El trabajo de la verdad – Spotlight (2015)

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Spotlight es un film que apela al cerebro antes que al corazón, que deshilvana su historia con elegancia, recato y pasión por lo que filma. Funciona casi forma recopilatoria, acumulando testimonios, teorías y demás revelaciones, condensados desde el cine, captados desde una puesta en escena cuidadosa con la correcta representación histórica, el respeto a las victimas y la descripción fidedigna de una profesión. El film de Tom McCarthy expone la dolorosa realidad que la Iglesia Católica decidió mantener en silencio, pero, lejos de seguir una línea puramente recriminatoria contra los culpables, se centra en los hombres y mujeres detrás de la noticia, las mentes detrás de la portada: el trabajo de la verdad, rutinario y agotador, se vuelve la única posibilidad de confrontación con el sistema, afianzado en el silencio.

A inicios de los 2000, el Boston Globe inicia una investigación para seguir los casos de abuso causados por sacerdotes católicos en la ciudad y alrededores. Boston, bastión del catolicismo en Estados Unidos, se vuelve el escenario de trabajo de Spotlight, unidad especial de reporteros. Lo que parece una serie de casos aislados se vuelve una red de crimen ocultado por la misma Iglesia y su cúpula, revelando heridas profundas para víctimas, cómplices y creyentes. Las pesquisas se filman desde lo rutinario y el detalle. Se trazan distintos caminos de investigación, todos interconectados por un montaje sencillo, pero efectivo: nunca vemos demasiado de una historia como para olvidarnos del resto, ni tampoco sentimos que alguna secuencia está de más. Cada camino revela más sobre el periodista encargado y sobre la búsqueda en su conjunto. Michael Rezendes, descendiente portugués y ex chofer, sigue al ermitaño Mitch Garabedian, abogado defensor de las víctimas, y entrevista a sobrevivientes. Sacha Pfeiffer, afable, emocional y aún con ciertas inclinaciones católicas, visita a la mayoría de las víctimas y capta sus testimonios. Matt Carroll, silencioso y de perfil bajo, se encarga del trabajo burocrático. Robby Robinson, el jefe de Spotlight, se codea con nombres poderosos, cercanos a la Iglesia, como único vínculo entre el Boston Globe y la vieja guardia de Boston. Marty Baron, nuevo editor del Globe y de origen judío, asiste a actos protocolares con los poderosos, donde el trato hacia él es condescendiente y hostil, seguro por su condición de foráneo. 

Conocemos a los protagonistas de forma periférica, a través de pequeños detalles y escenas subsidiarias. La verdad, entonces, se encuentra en archivos y bibliotecas sin iluminar, ceremonias elegantes y cafetines poco concurridos: cada cara de Boston parece esconder un secreto. McCarthy no fuerza al drama: tenemos que hallarlo nosotros. La naturalidad con la se filma el proceso consigue dos efectos. Por un lado, lo hace genuino y creíble: no se nos impone una clase de historia, sino apenas una recreación genuina y fácil de seguir, donde los periodistas hacen lo posible por manejar el peso -moral y emociona- de lo que exponen. Nos importa su búsqueda. Dado que el misterio del film, como cualquier otro misterio en la vida real, es lento y contradictorio, exigente con la audiencia, es necesario que nuestra atención se mantenga suficientemente fina. Por eso a McCarthy prefiere los diálogos rápidos y las escenas amplias, el montaje firme y enfoque -secundario, eso sí- en el trasfondo emocional de las revelaciones. Los protagonistas no tienen ningún tinte heroico, pero tampoco son monigotes de docudrama.

El film está construido de forma sobria y ciertamente solemne: planos generales y planos americanos; casi ningún close-up, para evitar el exceso de dramatismo; una banda sonora discreta, con una melodía lineal y hasta estática; ningún salto temporal forzoso. Se prioriza el contenido, se niega la tradición hollywoodense de invadir la pantalla con estímulos visuales o demasiada ceremonia. McCarthy deja que sus personajes hablen hasta donde lo requieran, que se interponga una pista sobre otra, que la confrontación crezca ligeramente y sin que nos demos cuenta. El texto es ágil y astuto, y la trama, aún en sus restricciones, permite la ironía y la ira cuando parece necesario. McCarhty Y Josh Singer, como cualquier otro reportero de investigación, confía en el poder de su historia y la facilidad de las palabras, sin necesidad de forzar la tensión, idealizar su causa o villanizar a los responsables. Se dedica a narrar y ya.

Dependemos de los detalles. El ojo crítico de McMcarthy examina Boston y la cultura católica que le rodea: una sociedad que se aferra a sus valores y sus instituciones, buscando sancionar socialmente a aquellos que las cuestionan. “Se necesita una comunidad para abusar de un niño”, afirma el abogado defensor y con razón. La cultura de secretismo, reforzada por la culpa católica, parece ser permanente en el film, visible en las miradas de rechazo de funcionarios públicos, las amenazas de feligreses y la duda de los protagonistas. El propio Robby Robinson, ahora enfrentado a sus amigos y colegas, reconoce haber sido cómplice en el pasado, dilatando la historia para que no llegase a la prensa. “Boston sigue siendo un pueblo pequeño”, afirma el Cardenal Law. Tiene razón. El ostracismo parece una constante, y no se puede detener.

Miremos algunos contrastes. El abogado Maclish, que trabaja desde el sistema, recibe a los reporteros en su lujosa oficina en el centro de Boston. Mantiene una actitud afable, condescendiente y reservada. Naturalmente, su posición frente al abuso está marcada por la practicidad: conseguir una mínima indemnización y acuerdos extrajudiciales. En comparación, Garabedian, abogado de las víctimas, trabaja en una caótica oficina en algún lugar apartado de la ciudad, y se mantiene hosco, frontal y abierto a la confrontación. Por su cuenta, decide enfrentarse abiertamente con la Iglesia. Tiene sentido que Garabedian, un sujeto marginado por su condición de migrante armenio, actúe como ente objetivo frente a la Iglesia; mucho más empático con las víctimas que un abogado de TV y de las grandes ligas. Este es el tipo de cosas que, por la propuesta fílmica de McCarthy, no pasan desapercibidas.

El film es valiente al analizar los rasgos comunes entre los abusadores y las acciones de la institución para no dejar cabos sueltos ni chances de justicia. Como buena recopilación periodística, aquí no se establece una tesis concluyente, sino tendencias que, por su rol sistemático, parecen sugerir un modus operandi. Los abusadores eligen niños pobres: cercanos a la iglesia, devotos en su fe, provenientes de familias rotas. Los más vulnerables se vuelven objeto de deseo y poder. La Iglesia aprovecha la coerción espiritual para lidiar con los casos más polémicos. La Iglesia en el film se hace un ente invisible, casi como una presencia omnipresente, materializada en fieles recelosos, en abogados sin escrúpulos y figuras políticas. La institución genera sistemas de secretismo, redes de silencio y mecanismos -legales o no- de control de daños. La Iglesia no parece la Iglesia, aún cuando utiliza la fe como método apaciguador ante las denuncias, tanto en víctimas como en el público.

Cuando uno ha sido criado como católico, la influencia del catecismo, por más que uno se oponga, no se va. La culpa y la relación con el pecado, la visión espiritual del cuerpo, la devoción a la jerarquía y la confianza en la figura del sacerdote son elementos que moldean nuestra identidad y que se vuelven permanentes, casi atornillados en nuestra psique a través de distintos métodos de influencia. Eso hace aún más difícil ver Spotlight así. Seguir al film implica reconocer el daño estructural de un sistema supuestamente protector y comprender cómo elementos de la fe —la creencia, la salvación, el amor por Jesucristo— pueden ser tan fácilmente trastocados por el poder, hechos para el sometimiento. ¿Ello amerita rechazar tajantemente a la Iglesia como guía moral? ¿Acaso podría perdonarse a la institución y su representación de Dios, priorizando nuestra propia necesidad de salvación por encima de los daños de sus seguidores? El film no tiene la respuesta y la audiencia tampoco.

Los testimonios de las víctimas se filman en planos medios, sin música de por medio, de forma respetuosa y efectiva: sin distracciones, prestamos más atención a las palabras y el dolor que existe detrás de ellas. En algún momento, los testimonios se contraponen con el montaje: dos o tres víctimas hablan a la vez. Si bien puede ser un truco para mantener la atención de la audiencia, parece haber una razón persuasiva detrás: enfocar víctimas de distintas realidades sociales y con aproximaciones distintas a la tragedia nos fuerza a reflexionar sobre el alcance y complejidad del abuso, capaz de estar presente en multiplicidad de escenarios. La conversación frontal y directa permite prestar atención al alcance del daño. El abuso sexual por parte de un sacerdote es un acto cruel, en especial, como atentado frente a la identidad. Imaginemos lo que se ve afectado. La primera relación sexual, el vínculo estrecho con el cuerpo propio y el ajeno, marcado por la violencia y el temor permanente. El vínculo con la fe, una relación pura y necesaria, la más íntima y trascendente, violentamente amenazada para siempre. ¿Qué hacer si el representante de Dios en la tierra se vuelve un verdugo? ¿Cómo entender a Dios, entonces? Las víctimas intentan mantener su fe ante el silencio de Iglesia. Los periodistas, todavía vinculados con la fe católica, se resignan a no retomar sus creencias, o lo intentan.

Spotlight como toda dramatización, cierra con un texto informativo y datos adicionales. Es inquietante fijarse en las cifras en la pantalla, sobre todo al comprender que, tras esas locaciones ordenadas alfabéticamente, hay tantísimas víctimas, negadas de agencia, justicia y fe. La búsqueda y defensa de la verdad, aunque duela, y cómo dice la fe, es virtud primaria.

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Acerca del autor

Anselmi

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