sobraba. Eso y las esperanzas que tenían puestas en mí y en mi futuro profesional. Imagínense sus caras cuando les dije que estudiaría en las bellas artes, que su queridísima hija quería ser artista, que quería pintar, hacer esculturas y demás cosas, que mi mayor aspiración era terminar vendiendo mis cuadros en el parque Kennedy de Miraflores.
Nada pudieron hacer para evitar que fuera a las bellas artes, y mi meta era clara: quería especializarme en pintura para así acercarme a mi sueño.
Fue por esa época que conocí a Felipe. La primera vez que lo vi estaba entrando a la sede principal de las bellas artes, que queda en el jirón Ancash. Recuerdo que me llamo mucho la atención desde el principio porque me pareció haberlo visto antes. Luego me entere que todo el mundo le decía Sabogal, por el gran pintor indigenista, pues se parecía mucho a un modelo de una pintura de este. Fue así también que comprendí porque me pareció haberlo visto antes, pues yo me especializaba en la pintura indigenista.
Cuando lo saludé y trate de presentarme, parecía que no me hacía caso, pero luego de que termine de hablar él me respondió el saludo, y me dijo su nombre; luego nos quedamos conversando durante muchas horas.
Podría pensarse que lo que le ocurrió luego a Felipe fue mi culpa, no lo sé, pero la amistad que entabló conmigo parecía renovarlo. Yo no sabría decirlo, pues cuando lo conocí siempre parecía muy atento y se veía feliz, pero la gente que lo conoció antes que yo me contaba lo alejado y parco que era antes y se sorprendía lo diferente que se comportaba después de conocerme.
¿Le cambié la vida a una persona? No lo sé, aunque siempre he creído que las acciones que las personas realizan tienen un efecto en aquellas que la rodean, pero no sabía que en tal magnitud. Bueno pues, el chico se sentía tan bien consigo mismo que se reflejaba en sus esculturas. No lo mencioné hasta ahora porque no parecía importante, pero él quería ser escultor, y es importante decirlo por lo que paso después.
Todos sus profesores se asombraron de que su trabajo tan mediocre se hubiese convertido en tan poco tiempo en genial, en esculturas tan llenas de vida que parecía que se moverían en cualquier momento.
Finalmente llegó el día más importante en la vida de Felipe, pero el día más normal, e incluso aburrido, para mí, o por lo menos eso pensaba en ese momento. Se acercó después de clases y me invitó al queirolo a tomar algo, yo acepté, pues no era la primera vez que lo hacíamos, y el pagó todo, como siempre.
Luego de un rato sentados en la mesa hablando de los cursos y los profesores, él se quedó callado y bajó la mirada. En casi un minuto me explicó lo mucho que yo valía para él, lo bien que le hacía estar conmigo, y que quería estar conmigo.
No me inmuté, simplemente le dije que no, no me gustaba para ser algo más que amigos, y sin querer le dije que era la peor declaración de amor que había escuchado, y solté una carcajada.
Felipe no fue el mismo después de eso, sus trabajos volvieron a ser mediocres y volvió a tener esa frialdad que tanto me habían comentado.
Llego entonces, el día más importante de mi vida, y, según Felipe, el día más normal, e incluso aburrido, de la suya. En un aula de bellas artes encontraron una preciosísima escultura de un hombre desnudo, de pie, mirando al suelo. Era tan hermosa y parecía tan viva, que esperábamos cobrara vida en cualquier momento.
Los profesores quedaron sin palabras, y más aún cuando encontraron la nota de Felipe, una carta de despedida mezclada con una de amor. “Pobre idiota” pensé en ese momento. Cuando me acerqué a la escultura y observé de cerca su rostro, descubrí entonces en esa mirada los ojos de Felipe, sus pómulos salientes y su parecido a esas pinturas de Sabogal. “Maldito idiota” dije en voz alta mientras pasaba mis manos por su rostro. Si he de admitir algo es esto, me enamoré de esa escultura perdidamente.
La vida sigue su curso, la escultura de Felipe sigue en el mismo lugar donde se descubrió. A Felipe nunca más se le volvió a ver, según los profesores. Yo en cambio lo veo todos los días, cada vez que paso por ese salón. Sigue leyendo

“Prefiguración de Lalo Cura” por Roberto Bolaño

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Parece mentira, pero yo nací en el barrio de los Empalados. El nombre brilla como la luna. El nombre, con su cuerno, abre un camino en el sueño y el hombre camina por ese sendero. Un sendero tenebroso. Siempre crudo. El sendero de llegada o de salida del infierno. A eso se reduce todo. Acercarse o alejarse del infierno. Yo, por ejemplo, he mandado a matar. He hecho los mejores regalos de cumpleaños. He financiado proyectos faraónicos. He abierto los ojos en la oscuridad. Con extraña lentitud abrí los ojos en la oscuridad total y sólo vi o imaginé aquel nombre: barrio de los Empalados, fulgurante como estrella del destino. Naturalmente, os contaré todo. Mi padre fue un cura renegado. No sé si era colombiano o de qué país. Latinoamericano era. Pobre como las ratas, apareció una noche dando sermones en cantinas y burdeles. Algunos creyeron que era un agente de los servicios secretos, pero mi madre evitó que lo mataran y se lo llevó a su penthouse en el barrio. Vivieron cuatro meses juntos, hasta donde que yo sé, y luego mi padre desapareció en el Evangelio. Latinoamérica lo llamaba y él siguió deslizandose en las palabras del sacrificio hasta desaparecer, hasta no dejar rastro. […]

Nunca se termina de destacar la importancia de la voz narrativa en la constitución de un cuento. Esta dota al relato de una determinada amplitud cognitiva y de una idiosincrasia singular, en un rango de amplitud que va desde la omnisciencia hasta el testimonio de carácter meramente conductista. En esta ocasión los talleristas fueron convocados a asumir la narración en primera persona pero fingiendo ser un cualquiera, pero al que conocen al detalle, quizá alguien tan peculiar como quien narra el cuento “Prefiguración de Lalo Cura”, perteneciente al libro Putas asesinas, del nunca suficientemente llorado Roberto Bolaño. El desafío movilizó las interesantes voces narrativas que aparecen a continuación Sigue leyendo