Por Manuel Burga
El lingüista Gustavo Solís, especialista en lenguas amazónicas, me dice que Enrique Casanto (Puerto Bermúdez, Pasco, 1956) es una suerte de intelectual asháninca, producto de ese original e iconoclasta taller de San Marcos. Una persona muy singular, que vive en Lima, trabaja en ese taller desde 1997, se multiplica en actividades diversas, estudia ingeniería industrial cuando no trabaja, tiene hijos artistas, amante de su pueblo nativo y un devoto pentecostal. Casanto, su apellido, significa orquídea y debe ser un patronímico de alguna notable familia asháninca, pero que aquí esas “noblezas” no encuentran refugio seguro sino en Huaycán, donde vive al compás de sus urgencias. Quizá nos crucemos tantas veces con él, con su figura tan común en esta zona, sin siquiera imaginar lo que encarna, lo que sabe, como avanzada de esos pueblos que nos miran atentamente desde el oriente peruano.
Las tradiciones que Casanto nos transmite tienen que ver con esa mítica rebelión de Juan Santos Atahualpa, entre los años 1742 y 1752, que conmovió la Selva Central y que dejó poblaciones movilizadas hasta casi fines del siglo XVIII. Stefano Varese estudió detalladamente esta rebelión en un ejemplar libro de etnohistoria de 1968, La sal de los cerros (una aproximación al mundo campa), donde describe casi todo lo que se sabe de este levantamiento. Juan Santos Atahualpa, un quechua cusqueño, educado por jesuitas, que viajó mucho, tomó conciencia de la situación colonial, se “iluminó”, se declaró descendiente de los incas, penetró en la selva, tomó una mujer asháninca y se levantó con un mensaje de salvación y esperanza. El paradójico logro de esta sublevación fue preservar el aislamiento asháninca hasta el siglo XIX, en que la República pudo más que el Virreinato, por esa ilusión tan razonable de una patria común.
Todo esto ya lo sabíamos y lo sabíamos muy bien, pero lo que ahora sorprende es que de la mano de Casanto, gracias a la curiosidad de su interlocutor, ingresamos a una vigorosa memoria asháninca donde aún vive Juan Santos Atahualpa. Más aún, los cien guerreros míticos que le dieron apoyo, luchando juntos, como muestra de esa momentánea integración étnica de la Selva Central. Guerreros que se metamorfoseaban en plantas, animales, para vivir transparentemente. Pero lo que más asombra es que nos habla por primera vez de Josecito, el hijo del jefe rebelde, el tullido que sobrevivió a la guerra, escondido a veces, pero ejerciendo un liderazgo casi religioso. ¿Quién es este personaje denominado hijo del gran jefe rebelde? ¿Una ilusión del pueblo asháninca que lo acompaña desde entonces?
Stefano Varese, como notable etnógrafo afuerino, los llamó campas, que ellos consideran un término peyorativo, que ahora –por el trabajo de sus organizaciones étnicas– han dejado completamente de lado y han logrado que todos los llamen simplemente ashánincas. Pablo Macera nos dice bastante misteriosamente, que con Casanto han decidido guardar en secreto el lugar donde reposan los restos de Juan Santos y de su hijo Josecito para tranquilidad de las poblaciones locales. Además, al final habla el historiador para decirnos que se esfuerzan para que la memoria siga siendo memoria, por que cuando se vuelve historia hay una condición inevitable: la domesticación del recuerdo. Hay que dejarla libre para que la memoria tenga poder. Un libro escrito y pintado en clave. Por supuesto, en clave asháninca.
Fuente: La República