Archivo del Autor: Cecilia Carrasco Rivera

Acerca de Cecilia Carrasco Rivera

Observar el vertiginoso e incierto mundo

Creer

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Creer o no creer. Mi amigo José cree que vivimos en un universo moral. Es decir, que nuestros actos tienen significado, trascendencia y que si hacemos el mal seremos juzgados, tarde o temprano. ¿Y si hacemos el bien?. “Hacer el bien es tu obligación” y no se hable más. Mis amigos Raúl y Pilar creen en el poder del pensamiento positivo. “Es que no tienes fe” me regañan. “Si es muy sencillo: imagina tu futuro con fe y el universo conspirará a tu favor”. ¿Y si el futuro que deseo también lo desean otros?.¿Y si lo que deseo es lo que quiero y no lo que necesito?. “Eres un caso perdido”, dictaminan. No es tarea sencilla tener fe en tiempos como los que corren. “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” dice una de las fuentes oficiales. Certeza de lo que no se ve. Certeza de que lo que espero y deseo llegará. Mi amigo Pedro no cree. Es decir solo cree en lo que puede ver, oler, sentir. Y no cree en el futuro ni en la vida eterna. “¿Para qué?, ya tengo suficientes problemas para lidiar con el presente y la evidencia de mi mortalidad”. Por mi parte, hay días en que me es fácil creer, todo parece posible y al alcance de la mano. Otros, el universo complota, pero en mi contra. Tal vez tenía razón Simonton y que en ausencia de certidumbres al menos queda la esperanza.

 

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Decidir

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Decidimos como somos. Nuestras decisiones son el reflejo de como vemos el mundo y a nosotros mismos. Claro que podemos tratar de mitigar las angustias que se generan al asumir una posición y decirnos que no tenemos más salida, que las circunstancias nos obligan. Lo cierto es que nuestras decisiones de cada momento son el eco de la compleja urdimbre de las experiencias ya vividas. Así como el viento erosiona la roca, así se ha ido esculpiendo, tal vez sin darnos cuenta, esa manera particular en la que nos enfrentamos al mundo. La realidad es incierta y compleja y nos enfrentamos a ella con un repertorio de saberes, convicciones, prejuicios, temores que, combinados, guían nuestras decisiones. En algunas circunstancias funcionan como piloto automático y es adecuado que así sea pues nos ahorran la energía de analizar e imaginar las posibles consecuencias de cada uno de nuestros actos. Sin embargo, ante circunstancias complejas mejor convendría revisar nuestro set particular de herramientas. Revisar la vigencia y eficacia de las mismas. No vaya a ser que ya haya caducado la garantía.

 

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El taxista y Aristóteles

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Viaja en taxi. Es su manera de lidiar con la ciudad y sus horrores. Que otro se haga cargo del tráfico mientras mira pasar las calles y piensa en las musarañas. Cómo resulta natural, evita con todas sus fuerzas las conversaciones de taxi. Lentes oscuros y una expresión imperturbable son su defensa habitual. “¿Qué le parece lo de Japón?”. No hay atisbo de respuesta. “Me parece interesante lo de Japón” prosigue vehemente el taxista. “Me confirma que todo lo que vemos es frágil y perecedero. Todo puede ser arrasado por un tsunami un día cualquiera”. Ligero atisbo de interés. “Mejor nos iría si, como dijo Aristóteles, buscáramos preservar lo bello, lo verdadero, lo que no puede ser arrasado por nada. ¿No le parece?”. “¿Y que será eso?”, se asombra ante su propia pregunta. “Distintas cosas para distintas personas. Para mi es la fe”. Llega a su destino. “Tendré que pensar en ello” dice mientras desciende apresurado. “No se preocupe”, sonríe amable. “Seguro ya sabe la respuesta”. Y se va. Sigue leyendo

Diferente

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Cuesta mucho aceptar lo diferente. Lo diferente asusta, repele, incomoda. Remueve temores que no nos atrevemos a confesar. Esquivos monstruos agazapados en las esquinas oscuras de nuestro interior. Ese temor nos impide arriesgarnos a conocer, a tratar de entender. A otros y a nosotros mismo. Es más fácil colocar vistosos letreros en las cosas y personas y así darles el visto bueno o, por el contrario, condenarlos al exilio de lo diferente, lo inconveniente. Se observa y juzga desde una pequeña torre vigía investida de normalidad. Pero ¿qué pasaría si todas aquellas peculiaridades que escondemos a otros fuesen, de pronto, visibles para todos?. ¿Sí todas esas filias y fobias que no compartimos y que escapan a toda carrera de lo habitual y esperado, salieran a tomar el sol?. Imagino el caos, la anarquía.Tal vez sea por eso que se nos complica la tan ansiada y, a la vez, temida intimidad: por que de cerca, nadie es normal. Sigue leyendo

Las líneas que marcamos

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Un día aparece una caja en la puerta de tu casa. Dentro de la caja un artefacto sencillo con un gran botón rojo en la parte superior. También viene una nota: “Recibirá una visita a las 5 de la tarde”. A la hora exacta llega el visitante misterioso. El mismo te informa, con toda seriedad, que al apretar el botón del artefacto te será entregada una cuantiosa suma de dinero (deja volar tu imaginación). Para demostrar la seriedad de sus intenciones, muestra un montón de billetes que lleva, vistosamente, en un maletín. Un detalle adicional: al apretar el botón alguien, en alguna parte, morirá. Ningún conocido, nadie familiar. Solo alguien en alguna parte. Te asegura, además, que nada se sabrá acerca de la operación ni del dinero entregado. Es la trama de una película. La misma resulta fallida. La premisa, en cambio, resulta intrigante. Me recuerda esas preguntas que vienen en los cuestionarios que se hace a gente famosa: “Si pudiera cometer un delito sin ser juzgado ¿cuál sería?” .La mayoría responde, cándidamente y para la platea, que robaría libros o cosas semejantes. Consulto el tema con un amigo quien tiene fama de incorruptible. Primero me insiste en que no existe tal condición. Que todo somos falibles, que todos podemos ser tentados, que todos podemos fallar a lo grande. En resumen, que dadas circunstancias singulares, todos podríamos apretar ese botón rojo. Me precisa que es una cuestión de estándares. Líneas que marcamos y decidimos no atravesar. Líneas marcadas en concreto y no solo en arena.

 

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Lo impredecible

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Se planea el viaje con la debida antelación. Se consulta con diversas fuentes de información. Se verifica la existencia de los fondos necesarios, se consulta las tasas de interés y la vigencia de las tarjetas de crédito. Se contrata los servicios de un proveedor de absoluta seriedad (esto se sabe porque se verifican las referencias). La vigencia de los documentos de identidad también esta acreditada. Se hacen las maletas, se asegura uno de tener lo necesario: una chaqueta abrigadora que combine con el resto del guardarropa, los zapatos de los materiales y los colores adecuados, los accesorios que combinen con la chaqueta y los zapatos. Y así. Se llama al taxi de agencia (por lo de la seguridad, claro). Se parte feliz ante la proximidad de la aventura. Aventura hiper programada, claro esta (ya no estamos para otros trotes). Lo que no se sabe es que lo impredecible nos espera a la vuelta de la esquina. Vuelos que se pierden, cambios en la programación de los servicios, presupuestos desbordados. Buses carcochas que deben ser tomados al filo de la medianoche: alta probabilidad de asalto en carretera. Llegada casi al borde de la hora límite. Ataque de nervios inminente. Pero, finalmente, se llega y el destino supera las expectativas o uno se convence a sí mismo de ello. Y olvida que ha tenido que viajar por aire, tierra y mar para llegar. Como la vida misma, digamos

 

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Un tesoro en el garaje

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Una pequeña casa en una pequeña villa en el sur de Francia. Un tesoro guardado en el garaje. Pierre Le Guennec lo tuvo allí durante 40 años, empaquetado en plástico junto a viejas herramientas y cachivaches familiares. 271 obras inéditas de Picasso. Su valor en mercado: 80 millones de euros. Su valor artístico: incalculable para los entendidos.

La historia de cómo obtuvo esas maravillas es confusa: Alega que en 1973,  Jackeline Roque, la última esposa de Picasso, se las obsequio junto con papeles viejos en una caja de cartón. Que había conocido a la familia por sus constantes visitas para realizar labores de fontanería. Que las guardo pensando que no tendrían gran valor. Los mismos administradores del legado han declarado la autenticidad de las obras: pertenecen al período que va de 1900 a 1930. También han iniciado procesos legales para recuperarlas.

La razón que alega Le Guennec para sacar a la luz pública el deslumbrante legado es simple: temía morir sin saber el valor real de aquellos dibujos que siempre le parecieron incomprensibles y, tal vez, la posibilidad de dejar algún dinero a sus hijos. La opinión pública esta dividida: para unos no es más que un pillo que escondió bienes robados, esperando pacientemente la prescripción de los delitos. Para otros, es el fontanero más afortunado del mundo. En todo caso, imagino lo que sería tener un tesoro escondido durante cuatro décadas, sin decírselo a nadie. La posibilidad de disfrutar del placer de poseer algo maravilloso y único en absoluta soledad. Difícil de imaginar en tiempos de exhibicionismo como prueba de existencia. Recuerdo ahora lo que un amigo me dijo alguna vez: la felicidad perfecta sería tener mucho dinero y que nadie lo supiese.

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Defectuosos

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La niña nació con síndrome de Down. También con diversas y serias complicaciones de salud. Sus padres más que tristes se sientes estafados. No estafados por la vida o algún ser superior sino por los médicos que realizaron los procedimientos de fertilización in vitro. “Yo pagué por lo mejor” sostiene el padre, ¿cómo se sentiría si le dieran un producto defectuoso?, añade. Amenaza con millonarias demandas. Pobre niña, no solo la aquejan diversos males físicos sino que sus padres la consideran, al parecer, una mala inversión. Pobres padres, creían poder concebir al hijo soñado: perfecto, hermoso, saludable y solo les tocó una niña frágil y necesitada. Felizmente, para ellos, ya no tienen que apelar a la fortaleza del espíritu ni al amor paternal, infinito en sus afectos. Felizmente para ellos, existe el Código de Protección del Consumidor.

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La importancia de lo cotidiano

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Una pareja de amigos me comenta un incidente funesto: un energúmeno propinó una golpiza a un conocido suyo. Se presume homofobia. Mis amigos están indignados, poseídos por una ira santa. Despotrican contra el agresor, lo llenan de improperios, claman por justicia.

Como son hijos de estos tiempos su primera acción ha sido apuntarse en la página de facebook creada para canalizar la ira ciudadana. Los comentarios van desde la condena solidaria hasta el llamado a la búsqueda y captura. Lo curioso es que muchas veces he escuchado a estos mismos amigos bromear entre ellos y con otros haciendo referencia a la condición homosexual como una deficiencia, sinónimo de debilidad e inclusive como una aberración de la naturaleza. A veces, cuando escucho alguno de esos comentarios pretendidamente jocosos imagino lo incómodo y excluído que debe sentirse uno al ser caricaturizado de esa manera. Es cierto, no es lo mismo hacer un chiste malo y reírse de él que golpear a otro por simple odio. Pero ¿no es ese ejercicio de ridiculización una forma de homofobia? Más sutil y cotidiana pero homofobia al fin. Son esos actos cotidianos, al parecer anodinos, los que expresan el verdadero sentido que le otorgo a las cosas de este mundo. Pero resulta complicado, extenuante hacerme cargo de mis opiniones, de mis reales filias y fobias. Es más sencillo ser solidario vía Facebook

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Indiferencia

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Una discusión en el metro de Roma. Un joven gamberro golpea en la cabeza a una mujer y ella queda allí tirada. Un hecho cotidiano de violencia callejera. Lo verdaderamente notable viene después: personas apuradas pasan junto a ella sin siquiera mirarla: una señora mayor con la bolsa de la compra, dos apuradas estudiantes, ejecutivos celular en mano y hasta un inspector de seguridad. Pasan los minutos y ninguna reacción. Ni siquiera una mirada al pasar. Al fin, alguien se detiene, pide ayuda, llama la atención de un par de guardias que rondaban no lejos de allí. Maricica Hahaianu muere tres días después luego de ser declarada en coma.

En Lima, hace mucho tiempo, una niña pasea con su madre por el centro. De pronto unos policías municipales se acercan a una mujer que vende baratijas junto a dos niños. Con el afán de desalojarla toman las pocas cosas y a los niños y se arma un gran revuelo. Algunos paseantes se detienen a mirar la escena sin decir palabra. De repente la mujer paseante hala a la niña de un brazo y a gran velocidad se acerca a los hombres. Increpándoles con melodramáticos argumentos: “¡abusivos! ¡Sí es una madre!”, insiste en que dejen en paz a la vendedora. Los hombres con paciencia inesperada le explican que se violan normas de ornato municipal, que eso no se puede permitir. Pero la mujer arremete con más fuerza y con un argumento incontrovertible “Hijito, ¿es que acaso no tienes madre?”. La gente, que hasta el momento se había mantenido indiferente, ahora toma partido por la mujer. El vocerío se hace más y más grande. Los pobres hombres no tienen más remedio que dejar ir a la mujer y a su mercancía.

La indiferencia puede ser tentadora. Es cómoda, segura. Siempre será más fácil alejarse. La ira puede convertirse en otra cosa y hasta el odio puede ser oportunidad para el cambio pero la indiferencia es la nada, la ausencia de respuesta, el vacío. Eli Wesel, un sobreviviente del holocausto lo explico de manera precisa: es mejor un Dios injusto que uno indiferente

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