Archivo por meses: abril 2007

“Las divagaciones de la conciencia y el tiempo” por Felipe Mera

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Leslie está armando cajitas para las piezas de pollo, ella no sospecha de mi mirada penetrante porque se ha olvidado de mí, con el paso del tiempo nuestros ojos se ven menos, en parte le ha servido: ahora es más fuerte. Los recuerdos son cicatrices al corazón-me dijo la última vez que conversamos- por eso tenemos que olvidarnos. Yo intenté persuadirla, sin embargo, sus ojos ya estaban puestos en el vacío. Voy más de dos años a su lado sin existir. Cada día, luego de armas las cajitas, ella se dirige hacia el salón y baja silla por silla. En las mañanas de invierno sus movimientos son más lentos, son agonías extendidas en un rectángulo de 10×25, yo le ofrezco ayuda, siempre es una negación silenciosa; siempre se calla y mira a través de la diafanidad de los cristales: se imagina ella libre, sin tener que pagar cuentas o despertarse a las seis de la mañana. Ella nunca fue así, ni debería serlo, un error desmoronó el gran castillo que su vida representaba. Fue en ese momento que me eliminó.
Nuestra infancia transcurrió en el New Hampshire School. Pasamos con excelentes notas. Nuestros padres tenían una muy buena posición económica, cada fin de año era un viaje al exterior. Nuestro primer problema fue en Madrid, cuando yo empujé a un niño y este se cayó de cara. Leslie se molestó conmigo y no me habló durante el resto del viaje. La buena de Leslie jamás creyó ser capaz de matar. Yo no tuve que ver en la muerte, pero sí en su formación. La muerte se hiló en nosotros, por eso nos exiliamos: para disipar la red que habíamos tejido.
Mi trabajo como consejera no ha sido el más óptimo, más me dedico a observar que a interferir en sus acciones. En esta nueva ciudad Leslie no existe, sólo para mí, para el resto es Sofía, una chica proveniente del interior del país. El tiempo se ha deformado en sus recuerdos, la mujer que compraba vestidos cada semana a las justas y ahora almuerza en un lugar decente. Los dos años y medio de universidad se ahogaron en lágrimas. Ella tuvo que dejar todo; soy la única que la ha seguido.

Los clientes fielmente empiezan a llegar desde las nueve de la mañana. El olor a café con huevos batidos y tocino infesta el salón. Muchos la saludan con un beso, en esta ciudad ha caído muy bien su presencia. Ella sonríe y agradece el gesto. Lleva más tazas con café a las distintas mesas, saluda al doctor Guzmán y a su esposa; al señor Mendoza, que es un viejito amigable; y a mí. Yo me desconcierto. Su voz y mi voz se han encontrado en un pensamiento. Ella también se desconcierta, pero nuevamente ha pensando en mí, ha recordado que aún continúo. Llama a Blanca para que la supla un momento mientras va al baño. Yo subo con ella. Leslie no me dice nada. Sus ojos nuevamente adoptan un color de crepúsculo. Cierra la puerta del baño y el tiempo al fin la alcanza. Las paredes se des-fragmentan. Se lava el rostro y al alzar la mirada nuestros ojos nuevamente se cruzan. Ella me mira con extrañeza. Ella levanta la mano derecha (yo la izquierda). Se asusta mientras la miro con pena. Era necesario verte-me dice- recordar mi rostro del pasado y mi voz; estoy más vacía. Su rostro es un sobre de sal.
(Yo también me querido verte) Lo sé-me dice, era yo la que se oponía. La mirada se había congelado en el espejo. No nos movíamos. Ella se seca los ojos y dice: no fue nuestra culpa matarlos, ellos se lo buscaron, (no importa, ya están podridos), pero extraño a papá y mamá, (yo también).

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“Desde el balcón” por Ethel Barja

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anciana

Nuevamente me embarga esa sensación. Justo antes de introducir la llave en la cerradura, siento su mirada. Creo verla con su silla de ruedas en el balcón. Miro una vez más y me convenzo de que no hay nadie ahí.
Debería dejarme de mariconadas. Ya acabó. La vieja ya no está, pues. Pero sus ojos huérfanos parecen estar espiándome desde el balcón. No dejo de subir las escaleras esperando ver sus largas trenzas. Su cuerpo tan rígido que pareciese compartir la condición metálica de la silla sobre la que solía estar.
Hace unos años yo trabajaba como obrero en una fábrica, me levantaba a las cuatro de la mañana para preparar el almuerzo. A las cinco y media despertaba a mi abuela, Enriqueta, quien desde hace cinco años tenía paralizado los brazos y las piernas; en una de las balaceras que suelen ocurrir por este barrio, una bala ingresó por la ventana, penetró en el cuerpo de la abuela y explotó dentro, lesionándole la columna vertebral; después de despertarla, la bañaba, la vestía y la peinaba. Dos trenzas, como siempre, decía. Le cortaba las uñas si era necesario. La ayudaba a desayunar. La dejaba en la silla de ruedas al lado de la cama. A medio día, venía Carmela, la vecina, ella la ayudaba a almorzar y empujaba la silla de ruedas hasta el balcón, Enriqueta me esperaba ahí hasta que yo llegara y pudiera atenderla. Yo volvía a las cuatro. Me pagaban como si trabajara medio tiempo. Supliqué mucho para que en Pescaperú me dieran ese turno. La abuela necesitaba cuidados, que la saquen de la silla, que la lleven al baño; muchas veces pasó que tuvo necesidad de ir y no había nadie que la llevara, siempre que eso pasaba la encontraba llorando, me decía que ella no pudo esperar, que la perdonara. Alguna vez le grité con furia por no haberse aguantado. No servía de nada recriminarle, poco a poco su vejiga perdió el control de la orina. De vez en cuando tenía ciertos espasmos en la noche, yo debía colocarla en la silla para que la posición la ayudara a respirar mejor; desde que no podía valerse por sí misma, no sólo su cuerpo sufrió cambios, sino también su alma y hasta su manera de mirar. Yo no podía luchar con esos ojos enormemente tristes. Antes yo encontraba fortaleza en ella, ahora no era más que un ser débil y tal vez cobarde, incapaz de ser algo sin mi ayuda.
Por las tardes, mi abuela me insistía mucho en que la sacara fuera de la casa. Entiendo que le deprimía estar todo el tiempo en aquel lugar; un cuarto alquilado, dividido en dos espacios por planchas de triplay, quedaba en el segundo piso de una casa apenas puesta en pie. No siempre accedía a su pedido, no soportaba percibir la curiosidad de los niños, sus risas sobre la vieja que se hacía a la que no se movía, alguna vez escuché que alguien me dijo que deje de hacer de niñera.Cuando la abuela no lograba convencerme, se ponía a gritar como una niña, hasta que por fin lograba que la sacara. Pedrito, Dios te va a recompensar, me decía. No soportaba que me hablara de Dios. Me decía que él la recompensaría también, porque ella sufría mucho. Me pedía que le trajera la Biblia, me indicaba la página donde Carmela le había dicho que estaba la promesa del señor: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación”. Él nos bendice, mira que nunca nos falta qué comer, Dios sabe compadecerse. Claro que no nos faltaba, si yo me partía el lomo todos los días, soportaba que me gritaran que era un inútil cada vez que no movilizaba las cajas suficientemente rápido. Vaya recompensas. ¿Acaso es diferente lo que pasó de lo que seguirá pasando?, más miseria, más humillación. Mi madre murió, a mi padre no lo conocí. La abuela hacía lo que podía para mandarme a la escuela, me daba ánimo para llegar a ser alguien; cuando de pronto, se acabó todo, no más colegio, no más nada de esas fantasías que sólo son para los niños que sí tienen familias decentes, donde los papás no dejan a las mamás y donde las madres no mueren de sida. Yo pertenecía al otro lado. Me convencí de ello cuando la abuela quedó inutilizada por aquella bala del destino y quedó enteramente en mis manos. Tuve que ingeniármelas para cuidarla. La vi sufrir, sufrí con ella, aprendí a cuidarla y a odiar hacerlo minuto a minuto.
Aturdido una madrugada, me desperté antes de lo acostumbrado, la vi durmiendo tranquila, pero me invadió una sensación de no conocerla, de que era un ser ajeno que se había metido aprovechando la oscuridad. Pasó por mi mente un leve recuerdo de cuando me abrazaba y en unos minutos desterré esa posibilidad. Enriqueta hace cinco años que se había ido, aquella mujer era sólo una mala copia que se empeñaba en engañarme, para obligarme a velar por ella. Entonces lo planee todo, la sacaría en la tarde a dar un paseo por la calle, la obligaría a que me dijera porqué se hacía pasar por mi abuela. Ese día volvería sin ella. Claro que me aseguraría de volver con la silla de ruedas, tal vez me darían algo por ella. Me acosté nuevamente. Llegada la hora, me levanté, preparé el almuerzo. Cumplí con la rutina. Me dirigí a la fábrica, no había modo de que pensara en otra cosa. Volví a casa a la hora de siempre, vi hacia el balcón y Enriqueta no estaba ahí. Fue como si me liberara de un adormecimiento, corrí a verla. Estaba tirada en la cama, sus labios temblaban. Su rostro estaba de un color ceniciento, le faltaba el aire; no pude hacer más. Me quedé contemplándola. De su boca salía un murmullo que parecía pedir que me acercara. Me quedé a un paso de la cama, ella era mi abuela. Pude ver claramente a la mujer que cuidó de mí de pequeño detrás de esos ojos hundidos, de ese rostro casi cadavérico. Carmela la había colocado en la cama porque Enriqueta así se lo pidió. Carmela insistía en explicarme, nunca le recriminé nada.
En parte sí la maté, dejé que se muriera, no intenté nada, o es que ¿acaso puedo decir que fue la impresión la que me dejó inmóvil? Eso ya pasó, total, ¿cuánta gente deja morir a muchas otras siendo consciente de ello? Ya veremos si alguien puede tirar la primera piedra. Sea lo que sea aún me pregunto si me podrán dar algo por la silla de ruedas.
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“La muerte de Dios” por Román Paredes

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Las escrituras dicen que Dios creó el mundo en siete días, pero lo que se dice es que esos fueron sus últimos. Somos pocos los que sabemos que Dios, al quinto día de la creación, cayó gravemente enfermo. Al principio parecía ser un resfriado común y corriente, aunque las palabras común y corriente suenen irónicas, y nadie temió nada. Dios se sentía débil y a pesar de nuestras recomendaciones siguió con la creación hasta que, en el quinto día, sus pies flaquearon y, emitiendo un grito ahogado, cayó al suelo. Aterrorizados, todos sus hijos corrimos a socorrerlo y rápidamente lo llevamos a su cama. Se encontraba semi-inconsciente, balbuceaba palabras extrañas de algún idioma aún no inventado y sus manos temblaban. Nadie sabía que hacer, nadie jamás había visto enfermar a Dios, nadie jamás había creído que un Dios pudiera enfermar. Pasó medio día, todos lo rodeábamos preocupados y consternados, temerosos, hasta que al oscurecer, Dios, haciendo un gran esfuerzo, se levantó de la cama. No dijo palabra alguna, ni siquiera nos miró. Yo traté de cogerle la mano, pero fue en vano, sólo podía observar como, con dificultad, seguía con la creación. Se comenzaron a escuchar murmuraciones, dudas, incertidumbres, miedos, y solo pararon cuando se desplomó de nuevo. Esta vez el terror nos invadió por completo, no entendíamos que estaba pasando, no entendíamos que significaba todo esto. Estuvimos a su lado dos horas, rezando constantemente, y cuando volvió a despertar todos callaron. Esta vez no se movió, solo junto sus manos y pudimos ver que lágrimas salían de sus ojos. Saco un pequeño pañuelo de su bolsillo, se secó los ojos y lo guardo. Se levantó, camino unos pasos y, mirándonos a los ojos nos dijo: “Voy a morir”. Nadie pudo decir nada, era como si la voz se nos hubiera esfumado. Estoy enfermo, dijo, y son pocos los días que me quedan. Nos explicó que él no podía morir sin haber hecho algo bueno, que quería dejar de legado un mundo donde solo exista la felicidad y donde se pueda vivir en paz. Nos explicó que eso era lo que estaba creando y que no podía detenerse hasta haberlo logrado, que no podía morir sintiendo que su vida no había valido la pena, que utilizaría cualquier método para lograrlo. Nosotros tratamos de persuadirlo de que descansara, de que no iba a morir y que con un pequeño descanso se encontraría bien de nuevo, pero no, el dijo: “Ya habrá un día para eso”. Ese día fue el Séptimo, pero ya era muy tarde. Si de esos días hay alguno que nunca olvidare fue el sexto, pues supe que Dios cometió un grave error y no lo dije. Fue aquel día, que ya casi acababa, que le escuché decir que crearía al hombre a su imagen y semejanza. Al escuchar esto me horrizé, mis manos temblaron, pero no tuve valor para decir nada. Comprendí que Dios estaba cometiendo el error de crear un ser a su imagen y semejanza cuando se encontraba enfermo, abatido, triste y desgraciado: cuando se había convertido en un ser desesperado por dejar algún legado sin importarle el futuro de esos seres. Había olvidado su objetivo y ahora solo buscaba dejar prueba alguna que diga que él alguna vez existió, ahora solo buscaba que unos seres lo recordaran como el gran creador del mundo ideal. Talvez ni eso pudo lograr, debido a su enfermedad, pues parte de esa humanidad duda si existió y ese mundo perfecto que soñó nunca se logró. ¡Creó un ser enfermo, lleno de sus miedos al olvido, triste, desgraciado, débil, egoísta y mortal! Al Séptimo día Dios descansó, pero para siempre. Se durmió tranquilo, creyendo que había cumplido su objetivo, y nunca más volvió a despertar. Después de su muerte nada volvió a ser lo mismo en el cielo, ni las nubes, ni el viento, ni las estrellas. Todo se volvió confuso y el miedo, la incertidumbre, la desesperación, la soledad, transformaron las almas puras en demonios. Fuimos pocos los que no sucumbimos a esa oscuridad y, los que logramos escapar de ahí, tomamos caminos distintos. Yo terminé en el mundo de los humanos y ya han pasado cincuenta años desde el día en que pise esta tierra por primera vez. De esos años treinta los he vivido detrás de estos barrotes de hierro, encerrado entre cuatro paredes y con solo un pequeño agujero donde a las justas pasa mi mano. Ya no me veo tan joven como antes, mi barba ha cubierto toda mi cara y ya no recuerdo a la mujer que amé, ni los milagro que dicen que realicé. Acá me confinaron esos hombres que se auto proclaman representantes de Dios, y que no son mas que un montón de hipócritas consumidos por la avaricia de poder. Creí que en lo que me quedara de vida no conocería otra cosa más que el hambre, la sed, la soledad y el insoportable calor, hasta hoy que, derrumbado por la agonía, al sacar mi mano por el pequeño agujero, sentí algo que hace mucho no sentía, algo puro, frió y suave como un milagro. Sé que era la nieve, pero yo prefiero creer que son pequeños milagros que hoy vienen a terminar con mi tormento: hoy por fin es el día de mi ejecución. Muchos creían que yo había muerto crucificado en una cruz al lado de dos ladrones, pero no, esa fue una persona muy parecida a mi y eso fue su condena. Recuerdo que él se encontraba en la celda de a lado, y antes de que lo llevaran a la cruz extendió sus manos desesperadamente hacia las mías y me pidió que lo llevara al cielo conmigo. Haciendo un esfuerzo le mentí diciéndole que no tenía que preocuparse por eso, que estaría en el cielo a lado mío y del Padre; si supiera que ninguna de las dos cosas existen ya. A mi no podían dejarme morir todavía, no antes de que les dijera todo lo que sabía y que estuvieran seguros que nada podría perjudicarlos. Aún puedo escuchar mi nombre por las calles, las personas esperan que vuelva para salvarlos; si supieran que nunca me fui, que siempre estuve aquí, que me encerraron para que la verdad no se conociera. ¿Qué es mi destino? ¿ Que yo vine aquí para sacrificarme y así Dios perdone los pecados de la humanidad? No, señor obispo. Yo vine aquí para conducirlos a ese mundo que él soñó y que, en medio de su egoísmo, olvidó. Yo vine aquí para que ustedes perdonaran los pecados que Dios cometió, para corregir su gran error. ¿ Sabe cual fueron sus últimas palabra? Soledad, maldita soledad.

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“Sabogal” por Ricardo Navarro

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Yo era, lo que podría llamarse, una hija rebelde, escapando de las reglas impuestas por mis padres que querían que su bebita sea ingeniera o abogada. Mis padres, uno abogado, y la otra ingeniera civil, esperaban que le siguiera los pasos a uno de ellos; “de tal palo tal astilla” escuchaba decir a mi madre cuando sacaba las mejores notas en matemáticas y física.
Desde niña me engreían con todos los juguetes y objetos que el dinero podría comprar, pues eso era lo único que les sobraba. Eso y las esperanzas que tenían puestas en mí y en mi futuro profesional. Imagínense sus caras cuando les dije que estudiaría en las bellas artes, que su queridísima hija quería ser artista, que quería pintar, hacer esculturas y demás cosas, que mi mayor aspiración era terminar vendiendo mis cuadros en el parque Kennedy de Miraflores.
Nada pudieron hacer para evitar que fuera a las bellas artes, y mi meta era clara: quería especializarme en pintura para así acercarme a mi sueño.
Fue por esa época que conocí a Felipe. La primera vez que lo vi estaba entrando a la sede principal de las bellas artes, que queda en el jirón Ancash. Recuerdo que me llamo mucho la atención desde el principio porque me pareció haberlo visto antes. Luego me entere que todo el mundo le decía Sabogal, por el gran pintor indigenista, pues se parecía mucho a un modelo de una pintura de este. Fue así también que comprendí porque me pareció haberlo visto antes, pues yo me especializaba en la pintura indigenista.
Cuando lo saludé y trate de presentarme, parecía que no me hacía caso, pero luego de que termine de hablar él me respondió el saludo, y me dijo su nombre; luego nos quedamos conversando durante muchas horas.
Podría pensarse que lo que le ocurrió luego a Felipe fue mi culpa, no lo sé, pero la amistad que entabló conmigo parecía renovarlo. Yo no sabría decirlo, pues cuando lo conocí siempre parecía muy atento y se veía feliz, pero la gente que lo conoció antes que yo me contaba lo alejado y parco que era antes y se sorprendía lo diferente que se comportaba después de conocerme.
¿Le cambié la vida a una persona? No lo sé, aunque siempre he creído que las acciones que las personas realizan tienen un efecto en aquellas que la rodean, pero no sabía que en tal magnitud. Bueno pues, el chico se sentía tan bien consigo mismo que se reflejaba en sus esculturas. No lo mencioné hasta ahora porque no parecía importante, pero él quería ser escultor, y es importante decirlo por lo que paso después.
Todos sus profesores se asombraron de que su trabajo tan mediocre se hubiese convertido en tan poco tiempo en genial, en esculturas tan llenas de vida que parecía que se moverían en cualquier momento.
Finalmente llegó el día más importante en la vida de Felipe, pero el día más normal, e incluso aburrido, para mí, o por lo menos eso pensaba en ese momento. Se acercó después de clases y me invitó al queirolo a tomar algo, yo acepté, pues no era la primera vez que lo hacíamos, y el pagó todo, como siempre.
Luego de un rato sentados en la mesa hablando de los cursos y los profesores, él se quedó callado y bajó la mirada. En casi un minuto me explicó lo mucho que yo valía para él, lo bien que le hacía estar conmigo, y que quería estar conmigo.
No me inmuté, simplemente le dije que no, no me gustaba para ser algo más que amigos, y sin querer le dije que era la peor declaración de amor que había escuchado, y solté una carcajada.
Felipe no fue el mismo después de eso, sus trabajos volvieron a ser mediocres y volvió a tener esa frialdad que tanto me habían comentado.
Llego entonces, el día más importante de mi vida, y, según Felipe, el día más normal, e incluso aburrido, de la suya. En un aula de bellas artes encontraron una preciosísima escultura de un hombre desnudo, de pie, mirando al suelo. Era tan hermosa y parecía tan viva, que esperábamos cobrara vida en cualquier momento.
Los profesores quedaron sin palabras, y más aún cuando encontraron la nota de Felipe, una carta de despedida mezclada con una de amor. “Pobre idiota” pensé en ese momento. Cuando me acerqué a la escultura y observé de cerca su rostro, descubrí entonces en esa mirada los ojos de Felipe, sus pómulos salientes y su parecido a esas pinturas de Sabogal. “Maldito idiota” dije en voz alta mientras pasaba mis manos por su rostro. Si he de admitir algo es esto, me enamoré de esa escultura perdidamente.
La vida sigue su curso, la escultura de Felipe sigue en el mismo lugar donde se descubrió. A Felipe nunca más se le volvió a ver, según los profesores. Yo en cambio lo veo todos los días, cada vez que paso por ese salón. Sigue leyendo

“Prefiguración de Lalo Cura” por Roberto Bolaño

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Parece mentira, pero yo nací en el barrio de los Empalados. El nombre brilla como la luna. El nombre, con su cuerno, abre un camino en el sueño y el hombre camina por ese sendero. Un sendero tenebroso. Siempre crudo. El sendero de llegada o de salida del infierno. A eso se reduce todo. Acercarse o alejarse del infierno. Yo, por ejemplo, he mandado a matar. He hecho los mejores regalos de cumpleaños. He financiado proyectos faraónicos. He abierto los ojos en la oscuridad. Con extraña lentitud abrí los ojos en la oscuridad total y sólo vi o imaginé aquel nombre: barrio de los Empalados, fulgurante como estrella del destino. Naturalmente, os contaré todo. Mi padre fue un cura renegado. No sé si era colombiano o de qué país. Latinoamericano era. Pobre como las ratas, apareció una noche dando sermones en cantinas y burdeles. Algunos creyeron que era un agente de los servicios secretos, pero mi madre evitó que lo mataran y se lo llevó a su penthouse en el barrio. Vivieron cuatro meses juntos, hasta donde que yo sé, y luego mi padre desapareció en el Evangelio. Latinoamérica lo llamaba y él siguió deslizandose en las palabras del sacrificio hasta desaparecer, hasta no dejar rastro. […]

Nunca se termina de destacar la importancia de la voz narrativa en la constitución de un cuento. Esta dota al relato de una determinada amplitud cognitiva y de una idiosincrasia singular, en un rango de amplitud que va desde la omnisciencia hasta el testimonio de carácter meramente conductista. En esta ocasión los talleristas fueron convocados a asumir la narración en primera persona pero fingiendo ser un cualquiera, pero al que conocen al detalle, quizá alguien tan peculiar como quien narra el cuento “Prefiguración de Lalo Cura”, perteneciente al libro Putas asesinas, del nunca suficientemente llorado Roberto Bolaño. El desafío movilizó las interesantes voces narrativas que aparecen a continuación Sigue leyendo

“El otro ser parecido a mí” por Ricardo Navarro

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Me acuerdo de de una tarde lluviosa y de un cigarrillo a medio acabar, de una banca de madera, rota en una de sus esquinas, y de un parque cerca al malecón en magdalena.
Tenía 12 años y acababa de mudarme. Detestaba el lugar porque no conocía a nadie, y extrañaba a mis amigos de barrio en mi antigua casa. Me sentía como todo niño se siente cuando su mundo cambia de repente, solo.
La banca en la que estaba sentado daba justo al mar, así que me quedaba viendo el horizonte mientras fumaba mi primer cigarrillo, pues pensé que sería apropiado dada la situación, pero solo había dado una “piteada” y me atragante.
Unos minutos después un hombre se sentó en la misma banca, del lado de la esquina que estaba rota. Lo que más llamó mi atención fue que usaba lentes oscuros y guantes blancos que resaltaban mucho, ya que vestía de negro, además me parecía conocerlo.
De su boca salió la palabra que yo ya estaba pensando decir: “Hola”. Yo le devolví el saludo; no le pregunté quien era ni que hacía hablándome, porque cuando conoces a alguien tan enigmático y a la vez tan familiar como aquella persona, preguntar esas cosas esta de más.

-¿No eres muy pequeño para estar fumando?- me preguntó.
– Es mi primer cigarrillo- le conteste- me acabo de mudar y…
– Y te sientes mal, así que quieres actuar como un adulto para que no te duelan estas cosas y los demás piensen que eres una persona madura- me interrumpió.

En realidad iba a decirle que quería celebrar un gran cambio con otro cambio en mi vida, que era empezar a fumar, pero lo que dijo era justo lo que en verdad sentía y no quería admitir.
Asentí con la cabeza y luego me puse a mirar el piso. Jugaba con mis pies y no decía palabra alguna. El finalmente volvió a hablarme y me dijo que no debía actuar como lo que no era, que debía disfrutar lo que era, un niño, porque sino iba a lamentarlo después.
No me gustó que me dijera eso, no tenía derecho a hacerlo; después de todo quien creía que era, no era ni mi amigo, sino un extraño. Le dije que no me molestara y que no sabía nada porque no me conocía.

-Eres aún muy joven, te gusta vestirte de negro, te acabas de mudar aquí cerca, tu antiguo colegio queda muy lejos, pero seguirás asistiendo porque insististe a tu mamá. Pero aun así te preguntas por qué, si no te cae ningún chico de tu colegio. Tienes un gatito al que tratas mejor que a tus hermanos.- me dijo sin voltear a verme.
-¡¿Qué?¡- grite y me quede mirándolo un buen rato.

Para saber que era joven no era necesario ser un genio, al igual que el hecho de que me gustara vestirme de negro; estaba vestido de negro en ese momento. Tal vez lo del colegio pudo haberlo deducido ya que un niño no quiere alejarse de sus amigos de colegio. Pero, cómo supo que no tenía amigos en el colegio, y más importante, como supo que tenía un gato.
Se levantó y, como si hubiera leído mi mente, se sacó los guantes y me mostró varias cicatrices en sus manos. “Se parecen a las tuyas”, me dijo señalando mis manos que también tenían cicatrices, pero menos que las de él. “A mi gato le gusta arañar mis manos” le dije. “Al mío también le gustaba” me dijo mientras me quito el cigarrillo de mis manos. No me molesto que me lo quitara, estaba más ocupado pensando en como sabía todo eso. Lo que me dijo de sus manos me hizo entender como supo que tenía un gato, pero… ¿cómo sabía que lo quería tanto?, tal vez se sentía identificado conmigo y le había pasado lo mismo.
Mientras seguía haciéndome esas preguntas el hombre se fue caminando y se despidió sin darse la vuelta mientras se terminaba el cigarrillo. No dije nada y me quede mirándolo, volteó su cara un momento y me dijo “Cuídate de los cuchillos niño, adiós”.
Nunca entendí lo que eso significaba hasta que a los 25 años perdí mi ojo izquierdo en una pelea con un ratero, el tipo quiso robarme y yo me defendí, quiso dispararme con arma, pero le golpeé la mano y la dejó caer, me confié tanto después de eso que no me di cuenta cuando saco un cuchillo y me atacó. No solo perdí mi plata sino mi ojo.
Una semana después del incidente volví al parque de magdalena, a esa banca rota en una esquina que daba al mar. Usaba guantes blancos para que nadie vea mis cicatrices de las manos y también lentes oscuros para cubrir mi ojo faltante.
Estaba lloviendo y mientras me acercaba vi a un niño vestido de negro sentado en la banca, con un cigarrillo en la mano y mirando al horizonte.

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“La vida, repeticiones siendo otro” por Ronaldo Cotaquispe

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¡Apenas si me acuerdo! Aquella vez, en una mañana de primavera, mi padre nos llevó a la casa de los abuelos. Recuerdo un largo y estrecho corredor por donde pasamos, el cual llevaba al patio principal. Me encontraba en ese momento en brazos de mi madre. Finalmente, llegamos a la sala. Puede ver en frente a un hombre de inmensa humanidad sentado en un enorme sofá marrón. Se le veía muy débil y cansado. Este es, pues, el único recuerdo en vida que tengo de mi abuelo.

¡Ciertamente, tienes mucho qué recordar!. ¿Qué tal lo acontecido con mi padre?. ¡Vaya si fue duro! Fue bueno en general. Solo le faltó ser un tanto menos hostil; con las palabras y con las manos. Bueno, varias de ellas ciertamente me las merecía. Si él no hubiese sido como fue, yo no sería como soy ahora ni logrado todo lo que logré. Por eso lo amé y lo lloré como se lo mereció al momento de su deceso en una mañana de primavera. Se encontraba, en ese momento, sentado en aquel viejo sofá marrón justo cuando llegamos al lugar yo y mi esposa, quien llevaba en brazos al pequeño. Sólo me quedó seguir con el papel. Él hostil fuiste, entonces, tú; tanto con las palabras como con las manos. Sin embargo, sabías por qué lo hacías.

Ahora, me encuentro aquí, luego de tanto que ha pasado, en este enorme sofá marrón en medio de la sala en una mañana de primavera. Me encuentro viejo y cansado. No tengo queja de nada. Estoy tranquilo. Sé que lo hice bien y que será lo mismo con los siguientes.

De repente, pude escuchar voces provenientes del otro lado. Se trataba de mi hijo. Pude Escucharlos entrar a él y a su familia por el largo y estrecho corredor. Al momento en que estos entraron a la sala, pude ver a la mujer de mi hijo sosteniendo a una pequeña criatura y, posteriormente, nada más.
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“Es un secreto” por Rosario Zúñiga

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Recuerdo la primera vez que me pinté el rostro de payaso. Tenía 23 años y no era nadie en este mundo. Frente al oxidado espejo del baño del hospital me encontraba yo. Pintaba mi rostro de color blanco con cierta lentitud, palpaba mi piel a medida que observaba los bultos debajo mis ojos, miraba ese rostro cansado que me decía que había fracasado. Sin el maquillaje parecía mucho mayor. Con colorete rojo pintaba mis labios, con colorete negro extendía la comisura de mis labios pretendiendo esbozar una sonrisa. Me disfrazaba de payaso.

Saliendo del baño me coloqué la peluca y la nariz roja. Una vez disfrazado, todo era risas, chistes y halagos. En administración me dijeron que tenía encargada la habitación 206. Contento, inflé unos cuantos globos y llevé conmigo mi bolsa rosa de sorpresas y juguetes. Toqué la puerta dos veces. Nadie contestó. Al tocar la tercera vez, una señora de triste aspecto abrió la puerta de improvisto. Tenía los ojos verdes pero rojos de tanto llorar. Su rostro estaba sin maquillaje y lleno de arrugas, sus labios estaban muy comprimidos y sus manos, sus manos temblorosas sobre la puerta que a duras penas estaba entreabierta y podía dejarla ver. Estuve en silencio por unos segundos tratando de asimilar la imagen. Ella ya no tenía el cabello cuidado ni pintado. Ya no usaba esos aretes de oro que le colgaban pesadamente de las orejas ni ese colorete rojo que remarcaba la fineza de sus labios. Frente a mis ojos ella estaba tan acabada como yo. Me detuve de pensamientos y le sonreí. Ella no devolvió la sonrisa, pero sentí mi pecho desgarrarse en el momento en que me susurró al oído “tiene cáncer”.

Abriendo la puerta en su totalidad, entré a la habitación con los globos en la mano. Ahí, en medio del cuarto, yacía una niña de ocho años totalmente calva sobre una cama de sábanas blancas. La habitación estaba oscura y de mis manos los globos salieron volando tras la repentina debilidad de mi cuerpo y de mi mano. Por unos segundos me mantuve en silencio. La niña me miraba con ojos asustadizos. A pesar de la leve oscuridad podía ver su rostro enrojecido. Ella apartó la mirada a un lado. Estaba avergonzada y sólo recobré el sentido cuando escuché la puerta de atrás cerrarse nuevamente. La señora se aproximó a la cama y se sentó en una silla de al lado. Me miró con dureza al verme inmóvil. Haz algo, haz algo, me decía a mi mismo en silencio.

Mis puños recobraron fuerza y empecé a temblar exageradamente. Hice rechinar mis dientes. Estaba titiritando, llevando mis brazos hacia mis hombros y temblando de pánico. La niña me miraba confundida y entre espasmos fingidos le dije que me daba miedo la oscuridad. “¿A ti no?”. Ella me dijo muy segura de sí misma que no. Yo negué con la cabeza y me aproximé a la ventana a abrir las cortinas. El cuarto se iluminó. La niña y la madre guiñaron los ojos. Yo les sonreí. Miré a la niña de cerca y le acaricie la mejilla. “Que niña más linda” le dije. “Ahora te puedo ver mejor”. Sonrojándose más aún, ella me agradeció. Tenía la piel blanca y los ojos verdes de su madre. Sus mejillas estaban salpicadas de unas cuantas pecas y sus labios que antes solían ser muy vivos y rosados eran ahora pálidos y secos.

“¿Cómo te llamas?” me preguntó. Con un dedo moviéndose de lado a lado y una sonrisa pícara le dije “es un secreto”. Dando un brinco de un lado a otro y luego cobrando seriedad como un militar le dije que era su muñeco, que ese día ella podía pedir lo que quisiera. Ella sonrió. “¿Puedes bailar?” me preguntó. Sus ojos cobraron de pronto una mirada de expectativa, de una espontánea confianza hacia mí. “Si” le respondí y seguidamente empecé a taconear y a fingir unos cuantos tropezones. Tras unos cuantos pasos de demostración hice una mueca de sorpresa como si algo genial se me hubiera ocurrido. De mi bolsa roja estuve buscando el juguete adecuado, sumergiéndome dentro de ella y botando una y otra cosa que no me servían en ese momento. Ella reía ante mi desesperación, emitía esa risa que en mis adentros causaba mucho dolor. Encontré por fin el sombrero negro y mi bastón. Hice una tonta imitación de Broadway y de esa niña de rizos de oro que podía zapatear como los dioses. Me erguía como hombre sofisticado y luego hacía muecas de tarado. Ella reía divertida. Cada tontería mía la llenaba de vida. Nada había cambiado.

De pronto me detuve y me aproximé hacia ella. Ella me miraba con ingenuidad y parpadeaba las pestañas con esa pureza única. Frente a ella moví las fosas nasales exageradamente. Hacía expresiones de oler algo muy desagradable y, alejándome un tanto, le dije “¡estas apestando!”. Ella soltó una risita y me dijo “¡claro que no!”. La mamá, de espectadora, soltó también una risa tímida. La niña preocupada se olía la bata blanca que la cubría. Dejando de lado la inocencia, con un dedo pequeñito me señaló y dijo “¡tu apestas!”. Alejándome de ella olí mis axilas con lentitud. Hacía gestos de respiración profunda. Luego hice una mueca de asco y caí al piso de golpe, completamente desmayado. La niña reía dulcemente y poco a poco dejaba la posición de reclinada. Al levantarme le pregunté si ella bailaba. Ella, sentada sobre su cama, me dijo que si. Me dijo que no sabía zapatear como yo pero que sí sabía mover las caderas. “¿No me quieres enseñar?” le pregunté con engreimiento. Ella me sonrió y me dijo que no podía. Removiéndose un poco la bata me mostró parches y cables adheridos a su pecho que estaban conectados con una máquina al otro lado de la cama. “Estar aquí es muy aburrido” me dijo. Luego sonrió. “Pero cuando me recupere y salga de este lugar te prometo que te enseñaré a bailar”.

Al mirar a la mamá de la niña un tanto sorprendido, ella no quiso devolverme la mirada. La seriedad y la tristeza habían vuelto a su rostro. Sin dejar que la niña notara mi distracción le sonreí y la abracé. “También puedo imitar a quien tu quieras” le dije. Sus ojos se agrandaron. “¿A quien yo quiera?” me preguntó. “Sí, a quien tu quieras: puedo ser la enfermera, el presidente, Michael Jack…” – “Quiero que imites a mi hermano”.

El rostro de la mamá cambió de expresión. Repentinamente se tornó preocupada y afligida por las palabras de su niña. La niña, por el contrario, se veía calmada. Yo, tras unos segundos de silencio, me arrodillé a su lado y le pregunté al oído “Y ¿cómo es él?”. El rostro de la niña de pronto se iluminó.

“¡Mi hermano es el mejor de todos! Es gracioso, divertido y muy buena persona. Siempre me cuidaba. Muchas veces se burlaba de mí y las largas trenzas que antes mamá me hacía, pero de todas formas era muy bueno conmigo. Siempre me engreía y me compraba algún chocolate. Recuerdo que, aún siendo él muy mayor, jugaba conmigo con las muñecas o siempre me hacía bromas tontas. Me acuerdo de las veces que me hacía cosquillas, de las veces que me cargaba sobre sus hombros o de las veces cuando de los brazos me daba vueltas por los aires. Mamá siempre se molestaba por eso porque pensaba que algún día por accidente podría dejarme caer. Nunca pasó nada y siempre nos divertíamos. Me acuerdo de su sonrisa y de ese lunar tan grande que llevaba en el mentón. Me acuerdo de…”

Los recuerdos de la niña parecían ser una lista sin final. Las escenas se iban recreando en mi mente a medida que ella iba mencionado anécdotas y vivencias con un brillo especial en sus ojos. No había necesidad de escuchar más. Tapándole la boca con un dedo sobre sus labios le dije que ya lo tenía. De pie, busqué de mi bolsa el colorete negro. Con delicadeza me pinté un punto negro en el mentón sobre la pintura blanca de mi rostro, y mientras ella reía, proseguí a hacer cada gesto, a revivir cada memoria que la niña me había contado de él…

De los ojos de la madre brotaron lágrimas tímidas a medida que veía a su hija reír y recobrar tanta vitalidad. De pronto, las risas de la niña se tornaron en llantos. Sus manitos se alzaron para cubrir su rostro compungido y las lágrimas que brotaban incesantemente de sus ojos. Frente a mis ojos ya no veía el tierno rostro ni la tierna sonrisa de la niña. Frente a mis ojos sólo veía la calvicie de un cuerpo diminuto y los brazos de una madre que trataban de consolar a su hija. “Es suficiente” me dijo. “Gracias por todo”.

Con el pecho sobrecargado de sentimientos y con unas inmensas ganas de llorar, me contuve y tomé mi bolsa en una de mis manos. Rebuscando dentro de ella por última vez, encontré una flor de plástico. Aproximándome a la niña que aún sollozaba sumergida en el pecho de mamá, la tomé del hombro y le di la flor una vez que hubo volteado. “¿Sabes cuál es el colmo de un payaso?”. Ella negó con la cabeza. Haciéndole señas con los dedos para que se acercara le dije el final del chiste al oído. Ella volvió a reír a pesar de las lágrimas que corrían por sus mejillas. Le di un beso en la frente y me dirigí hacia la puerta. Al abrirla volteé la cabeza y miré a la madre que aún trataba de consolar a la niña. De pie e inexpresivo, sentí que mis labios temblaban. Ella me miró. Le sonreí ligeramente y justo en el momento en que ella se llevó las manos a la boca a causa de una repentina sorpresa, decidí correr. Tirando la bolsa a un lado y corriendo por el pasillo esquivé bruscamente a todo aquel que se me cruzara. Tomé el ascensor y ahí, en la soledad me retiré la peluca, moviéndome de lado a lado inquieto, angustiado, sofocado, adolorido…

Llegando al 1er piso salí corriendo del hospital hasta por fin dar con la calle. Corriendo entre transeúntes que parecían meros espectros y que volteaban a verme, me retiré la nariz roja y adquirí velocidad. Dando vuelta en la esquina y cruzando calles sin cautela, llegué por fin a un viejo edificio cuya puerta de entrada estaba abierta. Subiendo unos tres pisos por escaleras bañadas de basura, abrí de golpe la puerta de la habitación 310. Desesperado, abrí como loco los distintos cajones de la cómoda que estaba al lado de la cama. Tiraba lo que encontraba en ellos al suelo, dejaba los cajones abiertos y proseguía a abrir los otros con violencia. De pronto, en el último cajón encontré lo que estaba buscando. En mis manos tenía la foto de una niña pecosa, de cabello rubio y largas tranzas. Estaba llena de vida, con las mejillas coloradas y sonriendo sobre los hombros de un chico que hacía unos 4 años había decidido escapar de mamá y papá.

Cayendo de rodillas al suelo, en medio de la desolación, llevé la foto hacia mi tembloroso pecho y empecé a llorar.
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“Sueño o pesadilla” por Denisse Pilares

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Amaneció otra vez. Mis parpados aun pesados no me dejan divisar la fealdad de mi cuarto. Siento esta mañana como muchas otras ¿Pero como eran mis mañanas con ella? Recuerdo aquella cara inocente durmiendo como siempre, que cuando se abrían esos pequeños ojos, el cuarto en el que vivíamos se convertía en un paraíso ¡Esta mujer era tan amable! Que incluso saludaba a aquel viejo que maldecía a quien pasaba por su vereda. Así era mi madre. Una mujer que veía lo bello oculto por la tristeza. Pero hoy estoy en este cuarto horrendo casi vació que contiene apenas algunas porquerías que recogí de la calle. Me acerco a la ventana y noto estas calles tan sobrias y tristes, que solo albergan desdicha. Todas estas están llenas de mendigos, drogadictos y pequeños grupos de chibolo s que roban a cualquier padre o madre que pasa distraído.

Hoy vuelvo a tener esta asquerosa pistola entre mis manos ¿Podré hoy por fin ponerle fin a esta vida monótona y sin sentido que llevo? O ¿Quizás me vuelva a pasar toda la tarde viéndola hasta que mis ojos ya cansados caigan en le sueño? En esta vida que llevo no hay ni un motivo que me aliente a vivir. Solo tengo los recuerdos de aquella mujer dulce como el anís. Ella hablaba mucho sobre la vida y solía decir una frase conocida – Cuando la vida te presente razones para llorar, demuéstrale que tienes mas de mil y una razones para reír- Ahora no puedo reír ni siquiera llorar mi vida es tan sobria y sin sentido que me la paso en este cuarto a veces sin comer y solo vivo de pensar en ella y de los recuerdos que tuve en mi niñez.

Recuerdo aun con nostalgia y horror el día en que la vi sonreír por última vez. Ella me llevaba de la mano y me preguntó si deseaba algo yo no le dije nada y ella solo sonrió tiernamente como siempre lo hacia. Cruzó la vereda y un camión la invistió trágicamente, la cara de mi madre se encontraba destrozada sobre el pavimento. En ese momento me quede sin habla no corrí hacia a ella, porque con solo mirarla me daba miedo. Por Dios aquella cara inocente se convirtió en unos instantes en un cúmulo de sangre y carne. Por primera vez no quería acercarme a ella. Solo tenia ganas de salir y no verla en ese estado. De pronto todos aquellos recuerdos bellos se mancharon. Sin embargo, aun cuando pienso es aquel accidente esa imagen se desvanece con un simple recuerdo suyo sonriéndome.

La pistola ya no esta en mi mano. Siento un pequeño dolor en mi pecho. Ya anocheció. Parece haber pasado un día mas en mi monótona vida; sin embargo algo cambio. Siento un pequeño rayo de luz atravesando mis ojos, veo a mi madre junto a mí , saludándome y dándome los buenos días.
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“Asesinos” por Jeisson Sandoval

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conejos

Encerrado en este gris y oscuro cuarto, recuerdo cuando mi coneja se volvió una asesina en serie. Tenía trece años entonces, mis padres decidieron enseñarme a ser responsable y me dieron a criarla. La primera vez que la vi fue una madrugada en que desperté con sed, estaba en medio de la sala, se mantuvo quieta cuando me vio, no me dejaba de mirar, respiraba rápido o estaba oliendo, no sé. Entendía que había dado un recorrido por la casa pues había bolitas de caca por todos lados. Me acerqué para verla de cerca y me pareció que se asustó pues se encogió. Tenía muchas manchas negras sobre su blanco pelaje, en las patas y en la cola; en la cabeza otras más que le daban la apariencia de una delincuente enmascarada pues las habían en las orejas, ojos y la nariz; y finalmente en la espalda otras más que le daban forma a una mariposa, por esto ultimo su raza, Mariposa de Viena.

No la crié nada bien, le daba comida, pero la primera semana olvidé el agua, luego me justificaría diciendo que creía que la coneja podía prescindir de líquidos con la alfalfa fresca, ahora me río de tal ignorancia. Otro error fue cuando estaba apunto de tener a sus crías, andaba como loca buscando un hueco, pero su instinto no le ayudaba a cavar sobre el cemento. Pero oh, graciosa providencia, mientras la veía preocupada, lo que casi la desnuca se convirtió en el lugar donde tendría sus crías. Un tripley de mi tamaño entonces, cayó por el viento formando una especie de cueva con la pared y arrancándose los pelos tuvo sus crías ahí. Vi seis por un huequito, creo que se molestó, no lo supe con seguridad entonces, pero al día siguiente, vi dos de sus crías muertas, supongo que las mató, ya me habían advertido antes, un primo me dijo: matan a sus crías si se dan cuenta que las estas viendo, claro solo algunas que son muy celosas. Después yo mataría a una de sus crías y ella a una más. Saqué los cuerpos calatos que parecían pericotes y los boté. Lo mío fue casual, un ladrillo que estaba en cima de su prisión le cayó a una cría por un movimiento no intencionado, pero no lo supe en ese momento, sino al día siguiente, creo que por eso mató a la otra cría, me parecía siempre que era vengativa, algo como cuando descubrían mis vergonzosos secretos en el colegio y no dejaban de contarlos a todos mis amigos y yo me vengaba con el mejor de ellos.

Pero no es por eso que la llamo asesina en serie. Luego de que sus dos crías sobrevivientes crecieran un poco, compré otra coneja preñada. De esta crecieron sus cinco crías. Mi padre fabricó entonces una jaula y puso a las crías en un lado y a las madres en otro, pero separamos a estas últimas porque la primera perseguía a la otra buscando pelea, se mordían. Aquel día vi a la coneja agitada con una mirada cruel, con la nariz colérica y el ceño fruncido, parecía humana esa expresión, un “odio todo” patente. Tiempo después compré dos conejos más, estos de mejor raza, y también me aburrí de limpiar las jaulas, entonces decidí soltarlos a todos, cercarlos y listo. Ahí empezó todo. A la semana siguiente como un asesino que estudia o medita su decisión, murió una de las crías de la segunda coneja, creí que el maldito gato de la vecina era el responsable, así que puse de guardia a mi perro. Al día siguiente dos muertos más, extraño en verdad, así que aislé a los otros dos conejos pequeños que quedaban, durante una semana no pasó nada. Pero a la siguiente descubrí muertos a los otros dos conejitos, junto a ellos la coneja había conseguido meterse al lugar donde estaban, los había buscado y hallado la forma de entrar y matarlos. Decidí observar que ocurría en mi ausencia así que un día, muy despacio me acerqué sin que me vieran y presencie algo muy extraño. Muy despacio la coneja se acercaba por detrás de uno de los últimos conejos que compré, me pareció que lo montaba, pero lo que hizo luego fue poner sus patas delanteras delante de las traseras del otro y mediante un jalón brusco y rápido le intentaba romper las patas, repetía este acto muy seguido hasta que terminaba matando al conejo, lo dejaba echado, pateando y sin poder pararse, y finalmente doblando el cuello hasta estirarlo todo hacia su espalda y morir después de una larga agonía. Aún no entiendo como se puede matar así. Pero a la vez que sorprendente ahora me parece que esa coneja era bastante astuta. No mataba a mordiscos no solo porque no fuera posible sino por cautela. Así mató uno más mientras bajé a meditar lo que había visto. Solo se quedo con sus crías y la segunda coneja que compré. Luego la venganza fue mía y maté a sus crías y a la otra y la dejé encerrada en una muy pequeña jaula y horriblemente sola. Antes de que se muriera no se de qué me miraba horrible, tenía los mismos ojos y la misma soledad que ahora tengo yo, en este cuarto oscuro, después de lo que hice.
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