Algo tiene Canadá. Solo así podríamos entender cómo dos filmes peruanos —ambos, dramas familiares y minimalistas, que exploran tanto el pasado como una violenta relación padre e hijo— se estrenen en el mismo año y compartan como escenario los fríos páramos del país norteamericano. Sin embargo, La bronca —tercer largometraje de los hermanos Daniel y Diego Vega Vidal— marca un claro punto de contraste: el efecto. A diferencia de Norte —una pequeña película emotiva sobre un visitante peruano en Toronto—, La bronca hace un esfuerzo notable por entrampar, cuestionar, desestabilizar y, finalmente, adueñarse del espectador. Te somete en la cotidianidad de una familia cualquiera y, cuando se marca el momento, te estrella su verdad en la cara. Lo peor es que, a pesar de los numerosos símbolos dispuestos por los realizadores, no lo venimos venir. O tal vez quisimos pretender que no iba a suceder; será que habíamos empatizado tanto con los personajes que, finalmente, no queremos que suceda la inevitable.
Roberto Montoya —exiliado en Canadá mientras Perú se sumaba en violencia política—, es ahora Bob: padre de familia, esposo de una mujer afable y atractiva, y arquetipo del entrepeneur: vendedor e innovador a tiempo completo. Se lo tema bien en serio —”puedo vender lo que sea”, dice un más que confiado Bob— y busca imprimir esa aura segura y masculina entre su círculo cercano. A esta vida prefabricada y conocida llega su hijo adolescente, quien es enviado por una madre que ya no puede controlarle. La llegada de su hijo funciona, a la larga, como un detonante preciso: las tensiones económicas, afectivas y sociales; el legado de una sociedad violenta, harta; y el deseo de superación truncado frente al contexto hacen que, de a pocos, Bob termine entrando en un estado enorme de conflicto, tanto con el exterior como consigo mismo. Ha iniciado un proceso de bronca. Deja que la ira se mantenga.
Los Vega Vidal no hacen trilogía: sus dos filmes anteriores abordan historias y escenarios muy distintos. Lo que sí comparten es una serie de temáticas en común: el valor de la familia, lo político entrecruzado con lo personal, finalmente, una pasión por lo humano. También, el estilo se mantiene. Su propuesta es sencilla: entender la realidad social de un país —el Perú, en este caso— a través de personajes “de rutina”. Acciones rutinarias, conflictos rutinarios. A través del día a día, del “nada particular”, se construye una especial radiografía de aquel contexto que nos rodea. La construcción de los espacios y tiempos, entonces, es deliberada. Para los directores, lo importante es sumergirnos de a pocos en aquellos submundos —en este ejemplo, el suburbio— que engullen y definen a los protagonistas. Vemos a Bob y su clan en la rutina familiar. Nada, de forma aparente, parece ser problemático, al menos, no cinematográficamente problemático. Así funciona la espera. Genera expectativa. No falla.
La clave está en el silencio. Los Vega Vidal utilizan los silencios —como la ausencia marcada de diálogos, la presencia de conversaciones mínimas y la restricción de la banda sonora— para conducir la historia que tanto quieren contarnos. El silencio es, por otra parte, muy efectivo. El silencio genera enigma suficiente como para que la audiencia busque discernir, con muchísimo esmero, las intenciones de Bob o su hijo —así como el juez de El Mudo (2014) o el usurero de Octubre (2010)— y cómo estas se evidencian con el pasar de los minutos. El silencio aumenta el estado de tensión y distensión, lo que es notable desde que las reglas de juego han sido impuestas en el filme y escala de forma insospechada. El silencio es el velo perfecto para ocultar, de forma machacada y torpe, los problemas estructurales —de una familia y un país— que han dejado huella en los personajes. Y sí, desde lo arquetípico, el silencio implica incomunicación, en cierta parte de los casos. Bob resiente a su hijo, pero no se lo dice. Su hijo vive de los conflictos, motivado por temas e inquietudes que prefiere no discutir con sus padres.
El peculiar estilo de los cineastas busca hacer hincapié en aquello temas que, justamente por estos acuerdos tácitos de silencio, no son dichos. El tema de la masculinidad, por citar un ejemplo, ilustra bien la idea. El uso desmedido de apelativos masculinos, la necesidad de “buscar mujeres” y el hecho de que los conflictos se desaten exclusivamente por la presencia de féminas demuestran esto. A fin de cuentas, la masculinidad se ve amenazada en un contexto transgresor como el de los 90: violencia y modernidad. Asimismo, la violencia tiene un origen supuestamente ”encomiable”: proteger el honor —encarnado por la mujer—, que tanto define nuestro concepto de “posesión”. Porque los personajes en La bronca son de los que no poseen. Deben, finalmente, aferrarse a algo, lo que sea.
He ahí insatisfacción. Estamos ante personas heridas o hastiadas, marcadas por un período histórico que mantiene las mismas características. Cada uno, a su manera, trata de mantener la compostura ante una sociedad que, por otra parte, parece seguir dándoles la espalda.
Bob Montoya aún no puede sentirse realizado, si su carrera tambalea entre el éxito asegurado y el despido, y cuando su vocación de entrepeneur —con todo el entusiasmo que supone— parece no ser compartida por los monótonos compañeros de oficina. Su hijo claramente serpentea entre el hartazgo de su madre y la lejanía de su padre; de la misma forma en que se enfrenta al dilema entre lo conocido y violento (Perú), y lo lejano y pasivo (Canadá). Eso lo vemos también desde los personajes secundarios: el mejor amigo de Bob asume un rol acomodadizo, culposo, tratando de utilizar la “deuda” con Montoya a su favor, y viviendo una realidad en base al escape; la esposa de Bob vive una rutina al filo, buscando mediar entre los malos días de Bob, la extrañeza de su hijo y el estado creciente de conflicto que se viven en casa. Todos los personajes se mantienen en el limbo, en el camino hacia la implosión.
Los momentos finales de La bronca, por otro lado, definen el trayecto que ha sido marcado desde el mismo inicio del filme. Ni bien lo vemos, nos parece que estamos ante un desenlace brutal, exaltadísimo, sacado de la nada. Es entonces cuando recordamos el camino vertiginoso que hemos recorrido desde nuestra llegada a Canadá: solo podemos entender los magistrales segundos climáticos —marcados por el descontrol, la exageración y el brote de lo físico— gracias al tempo narrativo anterior, lento pero inquietante, que nos ha tomado desprevenidos. Hay, entonces, una narrativa maquinada y preconcebida, como un sistema de relojería, en la que estamos, finalmente, ante una bomba de tiempo, más que deseosa por estallar, por ahondar en el caos.
Es un trabajo simplista, pero redondo. La cámara en mano, naturalista, fijada en los personajes, nos ayuda a adentrarnos en sus conflictos de familia. La peculiar iluminación —una mirada vívida y atractiva de los finos campos teñidos de hielo— hace que quedemos aún más prendidos de una historia aparentemente vacía.
Todo, lo narrativo, lo conceptual u lo técnico, sirven a un mismo propósito, una sola idea central. Es deconstruir la violencia, entenderla. Mostrarla en su faceta natural, pura, de rutina. Es lo absurdo de lo cotidiano. O como decía Luis Alberto Spinetta: “Ondas en aire. Ondas en Aire”.
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