Dentro y fuera, misma cárcel – El caso Monroy (2023)

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Recuerdo a Damián Alcázar (mucho más joven, pero con el mismo talante encantador que siempre), armado de su pequeño maletín, peinando sus bigotes, sonriente, ingenuo, asumiendo flamantemente la alcaldía de San Pedro de los Saguaros, en el inicio de La ley de Herodes (1999). No pasaría mucho tiempo para que el torpe e inocente Vargas, nombre del personaje de Alcázar, se deje seducir por los pequeños placeres de la corrupción local, los juegos de poder, el tráfico de intereses, los acuerdos bajo la mesa y las complicidades. Ha aprendido rápidamente la lección de sus superiores. En una tierra de nadie, el más astuto sobrevive. Es eso mismo lo que tab elegantemente postula la ley de Herodes, con la constitución en una mano y el revólver en la otra o te chingas o te jodes. 

Han pasado 24 años y Alcázar ya no es Juan Vargas, sino Ronnie Monroy; ya no es un pueblo de la sierra mexicana, sino el sistema carcelario de Lima y su relación con el Poder Judicial. Pero la ley de Herodes funciona exactamente igual. Monroy, un tímido empleado de la embajada argentina, descubre un pequeño gran hueco en el sistema: si en prisión todo está a la venta, la libertad también lo está, solo es cuestión de hallarle un precio. Monroy está al borde del retiro y la pensión será pésima. En circunstancias así, se da cuenta de que ayudar a las reclusas puede ser un buen negocio para salir a flote: sirviendo como emisario frente a jueces y fiscales, Monroy ofrece tratos y “mordidas de mano” que beneficien a las presas, prometiéndoles la libertad a cambio de diferentes favores. Casi siempre Monroy consigue su cometido. Pero, como en toda sátira política,  el precio es mucho mayor de lo que se espera. 

Igual que Juan Vargas, y otros personajes de la famosa trilogía de Luis Estrada, Monroy funciona como alegoría de la corrupción moral del hombre a partir del entrampamiento del sistema. Ronnie Monroy, Juan Vargas o El Benny de El Infierno (2010) de Estrada funcionan a partir de un mismo principio en común, quizás una suerte de efecto Breaking Bad: así como Walter White, el profesor de química con cáncer que se vuelve un narcotraficante internacional, cada uno de los personajes parece ya tener en su personalidad -en lo más profundo de su psique- la pulsión por el crimen y el abuso de poder. Solo necesitaban el impulso necesario. Claro que aquí, equivalencias aparte, Monroy parece tener muchas más opciones. Está casado (lo que repite constantemente), tiene una cómoda vida de clase media  y algún que otro ahorro para el retiro. Pero la posibilidad de intervenir en el sistema (ese que siempre le ha sido esquivo) parece ser suficientemente seductora para él. 

Alcázar (que parece ya no luchar con el acento peruano como en Magallanes -2015-) es el actor preciso para un personaje como Monroy: naturalmente encantador, apacible, honesto, pero a la vez turbado, muy turbado, aunque a veces no nos demos cuenta. A pesar de su semblante sincero, siempre parece guardarse algo. No sabemos bien cuando encarna a alguno de sus alter egos y cuando habla por sí mismo. Podemos percatarnos de cada uno de sus trucos y ases bajo la manga, que transmite con tal carisma que podemos perdonarlo por ellos. Incluso cuando se ensucia, no nos repele. Así como el Bob Odenkirk de Better Call Saul (lamento las constantes referencias a BB, pero la oportunidad no puede rechazarse), el Monroy de Alcázar depende mucho más de su simpatía que de otra cosa. Reprime la culpa cada que puede. Disfruta intensamente los placeres de esta suerte de micro-poder al que puede acceder: tener en sus manos, (a veces literalmente), la vida de tantas mujeres. Y no es el único. Jueces, fiscales, abogados, policías. Todos son parte del micro-poder. 

Inteligentemente, Josué Méndez utiliza un montaje ágil, que irrumpe la narrativa lineal y pulcra del resto del film, para captar, en primer plano, las distintas impresiones y narrativas del poder judicial. A partir del itinerario de Monroy, podemos inspeccionar cada pequeño truco, vacío legal y estratagema que utilizan los actores políticos para salirse con la suya. A veces el montaje parece un poco forzado (un poco de sobreactuación aquí y allá), pero el peso de la secuencia completa es evidente: en pocos minutos, Méndez comprime los distintos componentes, niveles y esquemas de negociación que permiten el abuso de poder. Cada quien se excusa. Usan el humor pesimista, celebran la viveza criolla, se deslindan de mayor responsabilidad, justifican sus acciones a partir de un enrevesado compromiso moral. Nadie es culpable: es el “sistema”, ente abstracto, inalcanzable, el verdadero responsable, la epitome de la maldad. El sistema, para los servidores públicos, no lo hacen los individuos.

Aquí importa, y mucho, el rol de las mujeres. En este sistema político, las mujeres, y sus años en la cárcel, son la mercancía del poder, la pieza de cambio entre los distintos agentes. Es un sistema que pone a las mujeres en los extremos de la deuda y la no remuneración. Para la mayoría de los personajes en el film, el terreno judicial es un campo de fuerzas, un centro de pugnas de poder y cooperación, un espacio hostil para los intrusos. En este caso las mujeres, intrusos por antonomasia, reciben los mayores costos para poder acceder: su cuerpo, sus horas, su libertad. La cárcel la llevan en el cuerpo mucho tiempo después de salir. Monroy lo sabe, y se mantiene ambivalente ante el dilema moral que solo parece acrecentarse. 

Hay dos películas en El Caso Monroy: el ardid satírico que examina la corrupción en el sistema judicial, y, como contraparte, la mucho más interesante crónica de las mujeres que dejan la cárcel y hacen lo posible por seguir con sus vidas. Monroy, como personaje y alegoría, pertenece mucho más a la primera. Las historias de mujeres, por otro lado, funcionan a partir del excelente elenco secundario que ensambla Méndez, excelente contraste con Alcázar. Una ex miembro de Sendero Luminoso, interpretada por Liliana Trujillo, vuelve a su casa tras veinte años o más de condena, solo para sentirse una intrusa en su propia hogar: su marido ha vuelto a casarse, su hijo ya es adulto y sus cosas están apiladas en la pequeña lavandería. Una pareja de criminales está a punto de volver a verse, luego de que Príncipe, hombre trans, negocia su pase a la libertad, siendo acogido por la esposa de Monroy en su hogar. Una trabajadora sexual, antes vinculada al narco, planifica la venganza contra un poderoso criminal que la torturó en el pasado. 

Hay que agradecerle a la muy aguda y contestataria prosa de Marco Avilés -cuyo libro de crónicas, Días de visita, inspiró la película- por brindarnos historias particularmente relevantes sobre el drama carcelario y el rol que asume el mandato de género en la posible reintegración de esas mujeres a la sociedad. Cada historia podría tener su propia película. A veces, parece que Méndez no sabe decirle que no a ninguna, y eso genera que, dentro de la historia total, se dé una suerte de narrativa caótica, una serie de viñetas en lugar de una historia coherente. El balance final es positivo, aunque desordenado y a veces o Justo con la audiencia. El drama de las mujeres, por otro lado, es particularmente honesto y filmado sin demasiada solemnidad ni maniqueísmo. Pero a veces se siente muy disruptivo. Es cierto que una historia se refuerza con las otras, pero sigue quedando la sensación de que Méndez y compañía pudieron narrar las historias de las mujeres por separado, sin tanta sátira.

Algo parecido sucede en el cierre de la película, que llega abruptamente, aunque, como el resto de la historia, funciona a partir de una curiosa contraposición de expectativas. Pensamos que los malabares de Monroy terminarían costando caro, que jugar con lo ilegal lo arrastrará hasta el fondo, pero todo lo contrario. Una serie de trágicas jugarretas del destino terminan poniendo contra las cuerdas a los únicos personajes más o menos decentes, mientras que los tantos criminales y malosos quedan impunes. En ese sentido, a pesar de algunas notas de esperanza en historias particulares, el filme se manifiesta como evidentemente pesimista. Lo hace con cierta pizca de humor, al menos. Al final, parece que la ley de Herodes cumple con su palabra: Monroy se chinga y no se jode.

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Anselmi

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