Ruth Buendía es presidenta de la Central Asháninka del Río Ene (CARE)
Por Maritza Espinoza.
-No es común que una mujer sea dirigente entre los asháninkas, ¿no?
Es cierto, es difícil tener cargo para una mujer, y más aún ser madre, esposa, tener responsabilidad en el hogar. Pero para mí es importante que la mujer tenga una labor social.
-Las comunidades de la selva soy muy patriarcales, ¿te ha sido difícil demostrar tu autoridad?
No tan fácil. Hay celos políticos de los hombres que dicen: qué va a hacer esa mujer, no tiene fuerza. Pero no se dan cuenta de que tenemos capacidad intelectual. Nosotras no excluimos a los hombres. Al contrario. Una mujer sabe que tiene dos pies y que si tiene un pie solamente, no podría caminar y cojearía.
-Pero habrás necesitado un gran carácter para llegar hasta allí.
Soy del signo Leo (risas). Gracias a Dios que tengo un carácter muy fuerte. Eso no quiere decir imponer a los demás. Hay que saber tolerar, entender. Lo que me guía a mí es todo lo que pasamos por la violencia social que vivimos…
-¿Cómo era tu vida antes de eso.
Yo vivía como toda niña, con papá y mamá, hasta el año 88, 89. Cursaba quinto de primaria. Mis padres tenían pensado que, terminando mi primaria, viniera a Lima a internarme en las madres (monjas) para estudiar secundaria. Era el destino, estaba marcado así. Mi madre y mi padre me han educado para respetar las decisiones de los mayores.
-¿Y cómo se truncaron esos planes?
El año 1989, cuando ingresaron los terroristas, invadieron nuestra comunidad, y mi padre, como sabía castellano, habló con esta gente. Ellos habían entrado y saqueado la casa del padre Mariano (sacerdote que trabajaba con la comunidad), se habían llevado todo de la misión.
-¿Qué hicieron ustedes, huir?
A nosotros mi papá nos había mandado a la chacra. Otro grupo vivía en la comunidad, en la misión misma, y se fueron al monte. El padre Mariano coordinó con ellos y se fuemás allá abandonando el pueblo. En eso los terrucos llegaron a mi casa y encontraron a mi padre.
-¿Qué buscaban?
Preguntaban por el padre Mariano y la gente de la misión. Mi padre dijo: están en sus chacras, no pueden quedarse, tienen temor. Guíame para ir, le decían, y él les dijo: usted no puede ir contra la voluntad de mis hermanos asháninkas, déjalos tranquilos. Después que se van los terroristas, mi padre se fue a coordinar con el grupo del padre Mariano para organizarnos para defender nuestros territorios. Cuando llega allá, le matan.
-¿Los mismos asháninkas? ¿Por qué?
Ellos han creído que mi padre había hecho trato con los terroristas y que estaba guiándolos. Le han hecho pasar a mi padre, por la espalda le han disparado.
-Que tu propio pueblo mate a tu padre debe haber sido muy duro para ti.
Sí. Quiero pensar de la mejor manera: que han cometido un error.
-¿Reconocieron que fue un error?
No lo reconocen. Hasta el padre Mariano sigue pensando que mi padre ha sido cabecilla de los terroristas. Eso lo tenemos en mi familia como un dolor. Eso no quiere decir que ese dolor nos haga pensar en vengarnos, en atraer lo malo.
-¿Qué ocurrió después?
Por la tarde, viene una persona a decirle a mi mamá: tía, tu esposo ya no va a regresar, lo ha matado el grupo que ha ido a visitar, los asháninkas. Mi mamá empezó a gritar y llorar, lo mismo mis hermanos, menos yo. Yo no lloraba.
-Tú tienes mucho carácter, pues.
Yo quise creer que era mentira para que no me hiriera tanto. Nos quedamos en la casa, porque, en la creencia asháninka, cuando muere una persona, va a venir su espíritu a fastidiar. Pero mi padre no llegó. Mi mamá dijo: ya está muerto. Y nos fuimos a otra comunidad. Ya no sentíamos que nos protegían nuestros hermanos asháninkas.
-¿Tú qué pensabas en ese momento?
Asumí las cosas interiormente. Murió mi padre, ¿qué vamos a hacer? Tenemos que salir adelante. Después llegaron los militares en helicópteros. Los terroristas nos habían metido miedo y nos escapamos al monte. En ese tiempo mi mamá se enfermó, casi se muere. Tuve que velar por ella. Yo sabía que, si se moría, cómo íbamos a ser huérfanos, nadie nos iba a defender y me iban a entregar a cualquier hombre viejo.
-¿Y qué pasó finalmente?
Saqué a mi madre. Salimos a la base militar y nos ayudaron a ir a Satipo. Llegando allá, me entregó a una señora para trabajar en casa. Ahí he estado y aquí en Lima también.
-¿Por qué vuelves a tu comunidad?
Eso fue en el 2000. Regreso a averiguar quiénes son mi familia. Tu raíz te jala. Extrañaba esa gente.
-¿Y qué esperas con esta muestra?
La violencia nos ha marcado profundamente. Yo he visto cómo metían a un niño en agua hirviendo hasta que murió. La herida está adentro. Por eso queremos que se sepa lo que hemos pasado.
-¿Sienten que, desde Lima, estamos muy ajenos a lo que han vívido?
Así es. Hasta ahora sentimos que los limeños no sienten lo que hemos pasado como asháninkas y lo que sigue pasando, por ejemplo, con la actividad de hidrocarburos, la actividad hidroeléctrica. Sentimos que, y lo voy a decir directamente, no es justo que para que vivan bien los limeños, yo tenga que arriesgar mi vida, mi pueblo, mi territorio… Los limeños no piensan en mis hijos, no piensan en mi felicidad.
LA FICHA
Nací en la comunidad de San José de Cutivireni. Tenía 12 años cuando llegaron los terroristas. Mi padre fue asesinado y vivimos una etapa de terror. Ahora soy dirigente de los asháninkas. También tengo cinco hijos. El último se llama Santani. Estoy en Lima para impulsar la muestra ‘Pasado que no pasa’, que está abierta en Casa Rímac (jirón Junín 323, Lima 1).
Fuente: La República