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Ejercicio del taller

“Valentina” por Ethel Barja

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pozo

Aquella tarde Valentina se había quedado dormida sobre unos pellejos de carnero. Sabía que la oscuridad estaba acercándose, pero debía traer el agua a casa para hacer hervir las papas.
Se dirigió con su viejo balde al pozo de piedra. Llevaba una falda negra y una mantilla del mismo color. Se detuvo frente al pozo, no podía llenar su balde con facilidad, temblorosa, evitaba mirar el fondo, se distrajo un momento, soltó la manija que le ayudaba a subir el agua. El balde descendió con rapidez, la soga que lo sujetaba se arrancó. Su mirada resbaló inevitablemente hasta la negrura del pozo, donde desapareció el balde. El pozo parecía una madriguera extraña. Pensó de pronto en esa oscuridad y decidió volver a casa.
Los árboles eran mecidos por un viento agresivo, se desafiaban unos a otros. Vio una vez más esos rostros extraños escondiéndose o internándose más en la corteza de los árboles; mirándose entre ellos con sus ojos vegetales y desconociéndola, como si ignoraran que ella caminaba tan cerca de ellos en un mismo tiempo y espacio. Suavemente recorrió su piel una helada capa de agua que le hizo temblar las piernas. El temor era más grande mientras la noche desplazaba a la luz mortecina. Examinó aquellas facciones indiferentes que parecían diluir en sus pupilas su imagen en la oscuridad misma. Y vio en esos ojos cómo dejó de ser en unos minutos. Comenzó a olvidar su propio rostro. Pensó que tal vez ese era un sentir más horroroso que la muerte. Fue una especie de muerte en vida. Quizás ni siquiera ella misma podría dar testimonio de que estuvo alguna vez sobre aquel trozo de tierra. Sus ojos plateados se humedecieron impotentes.
Sentía que la soledad la asechaba en la cerrazón. Al llegar a casa se observó en su gran espejo, su reflejo estaba allí, no había nada que temer. Había colocado el espejo delante del lugar donde tejía e hilaba diariamente. Temía no tener cerca el rostro de un ser humano. Hace mucho tiempo que era la única habitante de ese lugar. Colocó la leña en el fogón para que la alumbrara mientras dormía. Su corazón aterido trató de mantener vivo el recuerdo de su madre: “Valicha, los árboles no tienen ojos, por eso no pueden verte, pero yo sé que tú existes porque saliste de mi vientre”. Al fin logró quedarse dormida, pensando si acaso podría al día siguiente recoger el agua del pozo.
Se despertó decidida, debía traer el agua a casa. El río se había secado y no había alternativa. Llevó una nueva soga, que había estado trenzando unos días antes, junto con un balde de metal. Ella no podía distinguir los rostros vegetales. Estos adquirían vida bajo el telón de la noche. Al llegar al pozo, sacó cuidadosamente el trozo de madera donde debía amarrar la soga. Cogió el otro extremo de ésta y lo enlazó fuertemente al balde. Colocó la madera en su lugar y con los ojos cerrados comenzó a mover la manivela. Cuando el balde estuvo muy cerca, ella se dispuso a cogerlo y no pudo evitar ver la oscuridad del pozo. Trató de sobreponerse, cogió fuertemente el balde con todas sus fuerzas y lo puso en el suelo. Volvió a casa por el mismo camino tomado el día anterior.
Mientras caminaba pensaba que el agua no sería suficiente y debía volver por otra cantidad igual. En ese momento le fue revelada la causa de su muerte. Estaba dispuesta a morir de sed, no estaba segura de cuanto más resistiría enfrentando la inmensa soledad de ese pozo.
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“Resistiré” por Ronald Cotaquispe

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otro

“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé!…”, se decía Néstor a sí mismo en ese momento. De repente, la repentina irrupción del toque de la puerta del camerino deshizo el silencio que imperaba en la susodicha habitación. Tres minutos, dijo la voz tras la puerta. No hubo respuesta alguna al llamado. El silencio prolongado fue respuesta necesaria y suficiente. Solo un alma, Néstor “El junco” Guevara, era quien quebraba aquel cosmos de tranquilidad. Era boxeador amateur y esta sería su primera pelea como profesional. Muy ya a su costumbre, como si siguiera alguna clase de guión, se encontraba en cuclillas y encomendándose a Dios, él último recurso de los desposeídos aunque nunca está de más. Terminado todo lo que tuvo que decir, se puso de pie y se preparó. Se tornó hacia los presentes. Se los quedó mirando un par de segundos sin que palabra alguna saliera de su boca para, posteriormente, abandonar de una vez el camerino.
“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé!…”, se dijo otra vez. Néstor siguió por el corredor contiguo a la habitación, el cual lo llevaría a su destino final. No se molesto en voltear a ver si los demás lo seguían. ¿Qué le va a importar? Igual, sabe que se encuentra sólo en esto. En esto y en todo desde el principio.
“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé!…”, pensaba Néstor. ¿Quién más que yo, testimonio en vida, puede dar fe de ello?, se dijo luego a sí mismo “El junco” estando en su sendero. Si se trata, pues, de un latinoamericano y, peor aún, de uno oriundo de un país andino. Para colmo de males, por ahí de los “conos” viene. ¿Y qué de sus padres o su familia? Mejor ni hablar. Hay golpes en la vida tanto antes como después de que suene la campana, tan hirientes aunque no siempre sean físicos o cosa tangible. Bien, pues, los antiguos griegos representaban a la tyché (fortuna) como una niña que con cada bote de una pelota con la que jugaba decidía lo que sería de uno, como una realidad completamente irracional y sin escrúpulos.
“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé!…”, se dijo Néstor nuevamente. El recorrido por el corredor había llegado a su fin. Pasó a través de unas cortinas negras que lo separaban del destino final. Ahora, pues, el momento había llegado. Néstor tomó su lugar en el espacio alumbrado por los reflectores mientras el anunciador lo presentaba. Se dispuso, luego, a bajar por la rampa entre los gritos del público espectador. ¡Vaya que hicieron sentir su presencia! Entre insultos que iban más a su progenitora que a él tuvo que abrirse camino. No hay, pues, respeto para un joven que se inicie en un oficio. Ni aquí ni en ningún lugar. Sin embargo, había que ver cómo “El junco” pasaba con el rostro fiero ante los agravios. Es, pues, la costumbre de un buen boxeador el resistir los golpes; y para todo hombre, resistir los que propina la vida. La vida, pues, no era otra cosa para él que un combate más; arriba en el cuadrilátero.
-“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé!…”-se volvía a decir “El junco”. Ya dentro del ring, se dio paso a las presentaciones de ambos contrincantes. El otro era un ser de prominente humanidad. Le llevaría, por lo menos, unos diez centímetros de diferencia a Néstor y otros diez en edad y experiencia. Se dieron el respectivo saludo, sonó la campana y comenzó todo. Empezó como debe empezar: con un suave juego de piernas como quien se familiariza con el lugar y el ambiente, como quien nace y empieza a conocer el mundo. Luego, llegaron los primeros golpes. Suaves aún y procedentes del adversario de Néstor. Siendo los primeros, eran casi imperceptibles.
“Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte”, se dijo Néstor esta vez. Pasado el tiempo y algunos rounds, fue que no bastara más que un ligero resbalón para que “El junco” fuese asediado en una esquina y golpeado hasta que besara la lona. Ahora, en verdad, todo había empezado. A continuación, seguirían los momentos de penumbra. Cada golpe era más hiriente que el anterior. Los daños producidos ya eran cosa visible, y los primeros hilos de sangre y la piel tornada color morado se hacían perceptibles.
“Son las caídas hondas de los Cristos del alma de alguna fe adorable que el Destino blasfema. Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema”, fue lo dicho en esta ocasión por “El junco”. Las caídas a la lona se hicieron cada vez más frecuentes. Cada una era más estrepitosa que la anterior. La cuenta para levantarse se hacía cada vez más larga. Era entonces, cuando se hacía costoso mantenerse en pie y las secuelas dejadas por cada golpe hacían sentir su presencia en lo más profundo de la maltratada humanidad de Néstor. No faltó reproche de alguno de su esquina. Por ahí le dijeron: ¿Por qué seguir y seguir cayendo? A lo que “El junco” contestó: “¿Qué de malo hay en besar la lona alguna vez? ¿Quién, pues, contra la vida ha salido imbatido? Si hasta Jesús cayo una vez al creerse abandonado por su padre en la cruz, por qué él no habría de hacerlo alguna vez”.
“Y el hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada”, dijo en esta ocasión Néstor. Más de la mitad del combate continuó del mismo modo. Al final de uno de los últimos rounds, sentado en su esquina, se le preguntó a Néstor: ¿Cuánto más puede soportar un hombre?, recordándole tolo lo acontecido desde el inicio de la pelea y mucho antes. Y él respondió: Todo cuanto un hombre deba resistir.
“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!”, dijo Néstor esta vez. Se levantó de su esquina tomándose su tiempo. Ya las fuerzas querían abandonarlo. Pero no dejaría que estos momentos de flaqueza lo hiciera faltar a su nombre: “El junco”. Salió, por tanto, a embestir a su oponente como pudo. Soltó una tantos golpes como si de ráfagas se tratasen, arrojando al rival a las cuerdas. Daba hasta más no poder. Pero no caería hasta ver a su oponente caer primero y hasta la cuenta de diez. Y así fue.
La algarabía se adueño del lugar. ¡Ganó Néstor, “El junco”! Él, el que más golpes recibió, el que cayo más veces. Aquella manera de ver la vida de quien se la juega, la cual se tradujo durante todo el trayecto de su combate y mucho antes, había calado en lo más hondo del público espectador. Aquella manera de ver la vida inspirado en el poema de Los heraldos negros, al que Néstor gustaba citar hasta el hartazgo, y a la posterior lectura que le dio gracias a su oficio, el boxeo: “Hay golpes en la vida y más de una vez me harán caer. Pero en la vida a un hombre no se le mide por las veces en que cae, sino por las que se levanta. Y cuando el incesante viento producto del soplo de la vida me embista fuerte, seré como el flexible junco que aunque se doble sigue siempre en pie con las raíces bien plantadas”.
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“El ajedrecista” por Jeisson Sandoval

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ajedrez

El destino de Antonio fue escrito aquel día en que Don Fausto Martínez habiendo perdido su primer y único torneo provincial, decidió casarse y tener un hijo que conociera al ajedrez desde siempre y pudiera lograr lo que él jamás conseguiría: participar en los torneos más competitivos de Europa y ser un campeón mundial.
Apenas Antonio nació, su padre le mostró unas piezas de ajedrez, le presentó al silencioso peón, al caballo saltando, al alfil desplazándose como una espada, a la torre embistiendo, a la dama todopoderosa, al rey inmóvil que tenía el mismo aire pensativo que había en sus negros ojos, los mismo que brillaban en su padre mientras hacía aquel espectáculo en el hospital.
Cuando Antonio cumplió dos años, su padre intentó enseñarle a mover las piezas, pero los torpes dedos de niño no lo ayudaron. Don fausto decidió entonces no enseñarle a jugar sino hasta los cuatro.
Para su tercer cumpleaños Antonio recibió de regalo un espléndido juego con piezas finamente talladas en madera sobre un tablero no menos imponente. Además, su padre le dijo que lo llevaría todas las tardes, a partir de aquel día, a ver como jugaban en el mercado Modelo, donde los cargadores y vendedores se reunían a disfrutar del apasionante rey de todos los juegos y juego de todos los reyes. La intención de Don Fausto era crearle un sentimiento positivo ante el juego. Esa tarde, mientras de cuclillas el pequeño Antonio observaba como su padre y el cargador Pepe movían las fichas, el genio empezó a descubrir su destino. Aquella misma tarde Antonio entendió el sentido del juego: dar mate al rey. Comprendió también que las blancas jugaban primero, que cada pieza tenía sus reglas de movimiento; que el avance del peón en la primera línea, el enrroque y el peón al paso debían de merecer mayor atención al día siguiente. Con el pasar de los días la lógica de Antonio creció con su calidad de observador, dedujo que la importancia que le daban los jugadores a las piezas se debía a la etapa de juego, que los sacrificios podían, si bien no darte la victoria a corto plazo, ofrecerte una mejor posición. Aprendió a diferenciar una buena de una mala jugada, le encantaba ver si en los errores de algún contrincante de su padre habría una jugada espléndida, y aunque a veces las encontraba, jamás entendía porque nunca las usaban. Entendió en que consistía un jaque al descubierto, una clavada, un gambito, sin embargo, no conocía que estos tenían estos nombres.
Cuando cumplió sus cuatro años, Antonio dejaría de ser un espectador para convertirse en un temido jugador. Su padre creyendo que su hijo no sabía aún ni el movimiento de las piezas, decidió enseñarle. Mientras Antonio oía los nombres que su padre le daba a cada regla, asentía atento y sus grandes ojos negros no perdían de vista los de su padre y mucho menos sus oídos le daban poca importancia a sus palabras. Antonio admiraba a su padre, siempre lo vio ganar partidas, lo consideraba un gran jugador. Su padre sorprendido por lo bien que entendió las reglas del juego, procedió a decirle que jugarían una partida para que sintiera la pasión de jugar. Antonio aceptó emocionado, armó las piezas rápidamente y pidió jugar con blancas, su padre aceptó. Antonio seguido de sus conclusiones como observador y su instinto agresivo, empezó a atacar el peón c7, sacó el alfil, el caballo, desplazó los peones, enrrocó, alineó las torres contra el mismo peón aun después de que su padre enrrocara también. Su padre que al principio quiso observar lo que su hijo intentaba hacer, se vio frustrado al notar el ataque demoledor que podía caerle encima, se preocupó, intentó defender como pudo, pero ya era tarde, Antonio había ganado su primera partida.
Don fausto salto de la emoción viendo al niño prodigio que llevaba su sangre, se apresuró a llevarlo al mercado y ante miradas atónitas y heridas en el orgullo, derrotar a los cargadores y vendedores. Todos querían jugar con ese niño. Al año siguiente, aunque con cinco años aún, Don Fausto sentía que su hijo podría haber perdido la posibilidad de ser campeón en uno de aquellos torneos que realizan los colegios de primaria, entonces lo matriculó en el colegio que se preocupara más por el deporte ciencia.
Y Don Fausto pudo tener mucha razón pues ese mismo año, Antonio ganó el torneo de su categoría a nivel nacional, Antonio Martínez ya era conocido en el país entero, al año siguiente con seis años todavía, ya había empezado a analizar partidas de Grandes Maestros, así como jugar contra el programa de las cabinas de internet de la esquina. El pequeño Antonio empezó a ver tableros de ajedrez y problemas del mismo en sus sueños, jugaba ajedrez mientras dormía, y constantemente se quedaba meditando, mientras almorzaba o escuchaba la clase, que debió haber jugado en las veces en que la computadora le ganaba. Consiguió más títulos con sus ocho años, se codeo con Maestros y Grandes Maestros en torneos nacionales, consiguió jugar en primer tablero, acumuló elos, y al año siguiente ya había conseguido la categoría de Maestro. Un año después ya era Gran Maestro, el niño de los ojos negros ya no podía consumir más al ajedrez, pero el ajedrez sí a el. Aunque la vida es demasiada corta para dedicarse al ajedrez, Antonio no dejó de aprender jamás. Así, consiguió con 10 años ser Campeón Mundial, en dicho torneo jamás perdió, empató en alguna ocasión, pero el título lo consagró. Al año siguiente Antonio no podía ser vencido por nada ni nadie.
Antonio descubriría luego que el ajedrez no era un deporte justo, con una serie de cálculos se dio cuenta de que si se jugaba con blancas jamás se podía perder si se hacían los movimientos correctos, pero este estudio jamás fue publicado. ¿Qué sentido tendría ya el ajedrez?
Antonio falleció en un vulgar accidente de tránsito, aquel que se atreve en toda su mezquindad a llevarse a los hombres más inteligentes.

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“La combi y mi moreno” por Patricia Mendoza

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moreno

Otra vez mojé la maldita cama. No puedo retener la orina y lo mojo todo. El doctor me dijo que nunca más volveré a controlar mi vejiga y que nunca más podré ver ni caminar. Qué estupidez. ¿Habrá algo que no vaya contra mí en esta vida?
Me molesta esta soledad y detesto esta habitación llena de gente. Tengo ganas de romperlo todo con esta furia que me mata, pero no puedo porque mis brazos y pies están atados a esta cama. Ya creo que ni siquiera siento mi cuerpo. Solo veo vendas y muchas agujas. Todo esto me enferma más.
Solo hace tres días que salí de una largo coma y me sorprende la felicidad que siento por ello, porque yo me proclamaba como el ser que odia la vida y que deseaba estar muerto. Pero así de conflictivos son mis deseos. No se puede hacer nada contra eso.
No recuerdo nada después del impacto con el otro carro, pero recuerdo perfectamente lo que paso antes. Todas las noches me persiguen esos recuerdos, pero yo no me siento mal por nada que haya hecho. No siento ningún remordimiento y creo que encontré lo cómico de todo. Por esto, por las mañanas, siento una furia y un odio que me gustaría sentir que todo el mundo sufra. Me imagino como un exterminador de todo y de todos; pero, en las noches, olvido la rabia y vuelven aquellos recuerdos persistentes. Así que, en la noche, me ataca una risa muy larga que asusta a los otros enfermos y a las estúpidaz enfermeras.
Uno de mis pasatiempos, en este cuarto lleno de enfermos, es contar varias veces mi historia de corto plazo a los dos enfermitos que están a mi lado: el hombre de la derecha sufre de esquizofrenia y la mujer de la izquierda de paranoia. Siempre la cuento de la misma manera y empieza así:
Hace un mes, llegué a Lima. No me gusto para nada. Pero decidí quedarme a trabajar. Fui cobrador y era uno de los más vivos. Me conocían como el “sapo”, espero que por mi viveza y no por mi cara. En las mañanas, me levantaba muy temprano a despertar al señor de la combi. Este era muy bueno que a veces me cansaba y era tan precavido que hasta a los pasajeros se molestaban.
Me gustaba ser cobrador, era divertido a pesar de las quejas y caras feas de los pasajeros cuando les cobraba más. Para mí, era muy gracioso ver como mis compañeros se fijaban en los traseros de las chicas cuando ellas subían. Me decían que tenían el lugar predilecto para ver el material; pero yo nunca me estremecí por una mujer, nunca sentí deseos de besarlas o ver sus cuerpos con ganas de devorarlos. No llegue a sentir eso nunca. Pero, cuando subía un hombre, sí que lo disfrutaba. Soy hombre y me gustan los hombres, yo lo acepté, desde hace años, y no me ahogué en un vaso de agua por ello, sino que empecé a verlos, porque como dicen hay muchos peces en el mar.
Todo cambio cuando el señor de la combi sufrió un accidente. Se había roto los dos brazos. Nunca me enteré la razón. Tuvo que buscar un reemplazo para el puesto de chofer. Yo no me ofrecí, porque no sé conducir. Me contaron que la persona que iba reemplazarlo iba a llegar el lunes de la segunda semana. Así que me dispuse a esperarlo.
Cuando lo vi me pareció hermoso. Era un hombre de piel negra como el carbón. En ese momento, cuando lo salude, pensé que lo oscuro tiene un encanto. Sé que lo vi con deseo, ya que yo casi nunca escondo lo que siento. Me gustó que él hiciera lo mismo. Cuando tenemos uno tiene experiencia en materia de hombres, uno puede reconocer esos sentimientos. Esta seguro que yo le gustaba y, de manera general, que le gustaban los hombres.
Subió al carro y todo ese día trabajamos lanzándonos miradas extrañas pero con cariño. En la noche, nos dimos un beso. Me contó su vida y era un moreno tan extrovertido, muy cariñoso. Esa misma noche empezamos a bailar alcatraz. Me imagino que para muchos seria muy gracioso, que dos hombres bailen con tal sensualidad y coqueteo. Pero de lo que sí estoy seguro, es que los dos fuimos aquellos hombres. Mi relación con él fue increíble, es lo único que ahora, verdaderamente, extraño.
Después de una semana llena de caricias con mi morenazo (así yo lo llamaba), creo que casi había olvidado toda la porquería de vida que llevé en mi pueblo y de las penas producto de una familia de alcohólicos. Cada mañana me levantaba entusiasmado y nos veíamos antes de trabajar, tomábamos desayuno y conversábamos. A veces se quedaba en su cuarto o él en el mío. Debo admitir, aunque me cueste, que estaba enamorado. Fue a única vez y la última en que experimente amor por alguien.
Recuerdo el viernes de la tercera semana, acordamos para ir a cenar un lugar agradable para hablar. Ambos esperábamos con ansias aquella cena. Por eso, el viernes íbamos a dejar la combi en casa de uno de sus amigos para poder salir temprano. Todo parecía perfecto. Eran más o menos las cuatro de la tarde y había solo dos pasajeros en la combi y no había tráfico. Era la situación perfecta para que mi morenazo loco empezara a pisar el acelerador como tanto le gustaba. Pero no sé como apareció un carro muy grande delante de nosotros y mi moreno no tuvo tiempo para poder evitar el choque. Todos empezamos a gritar y a sentir que ya estábamos a punto de morir. En ese momento, se dio el impacto. Todo pasó muy rápido y no puedo recordar nada.
Cuando desperté del coma, me dijeron que yo fui él único sobreviviente. Todas las personas de la combi murieron y mi morenazo también. Pero no estoy triste, prefiero recordarlo por las noches con muchos ataques de risa recordando todas las travesuras que hicimos.
Ahora que ya no voy a poder caminar nunca más, ni ver, ni retener mi orina. Sé que me molesta, pero ya no se puede hacer nada. Esta mi historia de corto plazo se las he contado a la mujer de izquierda y al hombre de mi derecha cientos de veces. Espero que no se enfermen más por esa historia repetitiva, ya que para mí fue lo único que lleno esta vida de algo realmente valioso.
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“Maicol Huaccapich” por Renato Mendoza

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maicol

Nacido en una condición muy humilde, en el pueblo de Chuncho, provincia de Staplesh, perteneciente al país Mema. Hijo de Sancho, un viejo veterano de la lucha libre; y de Flor de Cascabel, una empeñosa cogoteadora. Instruido bajo una serie de reglas muy estrictas en cuanto a responsabilidad y deseo de superación se refiere. Pronunció sus primeras palabras a los pocos años de haber nacido y, casi al mismo, tiempo empezó a escribir. Destacó en el colegio fiscal en casi todas las materias, menos Educación Física. Aunque a simple vista era un niño común y corriente, de tamaño y peso normal, y apariencia inocente, en las profundidades de su organismo, no lo era. Muy amigable con todos, compartía sus cosas y ayudaba a los demás en sus tareas. Pero en los recreos, se quedaba parado en el medio del patio con el tronco doblado en un ángulo de 35 grados apuntando al norte y ahí se quedaba los 20 minutos completos. El primer incauto que se acercaba recibía un descomunal golpe de puño que, dadas las condiciones anormales de la situación, y fusionadas con la sangre luchadora de su padre, era capaz de quebrar huesos. Esta situación preocupó terriblemente a los padres de todos los escolares y a los de Maicol. Se hizo una condorada y reunieron fondos suficientes para irse a la capital para un chequeo general. Viajaron más de 10 meses por camello en los que Maicol fue creciendo precozmente. Durante este lapso, la rara manía del muchacho permaneció ausente. 10 de marzo del 78998, Maicol mide 8 pies de altura. Se hospedaron en una casucha donde vivían malandrines. Maicol tenía 10 años, sin embargo parecía y actuaba como un hombre de 30. Tomaron la 45 para ir a la posta. Llegaron y solicitaron un chequeo general para el “niño”. Maicol fue revisado por especialistas de todas las áreas. Al recibir los padres los resultados de los análisis, se llevaron con la sorpresa de que su vástago sufría de una leve esquizofrenia y tenía una anomalía en la glándula pituitaria que era la causante de su anormal estatura y peso. El alcalde de la capital se enteró de este caso y se hizo cargo de los gastos que serían necesarios para la operación del muchacho. Maicol fue sometido a una intervención quirúrgica del lóbulo occipital del cerebro con lo que se eliminó cualquier posibilidad de aparición de su extraña manía. Al día siguiente lo operaron de la glándula pituitaria sin mucho éxito, ya que solo pudieron hacer que su crecimiento fuera más lento. A pesar de esto, todos estaban muy alegres por los resultados. Lamentablemente, la mamá de Maicol falleció esa misma noche cuando, pasada de copas, apretó el botón del ascensor en el piso 40, entró, pero no había el cubículo por lo que cayó profiriendo un largo grito que se oyó en todos los pisos. A Maicol no le quisieron decir esta desagradable noticia por lo que le informaron que se había fugado con el cura de una parroquia. Padre e hijo trabajaron duro de ayudantes de mecánica. Por lo que Maicol pudo ingresar a la secundaria a los 13 años. Desde esa época hasta que finalizó sus estudios no ocurrió nada fuera de lo normal. Maicol acabó entre los 10 primeros de la promoción. A la edad de 18 años estaba apto para ingresar a la universidad. Los fondos se le habían acabado, pero la universidad, por sus méritos académicos, le otorgó una beca integral para toda la carrera. Así, el muchacho estudiaría tranquilo sin pagar un solo centavo de mensualidad. Cabe agregar que a estas alturas Maicol medía ya 9 pies y medio y había destrozado el récord Guiness de Robert Pershing. El muchacho provinciano acabó bien el primer ciclo en donde quedó en segundo puesto. Por estas épocas su padre fue arrestado por comercializar canabis entre los estudiantes de tal universidad. Fue sentenciado a 20 años de prisión efectiva y recluido en el Penal de Alcatraz donde fue recibido con la “Ley del Burro”. Maicol se dedicó, a pesar de esto, fervientemente a su carrera de Psicología donde se quería especializar en anomalías del cerebro, como la esquizofrenia que tuvo. Tras 5 años de arduo estudio y de romper una infinidad de focos, Maicol recibió el grado de doctor en Psicología. Se retiró a un laboratorio secreto en las profundidades de las alcantarillas donde pasó 5 años recluido tratando de descubrir una cura contra la esquizofrenia. Hasta que al fin salió del anonimato y se presentó en una conferencia de grandes científicos mundiales. La presentación de su vacuna contra la esquizofrenia fue una de las más aclamadas de todas. Fue nominado también al premio Nobel de Medicina donde compitió con otros famosos doctores. El ganador fue el descubridor de la vacuna contra el Ebola, pero Maicol quedó en segundo lugar. Luego de este acontecimiento Maicol dejó de crecer, a la altura de unos 10 pies. Con millones en su cuenta bancaria, se dedico a apostar en los casinos donde fue la sensación, triplicando su fortuna. No conforme con esto, incursionó en la hípica donde quintuplicó su arca haciéndose el hombre más rico del mundo. A sus 50 años, recibió un parte de los médicos en el que decía que, debido a su estatura, su corazón había hecho mucho más desgaste de lo normal y solo le quedaba un mes de vida. Tras largos años de colaboración a la humanidad, falleció Maicol, solo y abandonado en una cantina de mala muerte donde se había cortado la yugular con un ventilador. Su velorio fue uno de los más importantes de la época. 30 hombres cargaban el féretro que pesaba alrededor de 300 kilos. Enterrado en su pueblo natal de Chuncho, yace ahora eternamente. “Siempre cree en lo que quieres” es el epitafio que permanece imborrable en su lápida. Sus 8 000 millones de dólares los dejó a la universidad donde se formó. En la actualidad, esta suma de dinero es disputada por una junta de abogados y un cardenal chiflado que aduce derechos morales sobre la totalidad del patrimonio. Sigue leyendo

“¿Era mi pequeña?” por Denisse Pilares

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niña

Ayer mi corazón se desgarró al verla bajar lentamente a aquel hoyo profundo. La última vez que vi su rostro estaba tan pálida, quieta, con las manos cruzadas, sus labios morados y rodeada de velas. Le hablaba cada rato a su oído, sin ninguna respuesta. Era tan triste la situación que rompí en llanto. No volvería a verla saltar y gritar por la casa, no la escucharía tocar el piano otra vez. Durante el resto que me queda de vida estaré condenada a llevarle flores y dejar que el viento lleve mis oraciones hacia ella.
MI pequeña estudiaba en el colegio “Santa Eusebia “, y como muchas niñas le costaba aprobar sus cursos; sin embargo, ella era muy alegre y se esforzaba mucho por aprobar. Estaba rodeada de amigos, nunca andaba sola. En cada reunión familiar hacia gala de sus dotes al tocar el piano y mientras tocaba rebozaba en ella una gran serenidad al punto que todos los que escuchábamos nos perdíamos en cada nota. Toda parecía andar bien, era una niña tan normal. Sin embargo, aquella mañana no me dio un beso de buenos días, como de costumbre. Subí a su cuarto, abrí la puerta y pronuncie: “Ya está el de…”; no terminé de hablar y lo único que hice fue quedarme paralizada ante tan trágica escena. Mi pequeña yacía en su ropero colgada. Lloré cuanto pude; sin embargo, el dolor no calmaba.
Hoy fui a buscar muchas respuestas. De la noche a la mañana mi pequeña ya no estaba. Y mientras caminaba al colegio recordé una pequeña anécdota. Cuando mi madre llegó a nuestra casa de repente, ella ya no comía y miraba de manera muy rara a su abuela, no le hablaba con cariño; por lo contrario, la llamaba “la vieja”. Pensé que seria algo normal y que pronto le tomaría cariño. Sin embargo, la misma mirada continúo hasta que se fue. Será que en verdad nunca fue mi pequeña Ese recuerdo lo dejé pasar y continué caminando.
En el colegio sus profesoras me decían lo mismo – “era una muy buena niña, un modelo a seguir y una niña ejemplar”- y yo me preguntaba en mi interior, entonces, por qué se suicidó, qué pasaba por la cabeza de mi hija. Salí sin respuestas del colegio de repente. Un grupo de niños me rodeo y me decían en conjunto “ya era hora de que muera”, “aquella maldita no merecía vivir” y
“maldita tu por engendrarla”. Me llené de espanto y me fui corriendo .Entonces seguían atormentándome esas preguntas -¿Conocía a mi hija?, ¿Era en verdad mi pequeña? Pero entonces quienes eran esos niños que tanto la odiaban. Nunca los conocí y siempre pensé que mi hija era amigable y buena con todos.
No pude más y ahora me encuentro en el parque al que tanto le gustaba ir a mi hija. Estoy pensando y meditando en lo que pudo haber pasado. Sin embargo, no encontré ninguna respuesta. Llegué a mi casa, subí a su cuarto y me puse a llorar echada en su cama. Mientras lloraba pude ver un pequeño libro oculto bajo su ropero, me aproximé hacia el y de inmediato lo abrí. Mire con espanto todos los dibujos hechos por mi hija. Cada dibujo era un collage del como ella imaginaba la muerte de todos los que la rodeaban. Tenia en ellos pensamientos suicidas y frases insultantes hacia cada uno.
Pude entender recién el odio de esos niños hacia mi hija. Pero ahora me siento culpable por no haberme dado cuenta de lo que sucedía. Mi pobre niña no entendía que era lo que pasaba por su mente y simplemente quiso dejar de pensar y se suicidó.
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“MM Burke and Hare, asesinos” por Marcel Shwob

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burke and hare

El señor William Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien ejerció gran influencia. Dentro de la colaboración de los señores Burke y Hare, no hay duda alguna de que el poder de invención y simplificación perteneció al señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de Beaumont y Fletcher: juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos fueron presos. El señor Hare nunca protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke: desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo Burke ha de vivir aún mucho tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores. […]

Marcel Schwob (1867-1905), escritor francés a quien se deben libros tan imaginativos y singulares como Doble corazón, Mimos y sus memorables Vidas imaginarias, incitó en el joven Jorge Luis Borges el gusto por la escritura, según lo declaró alguna vez el viejo maestro. La biografía imaginaria de “MM Burke & Hare. Asesinos” incita ahora a los talleristas a construir vidas ficticias que revelen la mirada propia de cada cual. Como sucedió en el ejercicio anterior, selecciono seis trabajos que me han parecido peculiarmente signficativos. Sigue leyendo