La casa que nombra a la película de Joaquín Cociña y Cristóbal León no tiene ninguna parte fija: los cimientos se hacen y deshacen con frecuencia, las paredes se despintan y se vuelven a pintar, la pintura parece siempre craquelada, la madera se erosiona, los muebles cambian de lugar. Inclusive sus habitantes -una joven llamada María y sus dos hijos pequeños- van cambiando de cuerpos y facciones según la escena, hasta lucir irreconocibles frente a la versión original. Los realizadores transforman la casa a partir de lo que narra María, cuya voz, como un susurro entre el silencio, determina rítmicamente la historia y, por tanto, las características de donde vive. Su voz alerta y puntúa, crea, a partir de alegorías y confesiones, el mundo alrededor. La vinculación simbiótica entre la casa y María se hace evidente a partir del diseño del film, sus decorados y montaje: la casa solo “existe” en la medida en que María la nombra, los objetos solo cobran vida con su presencia.
Casa lobo difumina la distancia entre la narrativa y el espacio, haciéndolos uno. La propuesta de Cociña y León, una especie de alegoría sobre el trauma y la maternidad, resulta, aunque no lo parezca, repetitiva y metódica, siguiendo la misma fórmula hasta el final. Demoler y reconstruir la casa y el cuerpo, como si la materia fuese débil, siempre maleable, permitir que las cosas se perciban en la liminalidad entre su existencia y su no existencia, hallar ese punto ciego, íntimo, de la realidad, que a veces captura la mente. La escenas suceden en el mismo continuo de fotogramas sin orden aparente, quizás con una leve ilusión de temporalidad. Nos queda la sensación de ver la misma película una y otra vez, pero con numerosas vueltas de tuerca, ajustes y atrevimientos, tanto en la trama como en el diseño.
La historia experimenta constantemente con el lenguaje y su capacidad simbólica. Se narra en dos idiomas, ambos incompletos. Un alemán que no concluye las oraciones y un español artificial, que se pronuncia con mucho esfuerzo y poca claridad. Una suerte de ambivalencia identitaria que también alcanza a María: es joven, pero, en su soledad, se ve forzada a convertirse en adulta y madre. La ambivalencia se percibe desde el set up y se mantiene hasta que la casa se desintegra. Pensemos, sino, en la suerte de rebeldía ontológica que cubre al film, que invierte los roles de naturaleza y cultura, haciendo que la cultura sea la variable fija (siempre se narra desde la perspectiva y categorías de María y la colonia alemana), mientras que la naturaleza es la variable cambiante (los seres cambian de forma y características). Una vez más, importa el lenguaje, la forma en que se nombran las cosas y las propiedades que se les atribuyen, las que van cambiando conforme la mente de María lo hace. “Esa mesa se ve triste”, dice María en una escena, y la mesa se arruina con sus palabras. Constantemente, a partir del lenguaje (el de María y el de las imágenes) se le atribuye agencia a objetos inanimados, quizás como una forma de darle sentido al caos.
La casa está condenada a vivir. Una casa que siente, que llora, que se queda en silencio. Una casa que parece soportar la misma condena que María y sus dos hijos, mientras los tres se resguardan del lobo. Claro que ellos se pueden proteger ocultándose en el interior, pero, ¿quién protege a la casa? Quizás sea por eso que todas sus partes son tan maleables, como un estado de alerta permanente. Cabe la condena para María y sus hijos, además, de compenetrarse con la casa, asumir sus penas y temores. Imaginemos lo que implica esta simbiosis. Que la piel se mimetice con la madera, que la sangre y la pintura se confundan, que los cuerpos se peguen al polvo y la suciedad. Eso nos lleva a otra pregunta fundamental. ¿Acaso queremos más seres sensibles? ¿Queremos una casa que pueda sentir y sufrir, y desear y aterrarse, y esperar y esperar?
Aquí otra contradicción sobre María. Una casa que nunca se siente suya. Una casa que siempre está en movimiento, que, como María, nunca encuentra su razón de ser, su lugar en el mundo. Nuestra protagonista es particularmente elusiva, en tanto que no tenemos casi ninguna certeza sobre su origen y, aunque constantemente hable de ello, tampoco de sus sentimientos. Todo lo intuimos a partir de sus delirios y sospechas, constantemente en conflicto. María podría entenderse desde la fragmentación y el abandono. Ha huido de la secta en la que fue criada, pero, aún así, mantiene los mismos valores, la misma condena patriarcal que le impusieron alguna vez. Su abandono se hace paranoia (a partir de la presencia del lobo), lo que se traduce, a su vez, en un deseo de seguir adelante a partir de sus hijos.
La presencia de los niños, casi como fantasmas, ayuda a entender el dilema de María. Por un lado, y de forma evidente, alegoriza el horror de la maternidad, y el carácter poroso del trauma, que se trasmite, como sustancia pegajosa, entre padres e hijos. Se ve el trauma en el silencio, en la oscuridad, en los cuentos que se le narra a los niños antes de dormir. Por momentos, María es de carne y hueso y sus hijos son artificiales, proceso que va cambiando con el tiempo, e incluso se invierte: en algunas escenas, es el niño quien hace a la madre y no al revés. Los niños, con la voz distorsionada e inquietante, (cortesía de Amalia Kassai, también la voz de Ana), inciden en sus propios temores e inquietudes, que se entremezclan con las ansias de Ana. El recuerdo a la luz de la vela, como el filtro de una pesadilla. La respiración del lobo, cada vez más cerca. La amenaza del hambre y de la enfermedad. Ana no puede contentar las necesidades de sus hijos, ni las necesidades de la casa, ni las necesidades que ella cree que le han sido impuestas. Y por eso el dolor.
El horror maternal es el horror creativo: hacerse cargo de lo que uno ha construido, quizás imprudentemente, aquello a lo que se le dio vida. ¿Que es un hijo para María sino la proyección de sus angustias? Una vez más, Casa Lobo incide en la meta-creación, lo que se crea al crear, como una dimensión colateral e impredecible, que uno tiene que llevar como condena. A su forma, este es un film sobre la autodestrucción. Duele crear, y luego destruir lo creado. Maternar implica (casi literalmente), moldear los cuerpos o la idea de un cuerpo. Y una vez más, volvemos a la cuestión de si más vida (y más capacidad de sentir) es deseable. María ha huido de la colonia, pero su supuesta “libertad” no es sino una nueva condena psíquica, hasta física, representada por el lobo. Las señales en el filme son más que evidentes. Los cuerpos se desintegran, como si no estuvieran hechos para las emociones que conciben. Incluso la casa se rinde: un incendio, marcas permanentes. Las heridas en la piel (que no es piel) quedan para siempre. La casa se hunde en un espiral, el de María. Entonces, ¿qué representa el lobo en el film? Quizás el enemigo invisible, el otro que en verdad es uno.
Ver Casa lobo implica mantenerse fijo en la pantalla, el pecho estrujado, la mirada ansiosa, esperando el nuevo arrebato visual de los realizadores. Alguna que otra vez, la propuesta de Cociña y León puede sentirse demasiado críptica por su propio bien, ahogada en su incalculable red de significados y alegorías, repetitiva en las palabras y la destrucción/creación que generan. Eso no niega, sin embargo, el poder sugestivo de sus imágenes, las cuales, fieles a la temática del film, se revientan violentamente para beneplácito (u horror) de la audiencia. Enterarse que casi toda la película se ha hecho con material reciclado solo corrobora el valor de la dialéctica creación-destrucción y lo muy en serio que se la toman Cociña y León. Nos quedamos, entonces, con esa conjunción entre imagen, textura y sonido, un film que puede tocarse a partir de las numerosas manipulaciones estilísticas y trucos técnicos, que, sin embargo, sirven para un propósito superior, una alegoría que duele, pero que parece necesaria. La ficción no es escape, sino condena No es lo mismo la parodia que el ideal, y ambas se confunden constantemente en la casa.
Deja un comentario