Al cierre de Swimming Pool, de Francois Ozon, la protagonista, una escritora que acaba de publicar luego de meses de intenso bloqueo, se da cuenta de que, muy a pesar de sus sentimientos, la mujer que inspiró el libro no es quien creía que era, lo cual hace que el texto, de por sí una polémica novela erótica, cobre un nuevo significado, incluso más mórbido y perturbador de lo que ella pensaba. A partir de las revelaciones, los juegos de miradas y complicidades, este thriller erótico francés, a ratos horror gótico o melodrama de manual, ofrece una mirada (escandalosa y restrictiva por partes iguales) de la sexualidad, la creación y el afecto. Muy poco apologética con la audiencia, la propuesta de Ozon permite desentrañar el origen de la indiscreción y las obsesiones, proceso en el que el cine, bisagra de la imaginación y la realidad, asume un rol protagonista.
Swimming Pool, como buen melodrama, parte con una mujer en desazón y, más que desazón, crisis melancólica. Sarah Morton es una exitosa escritora londinense que, luego de años de explotar al mismo personaje, decide abandonarlo por completo y escribir sobre otra cosa, acción que, luego de tiempo, parece ser imposible. Su editor le ofrece un escape: ocultarse en su casa en el sur de Francia, para que pueda escribir con libertad. Y, como es común en el misterio, la visita a Francia se ve irrumpida por un personaje que rápidamente se hace objeto de deseo (y temor): Julie, adolescente hija de su editor, francesa, rebelde, que hace numerosas fiestas en la casa, invitando a hombres mayores y acostándose con la mayoría de ellos. Su presencia perturba a la puritana Sarah, pero, al cabo de un tiempo, la molestia se torna interés, y el interés se hace morbo: Sarah sigue, de lejos, a Julie, y la utiliza como personaje de su novela.
Swimming Pool es un film sobre el voyeur. Lo es tanto desde el concepto como la ejecución: Ozon echa mano a una serie de trucos cinematográficos, prestados del noir y el gótico, para evocar, a partir de la puesta en escena, una aura fantasmagórica de misterio, deseo y represión. Ozon limita su texto al mínimo, confiando más en los silencios y miradas (cómplices o de reproche) que en acciones concretas: poco sucede en el film una vez que Sarah se acostumbra a la presencia de Julie. Aun así, (y en contraste a otras películas del francés), el estilo del film es particularmente contenido y, si acaso es posible, minucioso: tomas fijas y planos generales, silencios en las transiciones de escena a escena, montaje pausado, parsimonioso. El film, así como Sarah, prefiere la contemplación, la fijación en su sujeto (Julie) aún con cierta restricción y verguenza. Es, pues, un estilo voyerista, que recuerda al cine de los cincuenta (los ecos a Hitchcock son evidentes) y que aumentan la inquietud (y evidente curiosidad) de la audiencia ante Julie: nos interesa sus impulsos y aventuras, sus caídas y aciertos, y cómo se enfrenta, sin temor, a la sensualidad y el derroche.
Volvamos al voyeurismo de concepto. El film parece partir de tres conflictos fundamentales que, si se piensan bien, parecen ser todos lo mismo: la imposibilidad de narrar algo nuevo, la falta de atracción sexual (en uno mismo y en otros) y la aceptación de la adultez tardía. Al inicio del film, Sarah sufre los tres, pero, al parecer, los sufre por cuenta propia: no puede escribir nada nuevo, pero se resiste a escribir un nuevo misterio con su protagonista fetiche; se lamenta de su falta de amor y relaciones, pero no insiste con su editor, quien está evidentemente enamorado de ella; se siente cada vez más vieja y estancada en la rutina, pero su solución es refugiarse en una casa alejada de todo y sumida en el silencio. Todos los conflictos, reflejados en el rostro descontento de Charlotte Rampling, implican la falta de vitalidad, la desazón ante la inacción y la desidia, la necesidad de algún tipo de estímulo que pueda aplacar la melancolía, algo que, para que sea efectivo, debe ser joven, ágil, sensual y disruptivo: algo que despierte el deseo sexual y la fuerza creativa, si es que no son lo mismo. Julie, desde su primera aparición en la casa, parece (casi forzada por la trama) como la solución.
Julie es evidentemente sexy (y Ozon la filma así), pero es el tipo de sexualidad que, en el fondo, sugiere una contradicción: es evidentemente rebelde y atrevida, pero, a la vez, representa una suerte de sensualidad virginal e inocente, que contrasta evidentemente con Sarah. Esta faceta (que hace a Julie vulnerable) solo se evidencia (al menos de forma notable) cerca al clímax del film, quizás, una vez que Sarah ha conseguido superar la sorpresa inicial y ha podido desmitificar a la joven. Julie es sexy y, a la vez, peligrosa. Vive una vida que Sarah hubiese querido vivir, pero que no se atrevió a probar. De esa manera, a partir del voyeur, Sarah “vive” la vida de Julie, sigue sus fantasías y aventuras en la noche, la escribe en su novela y la inmortaliza al hacerlo. Lo que al inicio parecía un reproche se vuelve, de forma evidente, una pulsión que se acrecienta.
Este parece ser el panorama un par de escenas antes del cierre del film. De por sí, el film ha conseguido su objetivo: confrontar el deseo de Julie con el deseo de Sarah, unidos a partir del voyeur y el afecto. Pero, como buen misterio de manual, el film suelta una reveleación importante; Ozon juega su último truco: cuando Sarah se reúne con su editor (y le dice que no volverá a publicar con él) se encuentra con Julie, que ha venido de visita. Julie no es su Julie: es otra mujer, mucho más niña, mucho menos sexy. ¿Acaso Sarah lo ha inventado todo, como parte de su odisea creativa? ¿Acaso la Julie que conoció es una impostora, que se aprovechó de ella y se alejó luego de obtener lo que quería? El film cierra y no ofrece soluciones.
La primera alternativa -la de la fantasía- parece la más interesante: parece que Sarah, dada la crisis de la que hablábamos antes, ha utilizado a esta “Julie” como índice de sus frustraciones y deseos, aquello reprimido que solo puede ser expiado a partir de otro. Si esa fuese la conclusión, parecería algo trillado. Por suerte, la revelación de Ozon propone repensar el film y el voyeur. Podríamos pensar que Sarah ha tenido una suerte de “educación sensual” y “educación moral” a partir de Julie. Al inicio, Sarah no la soporta: rechaza su propio impulso sexual y deseo creativo. De a pocos, empieza a aceptar el deseo, (y todos los riesgos que este trae) y, a partir de acercarse a “Julie”, escribe como nunca, despertando el tipo de estímulos que, debido a su propia censura y la del resto, no ha podido evocar antes, ni en sus textos ni en su rutina. De todas formas, esta sigue siendo una educación moral, dado que Sarah reconoce, a partir de la amenazas que sufre “Julie”, los límites del deseo y, a partir de estos, reconoce las ventajas de la madurez y la restricción. Sarah ha pasado por toda etapa a partir de sus fantasías con “Julie”, lo que le permite acabar con la novela lo antes posible.
Si esta interpretación es cierta, entonces el voyeur en el film parece incluso más fascinante: Sarah espía y desea a alguien que no existe. El voyeur existe para un sujeto imaginado, aún así creíble, una forma de filtrar los deseos de Sarah, o de evocar el tipo de culpa (por lo demás placentera) de vigilar (y tener cierto poder) sobre el otro. Si Julie es un figmento de la imaginación de Sarah, pudo haber sido (y representado a cualquiera), pero Sarah eligió el voyeur. El voyeur, que en el film se confunde entre la empatía y la atracción, así como se confunden la curiosidad creativa, el deseo y el afecto. Quizás Ozon confronte a la audiencia, y el tipo de perspectiva culposa que asume el espectador cuando sigue, con tensión y deseo, las tribulaciones de un personaje como Julie. El cine es evidentemente voyeurista y, en casos como este, muestra las consecuencias de serlo. El arte del voyeur es, finalmente, el arte sobre arte. Y por eso nos gusta tanto.
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