Una discusión en el metro de Roma. Un joven gamberro golpea en la cabeza a una mujer y ella queda allí tirada. Un hecho cotidiano de violencia callejera. Lo verdaderamente notable viene después: personas apuradas pasan junto a ella sin siquiera mirarla: una señora mayor con la bolsa de la compra, dos apuradas estudiantes, ejecutivos celular en mano y hasta un inspector de seguridad. Pasan los minutos y ninguna reacción. Ni siquiera una mirada al pasar. Al fin, alguien se detiene, pide ayuda, llama la atención de un par de guardias que rondaban no lejos de allí. Maricica Hahaianu muere tres días después luego de ser declarada en coma.
En Lima, hace mucho tiempo, una niña pasea con su madre por el centro. De pronto unos policías municipales se acercan a una mujer que vende baratijas junto a dos niños. Con el afán de desalojarla toman las pocas cosas y a los niños y se arma un gran revuelo. Algunos paseantes se detienen a mirar la escena sin decir palabra. De repente la mujer paseante hala a la niña de un brazo y a gran velocidad se acerca a los hombres. Increpándoles con melodramáticos argumentos: “¡abusivos! ¡Sí es una madre!”, insiste en que dejen en paz a la vendedora. Los hombres con paciencia inesperada le explican que se violan normas de ornato municipal, que eso no se puede permitir. Pero la mujer arremete con más fuerza y con un argumento incontrovertible “Hijito, ¿es que acaso no tienes madre?”. La gente, que hasta el momento se había mantenido indiferente, ahora toma partido por la mujer. El vocerío se hace más y más grande. Los pobres hombres no tienen más remedio que dejar ir a la mujer y a su mercancía.
La indiferencia puede ser tentadora. Es cómoda, segura. Siempre será más fácil alejarse. La ira puede convertirse en otra cosa y hasta el odio puede ser oportunidad para el cambio pero la indiferencia es la nada, la ausencia de respuesta, el vacío. Eli Wesel, un sobreviviente del holocausto lo explico de manera precisa: es mejor un Dios injusto que uno indiferente