En Arte (1996), celebrada pieza teatral de Yasmina Reza, el protagonista, quien acaba de comprar un lienzo casi en blanco por 5 millones de pesetas, se justifica ante su amigo: “el artista es como un ídolo”, dice Sergio, “no gastaría 5 millones en la obra de un mortal”. Ese diálogo, tan críptico como revelador, parece un buen punto de partida para analizar Mi obra maestra, la sátira de los hermanos Duprat y Mariano Cohn, que se hace esa misma pregunta. Tiene sentido, si notamos que los realizadores son responsables de películas sobre el arte y la alta cultura, desde la muy inteligente El ciudadano ilustre (2016), sobre la literatura latinoamericana, hasta la reciente Competencia Oficial (2021), sobre el circuito de festivales de cine. Mi obra maestra habla de las artes plásticas, pero, más que otra cosa, del mercado del arte, sus efectos porosos, hasta incontrolables, en las nociones de talento, genialidad y expresión artística. Que el tono ligero y los giros cómicos no nos confundan: la película de los Duprat es, finalmente, una funesta mirada a la muerte del autor, y es el neoliberalismo quien lo ha matado; es, pues, el poder del mercado (y todas sus ficciones) sobre el acto de creación.
Mi obra maestra busca diseccionar la figura del artista, el acto mítico de producir más allá de lo mundano y lo técnico, sino más bien la creación de lo trascendente. La película contrapone a dos viejos amigos: Arturo, galerista, de onda chic y refinada; y Renzo Nervi, artista histórico, pero caído en desgracia: caprichoso, excesivo, mujeriego, ególatra, testarudo. El conflicto entre los dos es también un conflicto del mercado: el viejo orden del arte de galerías, que privilegia el estilo pulcro y dedicado de un artista como Nervi, ha dado paso al feroz dominio del arte conceptual, las ideas disparatadas, donde el valor ya no es de la obra misma, sino de la historia que cuenta, historia que no parece producirse en el taller del artista, sino en la reseña del crítico, en la cháchara pretenciosa de la academia, pero, sobre todo, en el círculo de élite y dominio del mercado. Las galerías, que funcionan como corporaciones, se encargan de mantener el estatus y valor comercial de las obras, que ahora, gracias al sistema de subastas y ventas rápidas, parecen ser lo mismo: status y valor, compaginados.
Nervi representa una suerte de rebeldía ante la imposición de ese sistema corporativista, pero los realizadores no construyen al personaje como una suerte de salvador renegado, sino todo lo contrario: por despreciable que sean el elitismo y cinismo de Arturo, no queda duda de que él es mucho más responsable, considerado y empático que Nervi, quien, a punto de pataletas, se gana el merecido hartazgo de la audiencia en la primera mitad del film. De esta manera, queda claro que el mito del artista es eso, una cuidadosa ficción corporativa, antes narrativa modernista, hoy slogan publicitario, y todos caen desesperadamente en él. Un banquero se deja deducir por los castillos en el aire que pinta Arturo (“haste el artista introvertido y déjame hablar a mi”, le dice a Renzo) y le paga miles de dólares a Nervi por un original suyo. Por otro lado, un quisquilloso joven español, idealista y de izquierdas, cree haber hallado en Nervi un último bastión de pulcritud artística y esencia underground, por lo que acepta todo tipo de malos tratos y jugadas tramposas con tal de poder pintar “junto a su maestro”.
Arturo y Renzo saben que la idea del artista genio, el creador mítico, no existe. Mientras que Arturo la manipula a voluntad para facturar más con su galería, Renzo se aferra a ella como única forma de hallar su lugar en el mundo. La crisis de los dos amigos es la crisis del mercado del arte en su conjunto: la película se enfoca en tantas otras obras pretenciosas que se venden bajo rótulos de filosofía posmoderna que los mismos compradores no entienden, obras que responden al interés de tantos que quieren afirmar su yo público, que mueren por esencializarse como artistas propios, que quieren una narrativa propia y nada común. El estilo del film, bastante refinado y pulcro, con secuencias muy bien trabajadas desde lo técnico y tomas que parecen más un comercial de Mercedes Benz que un film de autor, parece replicar esta misma contradicción del arte underground, hoy bastión de la élite y el mercado.
El astuto giro llega después, cuando una supuesta tragedia hace que las obras de Renzo se disparen en precio y valor (nuevamente, aquí se les trata como lo mismo), y su desaparición sea, irónicamente, lo que le pone en el estrellato. Lo interesante de este giro, más allá del merecido comentario sobre la fascinación necropolítica del arte contemporáneo, siempre acechando a la tragedia para hacerla pieza de museo, es la forma en que la fama y el reconocimiento afectan a Arturo y a Nervi. Para Nervi, irónicamente, es el neoliberalismo quien le salva: le da un propósito creativo, le ofrece la posibilidad de reconocerse como ente prestigioso y mítico para el mundo, le hace, incluso, una mejor persona. Arturo parece ensuciarse las manos más de la cuenta debido a la seguidilla de estafas al mercado, pero parece salir impune (tanto material como emocionalmente) una vez que se acabe el film.
¿Acaso los Duprat reconocen que entregarse a la corporativización del arte es la única salida a un lugar feliz para el creador? Puede que sí, pero sólo parcialmente. Para nuestra suerte, Mi obra maestra se ahorra el sermón crítico y nunca se toma demasiado en serio a sí misma, lo que permite que su tono satírico se mantenga impecable hasta el final, con cabida a matices. Arturo y Renzo pueden haber tenido un final feliz, pero eso dice más de las falencias del sistema que otra cosa. Igual que Arte, este film utiliza el mercado de arte contemporáneo como una inteligente alegoría sobre los malestares modernos, causados por el rastro del sistema económico en los deseos, creencias y preferencias de las personas; la necesidad de trascender con narrativas cada vez más egocéntricas e insostenibles. Así como Renzo se quiere convencer de ser el genio creador, su discípulo de izquierdas mantiene forzosamente la fachada de Boy Scout progresista de moralidad de hierro, y Arturo se acomoda felizmente en el cinismo y banalidad de la cultura bonaerense. Todos saben que están fingiendo, pero eso es parte del trato. Las ficciones, sí se cuentan bien, pueden pagar y mucho.
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