“Los filósofos no me interesan, busco a los sabios”
Kojève
No es muy frecuente que Kojève escriba un libro, pero la aparición de alguna de sus obras siempre deja huellas perdurables. Una sola, publicada hace veintidós años, lo consagró como “el lector” de Hegel. Después de eso, lo ha acompañado una curiosa gloria. Gloria a la vez universal y rara, lejana y reverencial, inquebrantable. Hoy nadie se internaría en los caminos de Hegel sin la brújula de Kojève. Kojève ocupa Hegel como se ocupa un territorio.
Resulta intimidatorio interrogar a Kojève en ocasión a la aparición de un nuevo texto[1]. su vertiginosa lectura de los presocráticos nos deja un poco empequeñecidos. ¿Y qué cara podría tener este Señor Filósofo, a fuerza de codearse con Parménides y Hegel? Me lo imagino como los sabios pintados por Rembrandt, con larga barba y el rostro surcado de arrugas, meditando apartado del mundo.
Pero no es así. Sin barba ni arrugas, sabemos que Kojève tiene 66 años sólo por su biografía. Este filósofo tiene un increíble rostro de funcionario.
Elegancia en el vestir, lentes que ocultan la malicia de la mirada, vigor y soltura en el cuerpo, modales refinados. Uno de esos hombres que surcan el mundo y que habitan los palacios internacionales. No como en Rembrandt..
Lo romántico está perimido. Kojève es más formal: tiene el rostro que conviene a su empleo: el más profundo lector de Hegel –el más legítimo, en suma– un “gran empleado” del estado. Su vida transcurre entre los sombríos corredores de Branly y las capitales del mundo, donde se ocupa de quejosos y aburridos asuntos económicos. Lo que lo enorgullece no poco. Hay en Kojève un extraño desplazamiento de la vanidad: el mundo lo admira porque lee a Hegel como quien lee Tintin y él se enorgullece de haber inventado un sistema de preferencias tarifarias y de haber logrado imponerlo.
Todo esto, desdichadamente, pertenece al pasado. Alexandre Kojève murió súbitamente algunos días después de esta entrevista. No había concedido otras. Esta había sido la última.
Kojóve está aquí. Sonríe, bromea, desliza risas sardónicas e indulgentes. Es provocador, petulante, subversivo, lleno de paradojas, grave y profundo, sagaz, ingenuo.
Y como sus lentes brillan, creo que está confundiéndome y se esconde. Y como la verdad no es lo que dice, invento otra: su mayor dicha, como funcionario, es pertenecer a ese equipo de hombres que se reúnen en Roma, Nueva Delhi o Ginebra y que poseen el verdadero poder, lejos de los efectos superficiales de la política. Lo que es seguro es que le encanta hablar de economía política. De modo que, habiéndome dispuesto para aprender todo sobre Anaximandro, me veo amenazado a hablar sobre la tasa al valor agregado.
Debo reaccionar con urgencia. Apelar, por ejemplo, a su memoria. En la vida de Kojève hay un episodio que siempre me fascinó: los seminarios sobre Hegel que dictó entre 1933 y 1939 en la Ecole de Hautes Etudes. Entre los asistentes, no muy numerosos, se encontraban Jacques Lacan, Maurice Merleau-Ponty, Raymond Queneau, Georges Bataille, Raymond Aron, el Padre Fessard, Robert Marjolin, a veces André Breton.
A. K.: –¡Ah, sí! Fue muy bueno, lo de la Ecole de Hautes Etudes. Allí fue donde introduje la costumbre de fumar en clase. Y luego íbamos a comer con Lacan, Queneau y Bataille a un restorán griego del barrio que todavía existe, el Athénes. Pero la historia de eso comienza más atrás.
Hegel vio a Napoleón a caballo
–Más atrás quiere decir hasta el año 1770 que vió nacer en Stuttgart a Georg Friedrich Wilhelm Hegel. Y si no, hasta el 13 de octubre de 1806, cuando el mismo Hegel vio pasar a Napoleón, a caballo, bajo su ventana. Y sino, hasta 1902, que Kojève eligió para venir al mundo en Moscú. Dieciocho años más tarde, en 1920, deja Rusia y desembarca en Alemania.
–¿Por qué? Yo era comunista. No había razón para huir de Rusia. Pero sabía que el establecimiento del comunismo significaba 30 años terribles. A veces pienso esas cosas. Un día dije a mi madre: “Después de todo… si me hubiera quedado en Rusia…”. Y ella respondió: “Te hubieran fusilado por lo menos dos veces”. Puede ser… Mikoyan, sin embargo…
–En Alemania pasa por Heidelberg y Berlín. En esa época había un profesor de filosofía, llamado Husserl, que no carecía de cierto talento.
–No. Evité voluntariamente a Husserl. Cursé con otro profesor, que era muy estúpido, y luego con Jaspers. Perdí el tiempo aprendiendo sánscrito, tibetano, chino. El budismo me interesaba por su radicalismo. Es la única religión atea. Pero profundizando más, me di cuenta de que iba por el camino equivocado. Comprendí que algo había pasado en Grecia, hace ya 25 siglos, y que ésa era la fuente y la llave de todo. Allí fue pronunciado el comienzo de la frase.
Hablar ante Breton, Bataille, Lacan, Queneau
–Traté de leer a Hegel. Leí cuatro veces, íntegra, la Fenomenología del Espíritu. No entendía una palabra. Años después, en París, un tío comerciante en quesos murió y quedé en la ruina. Un día, en 1933, Koyré, que dictaba cursos sobre Hegel, debió interrumpirlos y me ofrecieron reemplazarlo. Acepté. Releí la Fenomenología y al llegar al capítulo IV comprendí que la clave era Napoleón. Empecé mis clases. No las planificaba. Leía y comentaba, pero todo Hegel se había vuelto luminoso. Experimenté un placer intelectual excepcional.
Es que era excepcional hablar de Hegel ante Breton, Bataille, Lacan, Queneau… Había un señor a quien nadie conocía, que asistía con su mujer y ostentaba una condecoración. Vino durante tres años. Un día me anunció que dejaría París y me dio su tarjeta. Supe, ese día, que había enseñado Hegel a un Contralmirante de la flota.
Seis años. Hasta que comenzó la guerra. Pura coincidencia. Casualmente terminé la lectura de la Fenomenología cuando estalló la guerra. Fui movilizado y recibí mi fascículo azul de soldado de segunda clase. Durante algunos días me paseé aún por el Quartier Latin y un día en un café del Boulevard Saint-Michel uno de mis alumnos, indochino, se me acercó y me dijo afablemente, señalando mi uniforme: “Bien, Sr. Profesor, veo que ha pasado usted finalmente a la acción”.
En momentos así la risa de Kojève se vuelve extraña.
–Luego de la guerra, vinieron los asuntos económico. Ya le dije que entre mis “hegelianos” estaba Marjolin. Me ofreció trabajar aquí por un interín de tres meses, y llevo aquí veinticinco años. Adoro este trabajo. Para el intelectual, el éxito ocupa el lugar del logro. Si se escribe un libro, se obtiene éxito, es todo. Aquí es diferente, porque hay logros. Le he dicho el placer que sentí cuando mi sistema aduanero fue aceptado. Es como una forma superior de juego. Se viaja, se pertenece a una elite internacional, que ha reemplazado a la aristocracia, y se conocen personas que no son novatos. Un hombre como P. Schweitzer, director del F.M.I., o Edgar Faure, entre otros. Le aseguro que sus cabezas funcionan bien. Y contar con su estima…
No sé si Kojève se burla o está desesperanzado. Sin duda son sorprendentes las preferencias tarifarias, y también la estima de un financista, pero ¿y la estima de un filósofo? (gesto)
–¿Los filósofos? ¿Heidegger? Como filósofo, no siempre ha acertado. Y aparte de Heidegger ¿quién? Por otra parte, los filósofos no me interesan, busco sabios. Y encuentre usted un sabio. Todo esto tiene que ver con el fin de la Historia. Resulta divertido. Hegel lo dijo. He explicado que Hegel lo dijo, y nadie quiere admitirlo. Nadie soporta que la Historia está cerrada. A decir verdad, yo mismo pensé al principio que se trataba de una tontería, pero reflexioné y vi que era una idea genial. Consideré, que simplemente, Hegel se había equivocado por 150 años. El fin de la Historia no era Napoleón, sino Stalin, y yo era el encargado de difundirlo. La única diferencia era que yo no había visto pasar a Stalin a caballo bajo mi ventana, pero… Luego vino la guerra y comprendí. No, Hegel no se había equivocado. Había fechado correctamente el fin de la Historia en 1806. Después de esa fecha ¿qué pasó? Nada. El alineamiento de las provincias. La revolución china no es más que la introducción del código de Napoleón en China. La famosa aceleración de la Historia de la que tanto se habla, ¿no ha notado usted que al acelerarse cada vez más el movimiento histórico avanza cada vez menos?
Hay que precisar bien el sentido de las cosas. ¿Qué es la historia? Una frase que refleja la realidad pero que nadie había dicho antes. En este sentido se habla de fin de la Historia. Siempre se producen acontecimientos, pero desde Hegel y Napoleón no se ha dicho nada más, no se puede decir nada nuevo. Algo nació en Grecia y la última palabra ya se dijo. Tres hombres lo comprendieron a la vez: Hegel, Sade y Brummel. Sí, Brummel, que supo que después de Napoleón no se podía más ser soldado.
El fin de la Historia
–Mire a su alrededor. Todo, incluyendo las convulsiones del mundo, muestra que la historia está cerrada. Berlín es hoy el Quartier Latin de mi juventud. Desde el punto de vista político, vamos hacia el estado universal que Marx predijo (aunque él situó esta idea en la época de Napoleón). Una vez instalado este estado universal y homogéneo –y claramente allí nos dirigimos– podremos ir más lejos. Y si usted dice que el hombre es dios, ¿puede ir más allá? Queda el arte, pero después de la música concreta y la pintura abstracta ¿cómo decir una frase nueva? Nos dirigimos hacia un modo de vida ruso-americano, antropomórfico pero animal, quiero decir sin negatividad.
Kojève pronuncia este discurso fríamente. Constata hechos, no abre juicios. Al escucharlo, diríase que entramos en el mañana de la historia y sus frases son tan tristes como la de Hegel. “Cuando la filosofía pinta gris sobre gris, una forma de la vida ha envejecido, y no se deja rejuvenecer con gris sobre gris: deja sólo ser conocida: el ave de Minerva abre las alas al anochecer”.
–¿Y cómo será? No podemos imaginarlo, pero considere usted el Japón: un país que se protegió deliberadamente de la historia durante tres siglos, que puso una barrera entre la historia y él. Deja entrever nuestro propio porvenir. Es un país verdaderamente sorprendente. Por ejemplo, el snobismo, por naturaleza, es patrimonio de una minoría. Pero Japón nos enseña que se puede democratizar el snobismo. En Japón hay ochenta millones de snobs. Al lado del pueblo japonés, la alta sociedad inglesa parece una banda de marineros borrachos.
Japonizar Occidente
–¿Qué tiene que ver esto con el fin de la Historia? Es que el snobismo es la negatividad gratuita. En el mundo de la Historia, la Historia misma se ocupa de engendrar el modo de la negatividad que es esencial a lo humano. Si la Historia ya no habla, se fabrica ella misma la negatividad. El snobismo puede llegar muy lejos. Se puede morir por snobismo, como los kamikazes. Conoce sin duda la historia de Federico II, en el campo de batalla, cuando escucha los gritos de un joven herido mortalmente en el vientre: “Hay que morir como es debido”, y pasa. O César, atravesado de puñales y que cubre con los pliegues de su toga las heridas de sus piernas. Quiero decir que si lo humano se funda en la negatividad, el fin del curso de la Historia abre dos vías: japonizar occidente o americanizar Japón, es decir, hacer el amor de modo natural o como monos sabios.
–Basta de Japón. Hay gran curiosidad de parte de las ciencias humanas, que usted opone apasionadamente a la filosofía.
–A grosso modo, se podría decir que empiezo por definir la filosofía. Esta no posee un dominio reservado. Es un discurso, no importa cual, pero que se distingue de los otros no sólo en el sentido de lo que habla, sino por el hecho de que habla de y es aquello de lo que habla. Todo discurso que no habla de sí mismo se sitúa fuera de la filosofía. Este discurso filosófico, que nació en Grecia, junto a un hombre llamado Thales, conoció enseguida dos vertientes extremas: Parménides, cuyo discurso conduce al silencio, y Heráclito, que prefiere un discurso ininterrumpido, un discurso infinito en el que cada frase puede seguirse de otra. De ese discurso provienen los retóricos y los sofistas. Y bien, los sofistas modernos, hijos de Heráclito, son los sociólogos e historiadores cuyo discurso se caracteriza principalmente por ser infinito. Es el río de Herádito.
El fin del discurso filosófico
–Son comprensibles, entonces, las pretensiones de las ciencias humanas. Si es verdad que el discurso filosófico fue clausurado por Hegel, no debemos sorprendernos de que proliferen las ciencias humanas. Se hace mucho ruido en torno al debate que opondría Historia y estructura. Qué divertido. Si la Historia terminó, si su discurso es silencioso, convengamos en que tal debate sería un poco académico. Por otra parte, es normal que las ciencias humanas tengan algo para explorar, es decir, que reconozcan en el hombre algo más que lo humano. En el hombre hay un 1% de humano y el resto es, digamos, animal; esto da un alto margen de territorio impenetrable. En lo sexual, lo humano es la prohibición del incesto, esto ha sido dicho y es verdad ¿pero el resto?
Sabemos que se puede, gracias a la ciencia, crear artificialmente el instinto maternal. Pero si un antropólogo nos explica que todo proviene del neolítico y que todo estaba ya en el neolítico, olvida que algo faltaba en el neolítico y que es el antropólogo mismo. Pero este olvido es coherente porque el antropólogo no es filósofo. Es un hombre de ciencia, y su discurso versa sobre un objeto o acontecimiento, no sobre el discurso.
El discurso filosófico, como la Historia, está cerrado. Sorprendente idea. Es por eso que los sabios, que suceden a los filósofos y de los que el primero es Hegel, son tan raros, por no decir inexistentes. Es verdad que no se puede adherir a la sabiduría más que si se cree en la propia divinidad. Pero la gente sana de espíritu es rara. ¿Qué quiere decir ser divino? Podría tratarse de la sabiduría estoica o el juego. ¿Quién juega? Los dioses. Como no tienen obligaciones, juegan. ¡Son dioses holgazanes!
Soy holgazán
Después de tanta seriedad, curioso modo de anunciar la ironía por un movimiento de rostro, y la luz juega de modo diferente entre los lentes y los ojos.
–Soy holgazán. Escribí este libro hace ya 18 años, porque estuve enfermo un año entero, me aburría y lo dicté. Lo consideraba parte de mis obras póstumas, pero Queneau y Gallimard insistieron. Hace 4 años escribí otro volumen pero dudo en publicarlo ¿para qué? Soy holgazán y me gusta jugar… como ahora, por ejemplo.
–Le recuerdo que estas reflexiones no concuerdan con la acción tan predicada antes de 1939, antes de recibir el fascículo azul…
–Es que en esa época había leído a Hegel, pero no había comprendido, como hoy, que la Historia había terminado.
¿Es preciso agregar que estas líneas no alcanzan para testimoniar el brío que anima el discurso de Kojève? Bajo el aparente desorden y mezcolanza de temas, reposa un orden secreto que lo gobierna y que no he sabido transcribir. Me he propuesto sólo ser lo más fiel posible y decir a la vez lo que fascina y lo que irrita, por un lado el saber y la inteligencia extremos, por otro la manía de las paradojas, o bien esa extraña vanidad, demasiado evidente para no funcionar como máscara. Me pregunto cuál es el peso de esa vanidad, si este filósofo deja pasar 20 años antes de dar a conocer las pesadas construcciones que forman sus obras. De todos modos, es imposible dibujar más de una de las figuras de Kojève. El es, ante todo, la extensa y deslumbrante lección de dialéctica que su libro despliega. Nada anticiparé de este libro, más que el alentador subtítulo: “Introducción histórica del concepto en el tiempo en tanto que introducción filosófica del tiempo en el concepto”. Siguen 360 páginas.
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[1] Alexandre Kojève, Essai d’une histoire raisonnée de la philoso-phie païnne T. 1. Les Presocratíques Gallimard éd. 260 p.
[*] Fuente: Virtualia