“La muerte de Dios” por Román Paredes

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 dios

Las escrituras dicen que Dios creó el mundo en siete días, pero lo que se dice es que esos fueron sus últimos. Somos pocos los que sabemos que Dios, al quinto día de la creación, cayó gravemente enfermo. Al principio parecía ser un resfriado común y corriente, aunque las palabras común y corriente suenen irónicas, y nadie temió nada. Dios se sentía débil y a pesar de nuestras recomendaciones siguió con la creación hasta que, en el quinto día, sus pies flaquearon y, emitiendo un grito ahogado, cayó al suelo. Aterrorizados, todos sus hijos corrimos a socorrerlo y rápidamente lo llevamos a su cama. Se encontraba semi-inconsciente, balbuceaba palabras extrañas de algún idioma aún no inventado y sus manos temblaban. Nadie sabía que hacer, nadie jamás había visto enfermar a Dios, nadie jamás había creído que un Dios pudiera enfermar. Pasó medio día, todos lo rodeábamos preocupados y consternados, temerosos, hasta que al oscurecer, Dios, haciendo un gran esfuerzo, se levantó de la cama. No dijo palabra alguna, ni siquiera nos miró. Yo traté de cogerle la mano, pero fue en vano, sólo podía observar como, con dificultad, seguía con la creación. Se comenzaron a escuchar murmuraciones, dudas, incertidumbres, miedos, y solo pararon cuando se desplomó de nuevo. Esta vez el terror nos invadió por completo, no entendíamos que estaba pasando, no entendíamos que significaba todo esto. Estuvimos a su lado dos horas, rezando constantemente, y cuando volvió a despertar todos callaron. Esta vez no se movió, solo junto sus manos y pudimos ver que lágrimas salían de sus ojos. Saco un pequeño pañuelo de su bolsillo, se secó los ojos y lo guardo. Se levantó, camino unos pasos y, mirándonos a los ojos nos dijo: “Voy a morir”. Nadie pudo decir nada, era como si la voz se nos hubiera esfumado. Estoy enfermo, dijo, y son pocos los días que me quedan. Nos explicó que él no podía morir sin haber hecho algo bueno, que quería dejar de legado un mundo donde solo exista la felicidad y donde se pueda vivir en paz. Nos explicó que eso era lo que estaba creando y que no podía detenerse hasta haberlo logrado, que no podía morir sintiendo que su vida no había valido la pena, que utilizaría cualquier método para lograrlo. Nosotros tratamos de persuadirlo de que descansara, de que no iba a morir y que con un pequeño descanso se encontraría bien de nuevo, pero no, el dijo: “Ya habrá un día para eso”. Ese día fue el Séptimo, pero ya era muy tarde. Si de esos días hay alguno que nunca olvidare fue el sexto, pues supe que Dios cometió un grave error y no lo dije. Fue aquel día, que ya casi acababa, que le escuché decir que crearía al hombre a su imagen y semejanza. Al escuchar esto me horrizé, mis manos temblaron, pero no tuve valor para decir nada. Comprendí que Dios estaba cometiendo el error de crear un ser a su imagen y semejanza cuando se encontraba enfermo, abatido, triste y desgraciado: cuando se había convertido en un ser desesperado por dejar algún legado sin importarle el futuro de esos seres. Había olvidado su objetivo y ahora solo buscaba dejar prueba alguna que diga que él alguna vez existió, ahora solo buscaba que unos seres lo recordaran como el gran creador del mundo ideal. Talvez ni eso pudo lograr, debido a su enfermedad, pues parte de esa humanidad duda si existió y ese mundo perfecto que soñó nunca se logró. ¡Creó un ser enfermo, lleno de sus miedos al olvido, triste, desgraciado, débil, egoísta y mortal! Al Séptimo día Dios descansó, pero para siempre. Se durmió tranquilo, creyendo que había cumplido su objetivo, y nunca más volvió a despertar. Después de su muerte nada volvió a ser lo mismo en el cielo, ni las nubes, ni el viento, ni las estrellas. Todo se volvió confuso y el miedo, la incertidumbre, la desesperación, la soledad, transformaron las almas puras en demonios. Fuimos pocos los que no sucumbimos a esa oscuridad y, los que logramos escapar de ahí, tomamos caminos distintos. Yo terminé en el mundo de los humanos y ya han pasado cincuenta años desde el día en que pise esta tierra por primera vez. De esos años treinta los he vivido detrás de estos barrotes de hierro, encerrado entre cuatro paredes y con solo un pequeño agujero donde a las justas pasa mi mano. Ya no me veo tan joven como antes, mi barba ha cubierto toda mi cara y ya no recuerdo a la mujer que amé, ni los milagro que dicen que realicé. Acá me confinaron esos hombres que se auto proclaman representantes de Dios, y que no son mas que un montón de hipócritas consumidos por la avaricia de poder. Creí que en lo que me quedara de vida no conocería otra cosa más que el hambre, la sed, la soledad y el insoportable calor, hasta hoy que, derrumbado por la agonía, al sacar mi mano por el pequeño agujero, sentí algo que hace mucho no sentía, algo puro, frió y suave como un milagro. Sé que era la nieve, pero yo prefiero creer que son pequeños milagros que hoy vienen a terminar con mi tormento: hoy por fin es el día de mi ejecución. Muchos creían que yo había muerto crucificado en una cruz al lado de dos ladrones, pero no, esa fue una persona muy parecida a mi y eso fue su condena. Recuerdo que él se encontraba en la celda de a lado, y antes de que lo llevaran a la cruz extendió sus manos desesperadamente hacia las mías y me pidió que lo llevara al cielo conmigo. Haciendo un esfuerzo le mentí diciéndole que no tenía que preocuparse por eso, que estaría en el cielo a lado mío y del Padre; si supiera que ninguna de las dos cosas existen ya. A mi no podían dejarme morir todavía, no antes de que les dijera todo lo que sabía y que estuvieran seguros que nada podría perjudicarlos. Aún puedo escuchar mi nombre por las calles, las personas esperan que vuelva para salvarlos; si supieran que nunca me fui, que siempre estuve aquí, que me encerraron para que la verdad no se conociera. ¿Qué es mi destino? ¿ Que yo vine aquí para sacrificarme y así Dios perdone los pecados de la humanidad? No, señor obispo. Yo vine aquí para conducirlos a ese mundo que él soñó y que, en medio de su egoísmo, olvidó. Yo vine aquí para que ustedes perdonaran los pecados que Dios cometió, para corregir su gran error. ¿ Sabe cual fueron sus últimas palabra? Soledad, maldita soledad.

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2 pensamientos en ““La muerte de Dios” por Román Paredes

  1. aiparra Autor

    Me parece que hay dos líneas de acción que no se unifican con claridad en una: la de Dios y esa especie de Cristo loco, del que no hay un poco más de indicios al comienzo.

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  2. Anónimo

    si claro, hay un problema con las acciones.. pero por otro lado la historia es muy interesante. …. ademas que la introduccion y el final son muy bueno eh.-… me encanto la historia .. solo seria de arreglarla un poquito;)

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