Se planea el viaje con la debida antelación. Se consulta con diversas fuentes de información. Se verifica la existencia de los fondos necesarios, se consulta las tasas de interés y la vigencia de las tarjetas de crédito. Se contrata los servicios de un proveedor de absoluta seriedad (esto se sabe porque se verifican las referencias). La vigencia de los documentos de identidad también esta acreditada. Se hacen las maletas, se asegura uno de tener lo necesario: una chaqueta abrigadora que combine con el resto del guardarropa, los zapatos de los materiales y los colores adecuados, los accesorios que combinen con la chaqueta y los zapatos. Y así. Se llama al taxi de agencia (por lo de la seguridad, claro). Se parte feliz ante la proximidad de la aventura. Aventura hiper programada, claro esta (ya no estamos para otros trotes). Lo que no se sabe es que lo impredecible nos espera a la vuelta de la esquina. Vuelos que se pierden, cambios en la programación de los servicios, presupuestos desbordados. Buses carcochas que deben ser tomados al filo de la medianoche: alta probabilidad de asalto en carretera. Llegada casi al borde de la hora límite. Ataque de nervios inminente. Pero, finalmente, se llega y el destino supera las expectativas o uno se convence a sí mismo de ello. Y olvida que ha tenido que viajar por aire, tierra y mar para llegar. Como la vida misma, digamos
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