Por Santiago Alfaro Rotondo
Vale la reflexión para evaluar la situación actual de las universidades nacionales, institución referencial en el surgimiento y desarrollo del proyecto senderista. Según la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), una de las más graves responsabilidades del Estado durante el conflicto armado interno fue “el descuido de la educación”.
Entre 1960 y el 2000, la inversión por alumno de universidades públicas disminuyó a la cuarta parte (de US$ 400 a menos de US$ 100), contribuyendo a que “los claustros se convirtieran en espacios altamente precarios y politizados, propicios para el clientelismo y la violencia, en desmedro de su desarrollo y capacidad de generar proyectos democráticos”.
En principio, pareciera que esta tendencia ha comenzado a revertirse. Desde el 2006, el presupuesto asignado a las universidades nacionales creció en 41%. No obstante, siguiendo a Manuel Burga (La República, 01/04/2010), ello se explica principalmente por la creación de nuevas universidades.
Además, 80% de los presupuestos de cada universidad son destinados a pagar gastos corrientes y 20%, a gastos de capital; y, gracias a la ineficiencia administrativa, solo 4 de las 35 universidades públicas existentes ejecutaron todo su presupuesto en el 2009. Esto en medio de las continuas huelgas de los docentes universitarios, organizadas en reclamo del incumplimiento de la conocida homologación de sus sueldos.
Como la inversión en ideas no les genera a los políticos las comisiones del comercio de armas, la educación superior sigue abandonada. Las consecuencias ahora también las sufren los hijos de las víctimas de la violencia del conflicto armado interno que estudian en universidades como la San Cristóbal de Huamanga.
Sus expectativas de progreso se estrellan contra bibliotecas raquíticas y desactualizadas, cursos en los que aún se enseña un marxismo de manual, y patrones pedagógicos de nervio racista y autoritario por medio de los cuáles se estigmatizan prácticas culturales indígenas como el uso del quechua. Lo último ha sido corroborado con claridad por Virginia Zavala y Gavina Córdova en su libro Decir y callar. Lenguaje, equidad y poder en la universidad peruana, publicado recientemente por el Fondo Editorial de la PUCP.
La herencia que nos dejó la carnicería desatada en 1980 nos obliga a afrontar entonces no solo batallas por la memoria o el orden interno en zonas cocaleras, sino también por la educación, el pluralismo ideológico, la diversidad cultural. Habrá que recordárselo a los candidatos a las próximas elecciones presidenciales antes de que las armas regresen a los pupitres y nosotros, al patíbulo.
Fuente: Poder 360°