Viernes de verano. Angamos con Tomás Marsano bulle de gente. Personas que entran y salen de Real Plaza, taxis recogiendo y dejando pasajeros, ambulantes que venden dulces, anticuchos, hamburguesas. Todo acompañado por el constante toque del claxon, el rap de los jaladores de buses, la promoción de arepas bajo la simple fórmula de repetir la palabra arepa varias veces.
El Tiburón, sin embargo, es una burbuja. Pese a que estamos en una mesa al aire libre todo se oye distante. Dentro de sus linderos hay una sensación de paz, de calma. Aquí las cosas van a un ritmo distinto, como si estuviésemos en otro tiempo. Pedimos un par de cervezas, el dependiente nos trae la carta y uno de mis amigos la revisa aunque sé que es por gusto. Las botellas llegan y otro les empieza a sacar las etiquetas. Con los vasos llenos yo digo salud pese a que sé que por darme la contra nunca hay brindis. Y conversamos, que para eso estamos.
Aparece por fin el que siempre llega tarde. Se sienta y observa con gracia el local, inspecciona la mesa, las sillas. Entonces pregunta por qué seguimos viniendo a este cuchitril para hacer hora. Y yo me rio para no responderle, confesarle, que este es uno de los lugares en que más cómodo me siento.