Por Luis Pásara
Había una vez un territorio en el que aves y ratones mantenían entre sí un odio de raíz ancestral. Desconfiaban unos de otros, y ambos creían que era a costa suya todo aquello que pudiera beneficiar al bando contrario. Los demás animales, incómodos por este conflicto siempre latente y aparentemente insoluble, trataban de permanecer alejados del enfrentamiento para no quedar enredados en el pleito, como le había ocurrido a más de uno que intentó mediar en el asunto. La excepción estaba constituida por los murciélagos, que invocaron similitudes con ambos contrincantes para establecer una buena relación con los dos lados. Frente a los ratones se hizo valer la semejanza física y con las aves se pretendió un parentesco a partir del hecho de que ellos también volaban.