Hacer memoria. Un acto doloroso, inconsciente, inevitable. Hacer memoria requiere enfrentamiento: enfrentarte, no solo a los obstáculos del tiempo o del poder, sino también enfrentarse a uno mismo. Y es quizás esta introspección —este viaje al pasado que conocemos y al que nos aferramos— el punto más álgido en la labor testimonial. El conflicto armado interno en el Perú es claro ejemplo de ello. Sin importar el bando —los “buenos” o “malos, los vencedores o vencidos— los fantasmas de la barbarie siguen rondando entre los implicados y hasta en sus familias, como un horror que, desde el tabú, persiste. Preferimos el silencio, el acuerdo tácito por esconder aquello que tachamos de doloroso e insoportable. He ahí el error. El silencio no cura, sino que ahonda en la herida. Solo queda romperlo. Ayuda el cine.
La adaptación de la novela homónima de Alonso Cueto (merecido premio Herralde) conserva la misma simpleza que la obra original, al menos, en lo que respecta a la narrativa. Adrián Ormeche, abogado y miembro de la clase más acomodada de Lima, descubre un oscuro secreto familiar en relación a su padre. Como se espera, tal descubrimiento solo se puede dar desde lo abrupto, desde la muerte de su madre. Adrián descubre que su mamá era chantajeada por una desconocida, supuestamente tía de una adolescente violada y secuestrada en Ayacucho, en pleno amanecer del subversivo PCP-Sendero Luminoso. El perpetrador no fue otro que el coronel Ormache, también fallecido. Adrián decide seguir pagando. Aun así, no llega a calmar su espíritu. Es forzado a iniciar una búsqueda exhaustiva por las zonas más pobres de Lima, obsesionado con la figura de Miriam, aunque ni él mismo sepa por qué.
La cuestión central del film —así como de la novela— es bastante evidente: ¿qué fuerza a Adrián Ormache a dejar su plácida vida e ir en busca de Miriam? ¿Qué significa ella para él? ¿Es justo expiar los pecados de otro?
La clave del film evitar las respuestas a estas interrogantes; tan solo, darnos suficientes herramientas como para que nosotros lo hagamos. El aura de misterio es evidente desde el inicio. No se nos proporciona información de más sobre Ormache o Miriam o cualquier otro personaje, como para dejarnos rellenar los vacíos con nuestras propias historias. Podría ser pensado como una falla de guion; más bien, debería reconocerse que, fortuito o no, esta ausencia de matiz enriquece la historia. Puede tener relación con las narrativas fragmentadas —por el paso del tiempo, la censura del gobierno, las barreras culturales— que determinan la identidad de las víctimas. Sea como sea, queremos resolver el puzle. Seguimos al abogado por rincones inhóspitos, por conversaciones peliagudas en bares de mala muerte, por caminos de trocha carrozable y casas sin pintar, solo para desenredar su misterio y el de Miriam. En este trecho, la directora aprovecha para realizar, de forma escueta pero atrayente, una radiografía por la Lima de hoy y lo inquietante que implica reconocer que no ha cambiado mucho. A diferencia de otros filmes que se abocan a esto con mayor detenimiento —pensamos en La teta asustada o las obras de Lombardi—, la descripción de Lima es toda a través de Ormache, de su duda; no es tanto una discusión de clase como si una disputa moral. Ormache deja a su esposa de lado, la falsa comodidad de la oligarquía, pero no encuentra un mundo mejor allá afuera: se da con un microcosmos de crimen y maldad, con extorsionadores y criminales, con ex soldados incapaces de reconocer el horror de sus acciones…
A diferencia del libro de Cueto —una historia policial, una introspección en la vida de Ormache—, el filme prefiere hablar del amor. Adelanta el encuentro entre Adrián y Miriam hasta antes de un tercio del film, dejando de lado la historia original para ofrecernos su propia versión del recuerdo. Funciona. Miriam permanece en un estado de soledad permanente: una condena autoimpuesta por el dolor que acarrea desde niña. El vínculo con Adrián es, pues, bastante contradictorio: le da la chance de liberarse de la opresión de la memoria, de la misma forma en la que se afianza el recuerdo del coronel. Miriam tienta al destino al acercarse a Adrián. Parece no arrepentirse. Le gusta.
Junto a la adaptación está el estilo. Es interesante apreciar La hora azul, no solo por ser una ópera prima —que no lo parece— sino por ser de esas pocas cintas filmadas por una mujer en el Perú: Evelyn Pegot-Ogier dota a su film de una particular textura: el uso del azul, de las paletas grises, de una visión de Lima limpia y vívida. Es una puesta de escena sobria y elegante, lo que genera un film directo y realista y que, gozando de una peculiar solemnidad, describe certeramente las emociones de sus protagonistas. Fija la cámara en espacios seguros, filmando planos generales y close-ups de conversaciones cotidianas, buscando sonsacar la emoción de una mirada distraída, de la duda, de los ojos indispuestos de Adrián Ormeche al ver a Miriam. La directora sabe manejar esos momentos de silencio, esas pocas palabras compartidas, encuadrando tantas emociones como fuese posible.
Lo que resulta curioso es el contraste con otro film basado en la obra de Cueto (en esta novela y en La pasajera) como es Magallanes, de Salvador del Solar. Mientras Magallanes prefiere serle fiel al estilo de Cueto —siendo un thiller policíaco, vertiginoso y confrontacional—, La hora azul resalta por una visión distinta, mucho más contemplativa y, así, más humana: importan los momentos del medio, esos que se dan entre las persecuciones y el clímax, esos que el cine policial tiende a dejar atrás. Y, siendo fiel a este enfoque, el film deja el tinte político, al menos, desde la ideología, desde el origen: poco o nada se refleja el origen quechua de Miriam —como si sucedía con Celina en Magallanes—, lo cual también parece ser parte del ideal de la directora: querer presentar una historia íntima y, a la vez, muy universal. Retratos como éste podrían aplicarse a toda víctima de conflictos o, incluso, a todo aquel que arrastra un pasado.
Volvemos al concepto de expiación. Adrián, si bien desconocedor de la figura malévola de su padre durante la guerra, se siente igual de responsable por sus actos. Su actitud parece indicarnos que, en el fondo, todos lo somos. El vivir dejando atrás la memoria del dolor, haciéndola un lado, conlleva responsabilidad. El idilio en el que vive Ormache —buen trabajo, casa grande, esposa modelo— es gracias al aplastamientos de otros, a dejar relegado al resto. Quizás allí esté el compromiso del abogado por no solo hallar a esta mujer, sino, hacerla suya, o, al menos, hacerse de ella. Dudamos, entonces, de si estamos ante un romance convencional o si en el fondo solo se trata de redención. No importa: la experiencia de vivir este encuentro es suficiente, tanto para sus protagonistas como para los espectadores.
No es, pues, un filme sencillo: ninguna historia de amor o del recuerdo debería serlo. El clímax es doloroso, sorprendente y muy lastimero, como forzando a la audiencia a dejar de creer en las historias con finales felices. La vida es vida injusta, dolorosa. La vida pesa. Por eso, necesitamos aferrarnos. Dejar el recuerdo a un lado y empezar a vivir. Amar.
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