Europa: Los colores de Europa

Por Nelson Manrique

Estuve en Europa por primera vez en 1987 y una vez más me encuentro en el viejo continente y quiero compartir algunas impresiones con los lectores.

En París, me ha sorprendido el gran incremento de la población inmigrante. París siempre fue una ciudad cosmopolita, pero la presencia de los inmigrantes y sus descendientes hoy es inmensamente mayor que hace dos décadas. Vivo en un departamento cerca de la Gare du Nord y apenas fui a tomar el metro tuve la impresión de que la población africana era claramente mayoritaria en relación con la francesa blanca. No pude menos que pensar en la selección francesa de fútbol, pero rectifiqué luego esta primera impresión viendo la composición social de otros barrios. Es claro, sin embargo, que en determinadas zonas de París la población europea es minoritaria. Algo que ha cambiado significativamente, a nivel psicológico, es que los inmigrantes africanos han formado comunidades y el hecho de no ser individuos aislados, como hace un par de décadas, les da aplomo y seguridad. Están aquí para quedarse y, guste o no, ocupan su espacio.

Desciendo del metro La Fourche, en el barrio 17, en una zona donde la presencia árabe es grande desde hace tiempo, y me encuentro con grupos de varones con grandes barbas, vestidos con la túnica y el gorro habitual en los países musulmanes más tradicionales. Entiendo el miedo de los franceses que, gracias a los medios de comunicación, identifican este atuendo con los grupos islámicos fundamentalistas y el terrorismo.

La convivencia multicultural a primera vista es pacífica y armoniosa, aunque a nivel de piel se siente una sensación de tensión, que puede ayudar a comprender qué sucede en el terreno político. La derecha gana posiciones movilizando el miedo de los europeos a la invasión de los condenados de la tierra. Sarkozy llegó al poder de esa manera (lo mismo hizo Berlusconi, y acabo de ver que la derecha hace lo mismo en Viena) y, ya instalado en el Palacio del Eliseo, buscó ampliar su apoyo con medidas como la creación del “Ministerio de la Identidad” –para “defender la cultura francesa”–, y la implementación de políticas antiinmigratorias que violan derechos básicos.

Conversando con amigos franceses estos me narran escenas brutales, como las de ilegales deportados a quienes han drogado previamente para que no ofrezcan resistencia al momento de embarcarlos en el avión. Una amiga profesora, que radica en el interior, decidió dar clases a los niños con mayores problemas de aprendizaje, puesto que por ley existen salones especiales para atenderlos. Tuvo apenas siete matriculados, lo cual le indigna, porque sabe que son muchos los hijos de inmigrantes que requieren este tipo de ayuda. Sucede que sus padres tienen miedo de enviarlos porque la policía ha recurrido a esperarlos a la salida de la escuela, como una manera de ubicar a ilegales, para expatriarlos. Este método provoca sombrías asociaciones entre los franceses: lo mismo hacía la policía del gobierno colaboracionista de Vichy, durante la segunda guerra mundial, para ubicar a los judíos que permanecían escondidos, y así poder entregarlos a los ocupantes nazis. Por fortuna, estas medidas encuentran resistencia dentro de la propia población francesa, y no solo aquí. Leo que ayer 12 mil manifestantes impidieron la conmemoración que intentaban realizar grupos neonazis del bombardeo de Dresden (Alemania).

Un caso peculiar se ha presentado recientemente en España. Un juez decidió negar el permiso para que una niña de 12 años viaje a Nigeria acompañando a su madre. La razón que el magistrado invoca es que sospecha que el viaje tiene por objetivo someter a la niña a la ablación del clítoris. Se trata de ese tipo de situaciones que inevitablemente van a provocar controversia, porque se simpatiza con la defensa de una niña contra una mutilación, pero, por otra parte, el juez no tiene cómo comprobar que en efecto ese es el objetivo del viaje, mientras que la madre protesta porque es pobre, le es imprescindible viajar a su país, y no tiene cómo, ni con quién, dejar a la niña en España.

Posiblemente tome una generación reconocer que es imposible una globalización con circulación de mercancías y capitales a nivel mundial que excluya la de los humanos.

Fuente: La República

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