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Ejercicio 1

“Pequeña shitsu” por Cynthia Téllez

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Dulce shitsu de líneas redondas y suaves curvas, amante de sus hermanas y madre: rubia, bella, jovial.
Baja, como quien va a la cocina por el olor de un postre; sí sus sensibles sentidos perciben que algo perturba la atmósfera. Burbuja deslizándose por las escaleras.
El atardecer se refleja en ella, ilumina su belleza juvenil; presta a saludar, se acerca desconfiada pero amable. Observa cuidadosamente. ¿Pretendes a una de sus hermanas?, sus sentidos nunca la engañan.
Logra concentrar atención sobre su brillo de señorita cepillada a diario, cual princesa de castillo, no un simple bello adorno, fina señorita.
Nunca da nada gratuitamente; hace ademanes para captar la atención en su talento artístico y que venga a la mente deseos de acariciarla momentos después, cuando en pose adormilada cerrará sus bellos ojos de cristal de cara al cielo. ¿Quién podría rechazar darte ternura Caroline?
Está tan acostumbrada, la pequeña, a ser el centro de atención, tan frágil, tan dulce, tan amada; parece gustarle mucho juguetear en el jardín, pasear todas las mañanas por el parque, acurrucarse en las camas de las habitaciones, comer con la familia.
Algunas ocasiones puede verse reflejada tristeza en ella. Días en que la nostalgia invade palabras como: hija, bebe, tierna Caroline. En que ella misma sufre no poder mirar en el espejo una silueta humana.
Dulce Carolina, si nunca hubieras entrado a esos “juegos”, peligrosos juegos de “oscuras señoras”, no hubieras abandonado tus bellas curvas humanas, el día en que resplandecía tu vestido de 15 años recién cumplidos, día en que te encerraron en esa forma animal…
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“Rata miserable” por Ronald Cotaquispe

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Soy un animal muy diminuto, no más grande que un pie humano. Estoy cubierto por un pelaje oscuro. Poseo, además, unos grandes ojos negros y unas orejas redondas. Entonces, qué de malo hay en ser una “rata miserable”. Me acusan de ser un inquilino indeseable, de repugnante portador de enfermedades, de horrible ladrón de comida y, en sí, de ser una “rata miserable”. Pues bien, he estado en los lugares menos imaginables sin el permiso de nadie, pero gracias a ello he sido huésped de las más notables residencias, he cruzado océanos completos en las más lujosas embarcaciones y hasta he llegado al espacio exterior. ¿No es más bien meritorio todo lo que he logrado con esta actitud? Por otra parte, la paloma, animal de quien nadie dice nada, transmite muchas más enfermedades que yo. ¿No es injusto, pues, recriminarme este detalle solo a mí? Por otro lado, la ardilla, quien es muy similar a mí, coge también la comida de otros sin permiso. ¿Por qué, entonces, él es un tierno comedor de nueces y yo una “rata miserable”? Si se piensa en estas cosas, se vería que no soy tan horrible como comúnmente se cree. Se apreciaría lo mucho que se ha estigmatizado mi imagen: la de una “rata miserable”.
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“Oh Cora” por Jeisson Sandoval

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Cora apareció algún día hace tres años entre los compasivos brazos de mi hermana menor. Acompañada de ladillas y piojos, el pequeño animal parecía una pequeña bola negra que no dejaba de quejarse y despertarnos a cada hora de la madrugada. Hoy, Cora es algo diferente, ya no tiene la cola de rata cuando pequeña, tampoco la tremenda panza que no la dejaba caminar después de tomar tanta leche como podíamos darle. Ha crecido y dejado el negro total para acariciar en sus orejas pizcas de ocre y marrón, algo de lo mismo, pero atigrado, en sus patas traseras, y más de eso, en la cola, pero con una pizca de rojo que la asemeja a su muy, pero muy lejano e hipotético antepasado, Pastor alemán. El resto de su tosco pelaje, sigue siendo tan negro como la noche en que llego a mi casa.
De Cora detesto tanto sus orejas caídas como su torcida cola, sin embargo a veces toman la posición que me agrada y la adoro, sus orejas se levantan, olvida que tiene cola y la deja caer, se ve tan elegante, se ve astuta, ladra, dirige una mirada hacia lo que no le doy importancia, pero luego me ve, se alegra, se pone estúpida, olvida las orejas y levanta la cola, no deja de moverla, saca la lengua, se me va acercando, echa una mirada hacia el suelo, la levanta algunas veces mientras se me acerca, me recuerda a una hiena de Animal Planet, se apresura, noto que se acerca medio de costado, me recuerda a una canción de los Enanitos Verdes, me mira igual que la primera vez, me dice que me quiere, me agradece no sé qué, y entonces me alejo de ella indiferente, no sé si la quiero, no le puedo mentir.
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“Delirios sobre el Nautilus proferidos por el Capitán Nemo con fiebre de 48 grados” por Marco Trigoso

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Habitante marino que suele golpear buques y barquitos para utilizar el ancla como hilo dental. Cuenta con estructura ósea y metálica según el tiempo y la estación; generalmente usa la metálica en tiempos de procreación para contrarrestar el efecto de la sobrepoblación androide. Cuenta también con termostato incluido para aguantar el calentamiento global. Se le puede alimentar con nitrógeno líquido y arsénico carbónico en polvo como método nutricional. Le gusta jugar a las escondidas con tiburones y cachalotes en Groenlandia, a pesar de perder siempre por no haber piedra tan grande como para ocultarla.
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“Kremé, la araña” por Ethel Barja

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Lustrosas antorchas asaltan la noche, ojos abiertos distribuidos ordenadamente en la cabeza de un pequeño ser. Se hace más visible mientras avanza hacia la luz de la luna. Está cubierta de una vellosidad de color castaño amarillento. Avanza temerosamente con sus ocho delicadas extremidades, dándome la sensación de que no toca el suelo. Tiene unas insignificantes uñas venenosas que salen de su boca, parecen querer esconderse en su cuerpo, como si tuvieran algún remordimiento. A diferencia de otras de su especie, ella no posee dientes. Cuando era joven persistió en segregar su líquido enzimático hasta que éste terminó por corroerlos. La ansiedad de aquel tiempo la obligaba a cambiar continuamente de madriguera. La seda, que persistentemente producía, terminaba por ocupar completamente su espacio. Con el tiempo su capacidad de hacer telarañas ha disminuido por la falta de proteínas.
Acaba de pasar una cucaracha, ella ni siquiera volteó a verla. Continúa su paso hasta una hoja de aliso, que engulle rápidamente como parte de su dieta diaria. Mientras siente la hoja pasar por su faringe, vuelve a su mente el día fatal en el que ella y sus hermanas saborearon a su madre como primer alimento.
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“El hombre albatros” por María del Rosario Zuñiga

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Tras un día de descanso, al octavo día Dios creó al hombre albatros. Nacido del tronco de un viejo árbol dentro de la espesura de un bosque muy lejano en lo alto de una montaña, el hombre albatros juró de cuclillas al cielo proteger este mundo de alevosías. Solitario y asiduo visitante de montañas desnudas y rocosas cuyos picos sobrepasaban la altura de las nubes, el hombre albatros lo observaba todo como si fuese la mano derecha de su creador. Dios le había dado forma humana pero no la condición de Adán. De su espalda desnuda sobresalían voluminosas alas blancas y de sus caderas germinaban plumas espesas del mismo color hasta un poco más arriba de las rodillas. Con la mano derecha sostenía un macizo tridente dorado cuyo arpón aventajaba la altura de su cabeza. Su cabeza iba casi siempre bien en alto y su fisonomía era fina a pesar de ese ceño fruncido que medrosamente trataba de ocultar cuando mediante rayos de sol, Dios le daba caricias. El hombre albatros tenía la mirada perdida, casi no comía y en invierno dormía en posición fetal abrigado por la magnitud de sus alas. Su cabello dorado fue perdiendo su resplandor, sus ojos azules se tornaron grises y su única mano libre fue adoptando la posición de un doloroso y permanente puño. Abatido por ventiscas interminables, durante la noche refugiado en una cueva gélida, el viento mediante golpizas le musitaba al oído por qué Dios no podía darle una Eva. El hombre albatros en silencio y atormentado, trémulo pero de pie, daba golpes con su tridente al vacío sin ver. La oscuridad y las golpizas del viento desaparecieron justo cuando el tridente clavó el tronco del viejo árbol de donde nació. De su inmensa copa una manzana muy roja cayó sobre sus pies. Dejando caer el dorado tridente de sus manos, el hombre albatros, ya de rodillas y con la cabeza gacha, invocó al viento moviendo ligeramente los labios. Una nueva y ligera ventisca retornó y, tras jugar coquetamente con sus cabellos dorados, con sigilosos silbidos se lleva la fruta a la mujer prohibida. No fue grande su sorpresa cuando sus alas cobraron un tamaño estrecho y de su cuerpo desnudo fueron brotando plumas grises por doquier. De sus labios surgieron planchas óseas y de su rostro un pelaje delgado y blanco. Sus brazos se contrajeron hacia su pecho y sus piernas se redujeron a pequeñas garras. El hombre albatros no era más el hombre albatros. Ahí, junto al viejo árbol de donde había nacido, Dios lo iluminó con un rayo de sol. El animal albatros cubrió su rostro con una de sus alas.

Sin soportar esa luz que lastimaba sus ojos, corrió lejos y prendió vuelo desde un precipicio hacia la nada.

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