“Resistiré” por Ronald Cotaquispe

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otro

“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé!…”, se decía Néstor a sí mismo en ese momento. De repente, la repentina irrupción del toque de la puerta del camerino deshizo el silencio que imperaba en la susodicha habitación. Tres minutos, dijo la voz tras la puerta. No hubo respuesta alguna al llamado. El silencio prolongado fue respuesta necesaria y suficiente. Solo un alma, Néstor “El junco” Guevara, era quien quebraba aquel cosmos de tranquilidad. Era boxeador amateur y esta sería su primera pelea como profesional. Muy ya a su costumbre, como si siguiera alguna clase de guión, se encontraba en cuclillas y encomendándose a Dios, él último recurso de los desposeídos aunque nunca está de más. Terminado todo lo que tuvo que decir, se puso de pie y se preparó. Se tornó hacia los presentes. Se los quedó mirando un par de segundos sin que palabra alguna saliera de su boca para, posteriormente, abandonar de una vez el camerino.
“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé!…”, se dijo otra vez. Néstor siguió por el corredor contiguo a la habitación, el cual lo llevaría a su destino final. No se molesto en voltear a ver si los demás lo seguían. ¿Qué le va a importar? Igual, sabe que se encuentra sólo en esto. En esto y en todo desde el principio.
“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé!…”, pensaba Néstor. ¿Quién más que yo, testimonio en vida, puede dar fe de ello?, se dijo luego a sí mismo “El junco” estando en su sendero. Si se trata, pues, de un latinoamericano y, peor aún, de uno oriundo de un país andino. Para colmo de males, por ahí de los “conos” viene. ¿Y qué de sus padres o su familia? Mejor ni hablar. Hay golpes en la vida tanto antes como después de que suene la campana, tan hirientes aunque no siempre sean físicos o cosa tangible. Bien, pues, los antiguos griegos representaban a la tyché (fortuna) como una niña que con cada bote de una pelota con la que jugaba decidía lo que sería de uno, como una realidad completamente irracional y sin escrúpulos.
“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé!…”, se dijo Néstor nuevamente. El recorrido por el corredor había llegado a su fin. Pasó a través de unas cortinas negras que lo separaban del destino final. Ahora, pues, el momento había llegado. Néstor tomó su lugar en el espacio alumbrado por los reflectores mientras el anunciador lo presentaba. Se dispuso, luego, a bajar por la rampa entre los gritos del público espectador. ¡Vaya que hicieron sentir su presencia! Entre insultos que iban más a su progenitora que a él tuvo que abrirse camino. No hay, pues, respeto para un joven que se inicie en un oficio. Ni aquí ni en ningún lugar. Sin embargo, había que ver cómo “El junco” pasaba con el rostro fiero ante los agravios. Es, pues, la costumbre de un buen boxeador el resistir los golpes; y para todo hombre, resistir los que propina la vida. La vida, pues, no era otra cosa para él que un combate más; arriba en el cuadrilátero.
-“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé!…”-se volvía a decir “El junco”. Ya dentro del ring, se dio paso a las presentaciones de ambos contrincantes. El otro era un ser de prominente humanidad. Le llevaría, por lo menos, unos diez centímetros de diferencia a Néstor y otros diez en edad y experiencia. Se dieron el respectivo saludo, sonó la campana y comenzó todo. Empezó como debe empezar: con un suave juego de piernas como quien se familiariza con el lugar y el ambiente, como quien nace y empieza a conocer el mundo. Luego, llegaron los primeros golpes. Suaves aún y procedentes del adversario de Néstor. Siendo los primeros, eran casi imperceptibles.
“Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte”, se dijo Néstor esta vez. Pasado el tiempo y algunos rounds, fue que no bastara más que un ligero resbalón para que “El junco” fuese asediado en una esquina y golpeado hasta que besara la lona. Ahora, en verdad, todo había empezado. A continuación, seguirían los momentos de penumbra. Cada golpe era más hiriente que el anterior. Los daños producidos ya eran cosa visible, y los primeros hilos de sangre y la piel tornada color morado se hacían perceptibles.
“Son las caídas hondas de los Cristos del alma de alguna fe adorable que el Destino blasfema. Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema”, fue lo dicho en esta ocasión por “El junco”. Las caídas a la lona se hicieron cada vez más frecuentes. Cada una era más estrepitosa que la anterior. La cuenta para levantarse se hacía cada vez más larga. Era entonces, cuando se hacía costoso mantenerse en pie y las secuelas dejadas por cada golpe hacían sentir su presencia en lo más profundo de la maltratada humanidad de Néstor. No faltó reproche de alguno de su esquina. Por ahí le dijeron: ¿Por qué seguir y seguir cayendo? A lo que “El junco” contestó: “¿Qué de malo hay en besar la lona alguna vez? ¿Quién, pues, contra la vida ha salido imbatido? Si hasta Jesús cayo una vez al creerse abandonado por su padre en la cruz, por qué él no habría de hacerlo alguna vez”.
“Y el hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada”, dijo en esta ocasión Néstor. Más de la mitad del combate continuó del mismo modo. Al final de uno de los últimos rounds, sentado en su esquina, se le preguntó a Néstor: ¿Cuánto más puede soportar un hombre?, recordándole tolo lo acontecido desde el inicio de la pelea y mucho antes. Y él respondió: Todo cuanto un hombre deba resistir.
“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!”, dijo Néstor esta vez. Se levantó de su esquina tomándose su tiempo. Ya las fuerzas querían abandonarlo. Pero no dejaría que estos momentos de flaqueza lo hiciera faltar a su nombre: “El junco”. Salió, por tanto, a embestir a su oponente como pudo. Soltó una tantos golpes como si de ráfagas se tratasen, arrojando al rival a las cuerdas. Daba hasta más no poder. Pero no caería hasta ver a su oponente caer primero y hasta la cuenta de diez. Y así fue.
La algarabía se adueño del lugar. ¡Ganó Néstor, “El junco”! Él, el que más golpes recibió, el que cayo más veces. Aquella manera de ver la vida de quien se la juega, la cual se tradujo durante todo el trayecto de su combate y mucho antes, había calado en lo más hondo del público espectador. Aquella manera de ver la vida inspirado en el poema de Los heraldos negros, al que Néstor gustaba citar hasta el hartazgo, y a la posterior lectura que le dio gracias a su oficio, el boxeo: “Hay golpes en la vida y más de una vez me harán caer. Pero en la vida a un hombre no se le mide por las veces en que cae, sino por las que se levanta. Y cuando el incesante viento producto del soplo de la vida me embista fuerte, seré como el flexible junco que aunque se doble sigue siempre en pie con las raíces bien plantadas”.

Puntuación: 3.00 / Votos: 2

Un pensamiento en ““Resistiré” por Ronald Cotaquispe

  1. aiparra Autor

    Me parece un relato logrado en el ámbito de la signficación: golpe literario-golpe real. Pero a mi me parece que se dilata (alarga) demasiado. ¿qué me dicen de eso? ¿Estoy en lo cierto o no? ¿Por qué?

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