Una pequeña casa en una pequeña villa en el sur de Francia. Un tesoro guardado en el garaje. Pierre Le Guennec lo tuvo allí durante 40 años, empaquetado en plástico junto a viejas herramientas y cachivaches familiares. 271 obras inéditas de Picasso. Su valor en mercado: 80 millones de euros. Su valor artístico: incalculable para los entendidos.
La historia de cómo obtuvo esas maravillas es confusa: Alega que en 1973, Jackeline Roque, la última esposa de Picasso, se las obsequio junto con papeles viejos en una caja de cartón. Que había conocido a la familia por sus constantes visitas para realizar labores de fontanería. Que las guardo pensando que no tendrían gran valor. Los mismos administradores del legado han declarado la autenticidad de las obras: pertenecen al período que va de 1900 a 1930. También han iniciado procesos legales para recuperarlas.
La razón que alega Le Guennec para sacar a la luz pública el deslumbrante legado es simple: temía morir sin saber el valor real de aquellos dibujos que siempre le parecieron incomprensibles y, tal vez, la posibilidad de dejar algún dinero a sus hijos. La opinión pública esta dividida: para unos no es más que un pillo que escondió bienes robados, esperando pacientemente la prescripción de los delitos. Para otros, es el fontanero más afortunado del mundo. En todo caso, imagino lo que sería tener un tesoro escondido durante cuatro décadas, sin decírselo a nadie. La posibilidad de disfrutar del placer de poseer algo maravilloso y único en absoluta soledad. Difícil de imaginar en tiempos de exhibicionismo como prueba de existencia. Recuerdo ahora lo que un amigo me dijo alguna vez: la felicidad perfecta sería tener mucho dinero y que nadie lo supiese.