Había una vez un acróbata malabarista que le temía a las alturas. Desde que pudo soñar, soñó con saborear el vértigo de mirar el mundo desde donde lo miraban los pájaros. Pero ¿qué podía hacer? tenía miedo.
Durante años se había fatigado aprendiendo todas las técnicas, todos los trucos de los mejores y más famosos artistas del alambre pero jamás habría podido elevarse más allá de la altura del pequeño arbusto que habitaba su jardín.
Una vez atravesó un mar y dos continentes solo para conocer al Gran Portentini, el artista entre artistas, el mago de las alturas, el hombre ave. Cuando finalmente llegó al otro lado del mundo, comprobó con tristeza que su travesía había sido vana: el gran Portentini se había retirado a vivir modestamente en la cumbre de una montaña.
Regresó a casa tan desanimado que durmió tres días y tres noches. La última noche soñó con el Gran Portentini. El maravilloso hombre ave se balanceaba a una altura de vértigo sobre un alambre infinito. Todo el universo parecía haberse detenido para observar tan maravillosa hazaña. El Gran Portentini se detuvo, miró hacia abajo y le sonrió: “No eres un caso perdido, recuerda siempre que toda altura es relativa”.
Era la mañana del cuarto día. Se incorporó de un salto, se calzó los zapatos de práctica, se trepó al alambre que se balanceaba por encima del arbusto pequeño que habita su jardín. Finalmente, fue muy feliz.