A raíz del cumplimiento de una década de la publicación del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), la Defensoría del Pueblo ha emitido un muy completo estudio que describe cómo ha avanzado el Estado durante estos años en la ejecución de la agenda que se propuso a partir del trabajo de la CVR.
Es imposible resumir aquí todos los aspectos analizados con detalle por la defensoría. Pero hay uno en particular sobre el que vale la pena hacer hincapié, pues muestra que el Estado, en muchas ocasiones, prefiere voltear la mirada cuando se encuentra frente a los miles de víctimas de la violencia terrorista que asoló nuestro país. Nos referimos a la lenta ejecución de los programas de reparaciones.
Como detalló una nota de Katherine Subirana que publicamos ayer (y que recoge información del reporte de la defensoría), a pesar de que los lineamientos del plan de reparaciones se dieron en el 2005, los beneficios no han llegado ni a la mitad de las personas que han sido reconocidas como víctimas. En efecto, el programa de reparaciones colectivas solo ha financiado proyectos de reparación para el 33% de las comunidades inscritas. En tanto, el programa de reparaciones individuales únicamente ha conseguido entregar compensaciones económicas al 37% de individuos acreditados para este beneficio.
La situación de las reparaciones colectivas resulta aun más complicada cuando se tienen en cuenta dos factores.
Primero, que los recursos que se destinan a dichas reparaciones se han reducido de S/.54 millones en el 2009 a S/.10 millones en el 2013 (cosa que sorprende viniendo de un gobierno que sí parece tener recursos cuando se trata de querer jugarse varios miles de millones de dólares en negocios petroleros que no es necesario que él realice).
Segundo, que en algunos casos de reparaciones colectivas no se tiene la certeza de que los recursos destinados a los proyectos en cuestión hayan sido bien invertidos. De hecho, en supervisiones realizadas este año a 31 comunidades de las regiones más afectadas por la violencia (Ayacucho, Apurímac, Junín, Huancavelica y Huánuco), la defensoría constató que ninguno de los proyectos había sido monitoreado y que varios tienen problemas de funcionamiento, no son sostenibles o no tienen un impacto significativo. Así, por ejemplo, se encontraron, puestos de salud, locales comunales o galpones de crianza de animales abandonados, a pesar de que estos deberían estar sirviendo para mejorar la calidad de vida de las comunidades. Incluso se descubrió que buena parte de los pobladores ni siquiera sabe que esos proyectos tienen como finalidad reparar parte de los estragos de la violencia.
Nos gustaría reportar que los otros programas de reparaciones han corrido mejor suerte que los mencionados, pero, lamentablemente, ese no es el caso. La defensoría señala que de los otros programas solo el de educación tiene lineamientos aprobados. Por su lado, el programa de promoción y facilitación al acceso habitacional aún no ha beneficiado a ninguna persona. Y quizá el caso más dramático sería el del programa de restitución de derechos ciudadanos, pues este no cuenta ni siquiera con personas acreditadas para obtener los beneficios del mismo.
La gravedad de estos hechos se torna mayor una vez que nos percatamos de que, además, el Registro Único de Víctimas fue cerrado el 31 de diciembre del 2011. Esto no solo contradice la supuesta naturaleza permanente que el mismo debía tener, sino que también carece de sentido. A fin de cuentas, no toda la población ha tenido la oportunidad de enterarse de la existencia de los programas de reparación, ni de los trámites que hay que seguir para acceder a ellos.
Por supuesto, esta situación no solo es responsabilidad del Gobierno Central, pues la mayoría de gobiernos regionales y locales ni siquiera tiene la diligencia de programar en sus respectivos presupuestos la ejecución de proyectos de reparación.
Esta situación no puede mantenerse así. Sería inmoral que el Estado deje de lado, por segunda vez, a los miles de personas que hace años no pudo proteger de la violencia terrorista.
Fuente: El Comercio